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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (46 page)

...Y hubo cierta edad en que los días empezaban en una canción de tu madre:

Cuatro palomas blancas,

cuatro celestes:

Cuatro coloraditos

me dan la muerte.

Cruzabas por tus días y tus noches como por una serie de habitaciones blancas y negras. El petizo lobuno era un mañero del diablo: se
atrancaba,
freno y bozal en un mojón del palenque, y abría las tranqueras con el hocico. ¡Y el pampa Casiano, que con tanto arte mataba perdices a tiro de rebenque! O un revuelo de campanas locas te despertó al amanecer: ¡las romerías de Maipú! Era muy temprano aún, pero latía ya en la casa un acelerado pulso de fiesta: los hombres estaban algo duros en sus ropas de domingo; muy excitadas, las tías jóvenes desplegaban telas brillantes, removían frascos de olor, cuchicheaban entre sí o reían de pronto llenas de fuego; renegando en sonoras frases vascuences, tío Francisco luchaba con una bota que se le resistía. Más tarde, al entrar en la iglesia, el abuelo Sebastián hundió en la pila toda su mano de cíclope; la sacó chorreando, tocaste aquellos dedos nudosos y te persignaste de rodillas. Después los hombres te llevaron al almacén de Olariaga, en cuyo palenque inmenso lucía ya una hilera de vistosos caballos: adentro, junto al mostrador, se cambiaban saludos fuertes y risas como detonaciones, entre un olor de vino priorato, de talabartería y de farmacia. Y la estudiantina española entró de súbito, rascando guitarras y violines: vestían trajes llenos de luces, calzón corto, medias blancas y sombreros con plumas, y los escoltaba un cardumen de chicos alborozados. Pero tus ojos no se demoraban en ello, sino en las tres o cuatro figuras inmóviles que sonreían, vaso en mano, detrás del grupo y al margen de la batahola: como el abuelo Sebastián, aquellos paisanos eran, tal vez, del tiempo de Rosas, a juzgar por sus barbas de una blancura de vellón o sus rostros atezados y con más arrugas que un papel antiguo: llevaban todavía chiripá negro, botas de potro y desusadas nazarenas en los talones; y en tu asombro de niño los mirabas como si contemplases el mismo rostro de la aventura, pues no dejabas de vincularlos a los famosos arreos de hacienda rumbo al Chubut, a las travesías legendarias por entre médanos y tempestades, a toda la gesta del resero antiguo, cuyo elogio habías escuchado tantas veces en cocinas llenas de humo y en boca de forasteros que llegaban y se iban inexplicablemente, como el viento. Más tarde, a mediodía, los asados llameaban, tendidos ya sobre tizones, bajo una lluvia de salmuera. Y luego se armó el bailongo a cielo abierto, hasta que la noche austral cayó sobre músicos y bailarines.

Ahora te ves en el camino de Maipú a Las Armas, trazado en la llanura de horizonte a horizonte. Son los últimos días del verano y los primeros de tu adolescencia; y estás a caballo, detrás de cien novillos rojos, envuelto en la polvareda que levantan cuatrocientas pezuñas. Te han dejado calzar las botas negras que, con el poncho de vicuña y el tacón de cabo de plata, constituyen la sola herencia que recibiste del abuelo Sebastián; y el uso de aquellas botas es, a tus ojos, un comienzo de la hombría.

Montado en su pangaré memorable, tío Francisco, a tu derecha, mastica el tabaco negro «La Hija del Toro» que nunca faltó en su tabaquera de buche de avestruz; y al mirarlo ahora en calma, vuelve a tu imaginación aquella noche de tempestad en que tío Francisco, ante la tropilla de redomones que se le desbandada por vez tercera, se tiró de su caballo al suelo, desenvainó su cuchillo, y levantando sus ojos a las alturas desafió al propio Dios, gritándole: «¡Bajá si sos hombre!» Al frente de la tropa van Justino y el pampa Casiano, uno a la derecha y el otro a la izquierda; todos llevan en el interior del chambergo una fresca rama de duraznillo blanco, porque ya es casi mediodía y el sol dispara sus rayos verticales, como un arquero enfurecido. Y es verdad que el sudor cae de tu frente y deja en tus labios un gusto salobre, y que la polvareda enceguece tus ojos y reseca tus narices, y que se aturden tus oídos con el mugir de las bestias y el alalá de los arreadores. Pero tu corazón está repicando como una campanita de fiesta, y no ambicionas otra suerte que la de avanzar por un camino trazado en la llanura de horizonte a horizonte, detrás de cien novillos rojos que arden como brasas a mediodía.

¿Desde cuándo te hablaban así las formas resplandecientes de las criaturas? ¿Desde cuándo te hablaban ellas en aquel idioma que no entendías aún claramente, pero que te adelantaba la certidumbre de lo bello, lo verdadero y lo bueno, y hacía lagrimear tus ojos, y despertaba en tu lengua la dolorosa comezón de responder con el mismo lenguaje? Ciertamente, una mañana, leyendo tu trabajo de colegial, don Bruno había dicho en clase: «Adán Buenosayres es un poeta»; y los chicos te observaron a fondo, como si te desconocieran. Pero, ¿desde cuándo? Señor, un niño que se aparta de los juegos, furtivamente, para tejer en los rincones una urdimbre de palabras musicales: «¡Oh, la rosa, la triste rosa, la descarnada rosa!»

Tienes ahora dieciocho años, allá, en los campos de Santa Marta, y estás junto a Liberato Farías el domador: abajo la tierra es un gran círculo de color de espiga, trazado en torno de tus pies; arriba él cielo muestra su tez de jacinto, cúpula o flor, ¿quién sabe? Liberato ha ceñido ya sus crenchas lacias con un pañuelo de colores, y ahora se ajusta las espuelas, alegre y juicioso como un luchador que se dispone a otro combate. Veinte pasos al frente; mordiendo el freno por vez primera, con el lazo todavía en el cogote y sujetas ya las patas nerviosas con el maneador, el potro negro se revuelve, inquieto y relampagueante como una gota de mercurio: Almirón, el capataz, le agarrota el belfo con la manija de su rebenque; tío Francisco, sin soltar el lazo, estudia con ojo atento las ondulaciones del animal. Y tus miradas elogiosas discurren entre aquellas imágenes, deteniéndose, ya en el domador que a tu lado se calza, rodilla en tierra, ya en el bruto ajustado y tenso como una máquina de furor, ya en el cielo de tez de jacinto, ya en la tierra de color de espiga. Liberato está de pie; y ahora, llevándose a cuestas el envoltorio de su apero, se dirige cachazudamente hacia el grupo que ya le aguarda: no bien llega, clasifica en orden las piezas de su recado; y luego, acercándose al potro, lo recorre con ancha mano desde el pescuezo hasta la cola, semejante al músico que, antes de tocar, acaricia y tantea el cordaje de su guitarra. Las prendas del recado se deslizan ahora sobre el animal: sudaderas, mandil, caronas, bastos, la cincha que se aprieta con uñas y dientes, el cojinillo y el cinchón; mientras el potro, que ha vacilado entre el estupor y la ira, se decide al fin y trata de romper sus ataduras. Concluida la operación, Liberato monta juiciosamente y afirmándose apenas en el estribo se acomoda sobre los cueros; y sólo entonces, con amistoso ademán, ha solicitado a sus padrinos que se retiren y lo dejen a solas con su batalla. Tío Francisco deshace la manea y el lazo; Almirón suelta el belfo del animal; y uno y otro requieren sus caballos, a fin de acompañar al domador según las leyes del apadrinamiento. Sin embargo, el potro no se mueve aún, como si tuviese los remos clavados en la tierra: entonces Liberato le pone su rebenque delante de los ojos, y el animal, encabritándose, mantiene un instante la posición vertical, se sienta de pronto sobre sus cuartos, recobra el equilibrio, gira violentamente hacia la izquierda y luego hacia la derecha, no sabe si huir o revolcarse en el suelo con su jinete y todo, mientras el domador, a bárbaros tirones de rienda, le hace doblar el pescuezo en uno y otro sentido. Al fin, amontañándose todo y puesto el hocico entre las patas delanteras, el animal inicia su corcoveo, luchando por librarse del jinete que se le ciñe con el doble arco de sus piernas. Y fracasado ya todo su juego de violencias y astucias, el potro inicia una carrera loca rumbo al horizonte, asistido por su jinete que le da o le quita rienda. Tus ojos lo acompañaron en aquella fuga, y tus oídos oyeron el redoblar de los cascos en la tierra sonora como un tambor. Y viste luego cómo jinete y caballo «egresaban del horizonte, puestos ya en armonía; y cómo el domador, tras apearse y echar abajo los cueros, palmeaba la cabeza del animal, como sellando con él un pacto inquebrantable. Te habías acercado al potro vestido de sudor, y le mirabas los ollares dilatados en ruidoso jadeo, la boca llena de sangre y espuma, los ojos húmedos de gotas calientes que al resbalar fingían el curso humano de las lágrimas. Y cuando acariciaste su belfo dolorido, llegó a tus narices el aliento vegetal del potro: un dulce y puro aliento de inocencia. Después acompañabas a Liberato hasta el aljibe fresco de aguas y musgos: apoyado en el brocal, el domador tenía la placidez juiciosa del combatiente que se ha purificado en otra batalla. Y mientras apuraba él su jarro chorreante, advertiste cómo sus ojos azules, puestos en el cénit, se humedecían de delicia. Entonces te alejaste por una tierra de color de espiga y bajo un cielo de jacinto, rumiando en tu corazón lleno de alabanzas la promesa de un canto que todavía no escribiste. Y ahora te hallas en Buenos Aires, forastero y estudioso de la gran ciudad, a la que acabas de llegar, portador de un mensaje de frescura que no sabes manifestar aún, como no sea en exclamación o balbuceo:

En el corimbo rojo de la mañana zumban

tus abejorros, Maravilla.

¿Qué viento extraño (providencia o azar) ha reunido esa falange de hombres a la que ahora perteneces, esa mazorca de hombres musicales que han llegado, como tú, de climas distintos y sangres diferentes? Éstos regresan del mar, y traen entusiastas misivas de otro mundo; aquellos han dejado sus provincias, embajadores de una tierra y de una luz; otros llegan de la misma ciudad, nerviosos como ella y ágiles y nocturnos. Y no bien se han reunido todas aquellas voces, empiezan a combatir y a combatirse, hermanas en el fervor, pero enemigas ya en el rumbo y en el idioma. El mismo nombre de la falange: «Santos Vega», tiene un valor simbólico que no se define todavía. ¿Trátase de rescatar una música robada, un noble canto prisionero? Sí. Pero este cántico y aquella música deben salir enriquecidos de su cautiverio, si es verdad que Juan sin Ropa, el vencedor, ha triunfado con el número de lo universal. ¿Recuerdas las noches del «Royal Keller», las polémicas junto al río, y aquellos retornos, al amanecer, con el espíritu en ascuas y los ojos desvelados? Escuchas todas las voces amigas que se combaten; pero callas aún, porque el silencio y la reserva son estigmas que se adquieren en la llanura, donde la voz humana parece intimidarse ante la vastedad de la tierra y la gravitación del cielo. Y cuando logras hablar por fin, lo haces en un idioma que se cree bárbaro y en un tropel de imágenes que se cree desordenadas. Tus partidarios elogian: «Una poética virgen, sin número ni medida, como los grandes ríos de la patria, como sus llanos y sus montes.» Y ya, desde el comienzo, entre tus partidarios y tu alma se abre una firme disidencia: ellos no saben que, al edificar tu poema con imágenes que no guardan entre sí ninguna ilación, lo haces para vencer al Tiempo, manifestado en la triste sucesión de las cosas, y a fin de que las cosas vivan en tu canto un gozoso presente; ignoran ellos que, al reunir en una imagen dos formas demasiado lejanas entre sí, lo haces para derrotar al Espacio y la lejanía, de modo tal que lo distante se reúna en la unidad gozosa de tu poema. No lo saben ellos, y no te atreves a decírselo, porque el silencio y la reserva son estigmas que se adquieren en la llanura. No te atreves a decírselo, porque tal vez no han escuchado ellos en su niñez la admonición del Tiempo que roe la casa y marchita los dulces rostros familiares, ni por las noches han llorado de angustia, con los ojos perdidos en la tremenda lejanía de las constelaciones pampeanas.

¡Al fin adviertes la locura de tu ambición! Enajenada ya de su metafísico anhelo, tu poética no es, en el fondo, sino un caos musical: y ese caos te duele. Sí, un llamado al orden, que sin duda viene de tu sangre. Te será preciso buscar la cifra que sabe construir el orden: contra lo que afirman tus partidarios, no es la tierra innúmera quien te dará ese guarismo creador: bien sabes que la tierra, lejos de darlo, recibe su número del hombre, porque el hombre es la verdadera forma de la tierra. Y es en tu sangre donde buscarás aquella medida, la que trajeron los tuyos del otro lado del mar: necesitas readquirir ese número; y para ello es menester que lo veas encarnado en la obra de tu estirpe, allende las grandes aguas. Es así como la exaltación del viaje se adueña de tu ser.

Habías cruzado el mar, y tus ojos, frescos de aguas amargas y de vientos navales, habían presenciado aquella mutación del cielo: una entrañable ausencia de constelaciones que no saltaban ya la línea del horizonte austral, y un advenimiento de nuevas formas celestes, allá, en el norte Congelado, a la hora del anochecer. Estabas en un puerto de Galicia, y tu soledad ya tendía sus brazos a las formas y colores de otro mundo: el día invernal apenas alboreaba en un horizonte de hierro; al frente, las tres islas también eran de hierro, y de hierro fundido eran las olas que azotaban la escollera y hacían bailar a los navíos en torno de sus anclas; girando sobre las embarcaciones, rozando el agua o picoteando la espuma, chillaban las gaviotas, como una sola hambre partida en mil pedazos. La ciudad, a tus espaldas, no había salido aún de su modorra: pero junto al malecón aguardaban ya figuras inmóviles y sin otra vida que la de sus ojos adentrados en el mar todavía nocturno. Entonces, yendo a lo largo del malecón, te llegaste a la caleta de los pescadores: grandes hembras taciturnas remendaban allí las redes extendidas en un suelo pringoso y brillante de escamas; junto a las mujeres, niños adormilados todavía cebaban los anzuelos con hígado de atún. El mar y el viento sostenían allá un diálogo que se inspiraba en la violencia, y que al interrumpirse de súbito permitió escachar el clarín terrestre de un gallo madrugador. Y de pronto figuras rígidas, cuerpos entumecidos y caras de piedra se animaron y se pusieron a gritar en la dirección del agua; y voces rudas que venían del agua respondieron en la sombra. Eran los cosechadores del mar, que regresaban al muelle: recortándose ya en el fondo vago del amanecer, distinguías las proas afiladas, los mástiles escuetos y los hombres que, aferrándose a las cuerdas, gritaban algo, salutación o lamento. Y como si aquellos hombres hubieran pescado el día y lo trajesen a remolque, la luz creció en torno y se encendió la tierra como una lámpara. Después aquellas manos rústicas expusieron delante de tus ojos la riqueza del mar, los frutos resplandecientes del agua: un universo de tentáculos que se retorcían aún, de conchas multicolores, de nácares y escamas, de pulpas tintóreas que aún sangraban y latían como si hubieran sido las recién arrancadas vísceras del mar. Y como antaño en la llanura, tu alma no tenía en aquel instante otra voz que la del elogio: elogio de tantas formas puras, encarecimiento de la vida heroica, alabanza del Hacedor que da los frutos y que, si los ubica en la rama difícil, es para que, al cosecharlos, el hombre coseche al mismo tiempo la hermosa y dolorida flor de la penitencia.

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