Read Adán Buenosayres Online

Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (49 page)

—¡Cara de fierro! ¡Cara de fierro!

Se encamina entonces hacia el lugar de la batahola; pero el corro, al abrirse violentamente, deja escapar a un chiquilín que atropella con la cabeza baja, en desalado tren de fuga. Adán Buenosayres lo recoge al vuelo, y al mirarle la cara descubre por fin la razón del tumulto: una parálisis terrible ha inmovilizado las líneas de aquel rostro infantil, imponiéndole una rigidez extraña como de metal o de piedra; la caja de su boca parece definitivamente contraída en un rictus cruel; sus ojos, fijos en las cuencas, tienen una expresión de ferocidad sólo desmentida por el temblor de la lágrima que le cuelga de cada párpado; viste un traje de marino, cuyo pantalón largo cubre y disimula el rigor de unos botines ortopédicos. Mientras le arregla el desaliño de las ropas, Adán echa una mirada en torno suyo; y ve un círculo de semblantes que le observan en expectativa, y entre los cuales algunos, riendo con inocente maldad, susurran todavía: «¡Cara de fierro!» Acariciando entonces las mejillas del niño que aún tiembla entre sus manos, Adán le pregunta:

—¿Cómo te llamas?

—Tristón Silva —responde Cara de Fierro en una especie de gruñido.

—¿Es el primer día que vienes a esta escuela?

—Sí.

Adán enjuga con su pañuelo las dos lágrimas que no se resuelven a resbalar por aquel rostro espantable. Y luego tiende al niño una mano abierta:

—Tristán Silva —le dice—, vamos a ser amigos. ¿Qué te parece?

—Sí —gruñe Tristán, dueño ya de la mano que se le ha ofrecido.

Necesitando hacer notorio aquel gesto suyo de elección, Adán se pasea entre los mirones, con la mano de Tristán puesta en la suya. Luego lo devuelve al grupo de sus enemigos, que lo reciben ahora con abrazos y aclamaciones: ¡Oh, mundo! Pero el señor Henríquez, embalsamador de pájaros, acaba de ordenar la formación de trote; y trescientos escolares, ansiosos de sacudir el frío, se alinean ya en impacientes escuadras.

—Al trote, ¡march!

Se inicia la carrera, el patio retumba, estallan gritos de júbilo. Adán, en el centro de la rueda, está mirando aquel desfile de caras vertiginosas, cuando vuelve a sentir entre la suya la mano de Tristán Silva.

—¿Corremos? —le pregunta.

—¡Sí! —responde Tristán, clavándole sus ojos duros.

Con la mano del niño bien sujeta, Adán se une al círculo de los corredores; entre mejillas arrebatadas y sonoros alientos. Aferrándose a su mano, Tristán salta en el aire como un pelele de trapo: en las duras baldosas resuena el metal de sus botines ortopédicos. No se le mueve un solo músculo de la cara, pero un largo rugido brota de su pecho y revienta en sus labios. Y Adán entiende que, sin duda, Cara de Fierro no sabe reír de otra manera.

Al segundo toque de campana los escolares han abandonado la posición de firmes y buscan en orden el sitio habitual de su formación. Adán, al frente de los suyos, está observando el culebreo de la doble fila que trata de alinearse, cuando ve al Director que se le acerca en son de triunfo, con los ojos arrasados en lágrimas y la boca fruncida en una inminencia de sollozo.

—¡Han reaccionado! —exclama el Director—. ¡La madre y el niño han reaccionado positivamente!

—Mis felicitaciones —le dice Adán, guiñándole un ojo al puntano Quiroga que ríe disimuladamente a su izquierda.

Pero el Director esboza un ademán enérgico por encima de su frente, como si rechazara una invisible corona de laurel.

—Se hace obra —concede—. Se hace obra.

Restañando sus lágrimas con un pañuelo de colores, da media vuelta
y
huye por el corredor.

Vacío del alma, soledad y hielo. Las dos filas ya están inmóviles, y Adán Buenosayres, sustrayéndose al espectáculo de su propia desolación, mira treinta caras infantiles que le observan, fieles espejos de la suya. ¡Que no se den cuenta! Y como tantas otras
veces,
un
eco
vivificante despierta en Su corazón a la vista de aquel mundo nuevo que le aguarda. ¡Abordar ese mundo, remontar la corriente de sus frescos idiomas, agarrarse a ese montón de vida nueva que sabe rendírsele al solo peso de la voz o al de la mirada! Entonces pone su mano derecha en el hombro de Ramos y su izquierda en el de Falcone, punteros ambos de una y otra fila.

—¿Trajiste la composición? —le dice a Ramos, el de cabeza de oro.

—Sí —contesta Ramos—. Un tema difícil.

—¿Te salió bien?

En los ojos azules del chico brilla un relámpago de inquietud creadora:

—¡Hum! —dice—. La descripción de Polifemo...

—Señor —interrumpe Falcone, restregándose las manos—. ¡Hoy nos toca el teorema de Pitágoras!

Adán lo mira, y sonríe al comprobar otra vez la semejanza del niño con el ave de su nombre: aquel perfil enjuto, de pobladas cejas y mirar agresivo, tiene algo de rampante y ansioso, como la inteligencia misma.

—Hoy nos toca —le admite Adán—. ¿Tenías apuro?

—Sí —contesta Falcone.

—¿Por qué?

—Los del otro sexto dicen que no lo han entendido.

—¡Qué tragedia! —exclama Ramos en tono de zumba.

—Yo entiendo siempre —asegura Falcone, parpadeando como un ave de rapiña.

Atrayéndolas a su pecho, Adán abraza dos cabecitas que se le rinden: una cabeza de oro y una cabeza de halcón. Luego, solicitado ya de muchos ojos, inicia su recorrido habitual por entre una y otra fila.

Y Bustos, el primero, lo detiene con su voz agria, su pérfida sonrisa de
clown y
sus ojos de color de charco que parecen salírsele de las órbitas:

—Señor —le anuncia Bustos—. ¡Otra vez el milagro!

—¿Qué pasa?

—¡Cueto se ha reído!

Adán se vuelve hacia Cueto, la esfinge del grado, y contempla la seriedad inmutable de aquel rostro infantil.

—¡No! —exclama—. ¡No es posible!

—¡Que me caiga muerto! —asegura Bustos.

Entre risas cantantes Adán prosigue su camino, y se detiene frente a Gastón Dauthier, un manojo de fibras nerviosas.


Bonjour
Dauthier.


Bonjour, monsieur
—contesta Gastón—. Jugamos hoy el desafío con el otro sexto?

—¡Hum! —le responde Adán en tono dubitativo.

Y encarándose con el orador Fratino, que junto a Gastón estudia ya la fisonomía del cielo:

—¿Qué te parece? —le interroga.

Teseo Fratino levanta una mano doctoral y sugiere, con su voz exquisita:

—Si las condiciones del tiempo nos fueran favorables...

—¿Tendremos lluvia en la cuarta hora? —insiste Adán.

—Señor, lo ignoro. No he consultado la columna barométrica.

El vocabulario de Fratino provoca nuevas risas; pero el orador clava en los reidores sus helados ojos de tornillo y un gesto desdeñoso quiebra la línea impecable de su boca. Entonces Adán, inesperadamente, hunde sus dos índices en las costillas de Terzián, el actor.

—¡Arriba las manos! —le dice.

Y Terzián alza los brazos, como despavorido. Su cara movible refleja, ya el miedo, ya la furia, ya una solapada intención de resistencia: insinúa un descenso de su brazo hacia el lugar del revólver; pero Adán lo cubre de firme, y el actor no demora en asumir un gesto de conformidad ante lo irreparable.

Llena la boca y rumiando eternamente los agradables frutos de la tierra, el gordo Atadell ha seguido la farsa, vasto de carnes, de ropa y de sonrisa.

—¡Gordo! —le dice Adán, fingiendo un aire de profunda consternación—. ¿Otra vez masticando? ¿Ha nacido el hombre sólo para fabricarse una horrible armadura de grasa? ¡No, gordo, no! También el espíritu grita sus necesidades; y si dejaras de masticar durante un minuto, escucharías, ¡oh, gordo!, la voz de tu alma que te pide su almuerzo.

Impermeable y sereno, sin abandonar su masticación ni su sonrisa, el gordo Atadell finge ignorar aquella perorata.

—Señor —anuncia—. Papucio está triste.

Adán vuelve sus ojos a Papucio, una figura de malevo adolescente, llena de melancolía.

—¿Qué te pasa? —le dice.

—Nada —gruñe Papucio—. Me duelen los
floreros.

—¿Los qué?

—Señor, los zapatos. Me van a salir otra vez los
nísperos.

—¿Qué nísperos?

—Los callos. Y si hoy nos toca jugar el desafío, ¡bueno, bueno!

En el extremo de la fila, y ausente, al parecer, de cuanto no sea su propio mundo, Américo Nossardi considera un avión en miniatura, obra paciente de sus manos.

—¿Vuela? —le pregunta Adán.

El adolescente levanta sus ojos perplejos.

—No —dice—. Muy pesado el motor.

Ya se ha concluido la revista, ya un hormigueo de juventud hace culebrear ambas hileras. Y Adán Buenosayres, enajenado de sí mismo, es ya otro miembro de aquella falange rumorosa.

—¡Altas las cabezas! —grita—. ¡Mirando al porvenir!

Treinta sonrisas infantiles responden a su broma.

—De frente, ¡marchen!

Bajo un cielo de latón oxidado avanzan treinta sonrisas.

El aula está en el piso alto, y es un recinto de color de aceituna, con un ventanal en ochava que da sobre la intersección de dos callecitas arrabaleras. Vueltos hacia la luz del ventanal se alinean los pupitres unánimes. A la derecha se alza un armario en cuya cima, y propuesto al universal asombro, yace un planetario de cartón, obra ingeniosa de Nossardi, en el cual, teñidos de un rojo demoníaco, es dado ver los nueve planetas que mediante un dispositivo de relojería cumplen sus revoluciones en torno de un sol alegre y en un espacio de rabioso añil. Dando frente a los pupitres está el escritorio, sin otra decoración que la que le presta un globo terráqueo de superficie resquebrajada (¿un símbolo?).

Dos pizarrones alargan su negrura en la pared frontal y en la de la izquierda: en el primero se ve un triángulo rectángulo, sobre cada uno de cuyos elementos lineales Falcone acaba de trazar un cuadrado de color diferente, a saber, amarillo el de la hipotenusa, verde y azul el de uno y otro cateto; en el pizarrón lateral, Núñez da fin a la demostración aritmética.

—Ya está, señor —dice—. Sólo una diferencia de veintiséis milímetros cuadrados.

—Muy bien —aprueba desde su escritorio Adán Buenosayres. Y dirigiéndose a Falcone que ha terminado ya la demostración gráfica: —¿Qué se demuestra con eso? —le pregunta. —Se demuestra —recita Falcone— que en todo triángulo rectángulo el cuadrado construido sobre la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados construidos sobre los catetos.

—Bien. Siéntense los dos.

Falcone y Núñez recobran sus asientos, mientras Adán se dirige a la clase:

—¿Han entendido todos? —pregunta.

—Sí, señor.

—¿Y esto es el famoso teorema de Pitágoras? —dice Falcone, sin ocultar la decepción que se insinúa ya en su intelecto rampante.

—Ni más ni menos —responde Adán—. Vamos a ver, ¿quién era Pitágoras?

—Señor —contesta Dauthier—, un filósofo y matemático griego. El orador Fratino deja oír su voz melodiosa: —Cuéntase que Pitágoras descubrió su teorema en el baño, y que salió a la calle, desnudo como estaba, gritando: «¡Eureka!»

—¡Debía ser un
colibriyo
! —rezonga Papucio desde su rincón.

Pero Ramos, el de cabeza de oro, sonríe con afinada ironía. —El que se salió de la bañadera —pregunta—, ¿no fue Arquímedes? —Arquímedes era —le responde Adán—. El orador Fratino está iluminando a Pitágoras, que fue un señor muy serio.

—Señor —declama Fratino sin inmutarse—, he incurrido en un la
psus— ¿cómo
se dice?

—Yo diría un
lapsus memoriae
—ríe Adán. —Eso es, un
lapsus memoriae.

Desde su rincón Papucio mide a Fratino con ojos malévolos. —Si no charlaras tanto —le dice—, no soltarías esos globos. —¿Y si me falla la memoria? —protesta el orador. —¡Ándate al campo, a tomar leche de pajarito!

El consejo de Papucio levanta en la clase una ola de hilaridad que sería ecuménica si Cueto, recluido en su atmósfera inviolable, y si el payaso Bustos, que se tatúa un ancla en la muñeca, no se hallasen hundidos en profundas abstracciones. Por otra parte, caviloso y digno, con un índice puesto en la sien y acariciándose una barba hipotética, el actor caracteriza en ese instante al filósofo Pitágoras, ante la expectación del gordo Atadell que lo alienta con su vasta sonrisa de plenilunio. La hilaridad ha decrecido en tanto; y al restablecerse el silencio puede oírse el rezongo de Papucio, que no deja de zumbar en su rincón.

—¿Otra vez los
floreros?
—le inquiere Adán.

—No —refunfuña Papucio—. Estaba pensando en ese teorema. ¿Para qué sirve?

Adán Buenosayres lo mira con benevolencia: —Cierta vez —le dice— a un gran matemático le tocó dormir en cama tan corta que, por más ensayos que hacía, no acertaba el pobre con holgura: o le sobraban los pies o le sobraba la cabeza. Bueno, se levantó muy preocupado, encendió la luz, tomó las medidas de la cama, un lápiz
y
se puso a desarrollar fórmulas y más fórmulas. Hasta recordando el teorema de Pitágoras, encontró por fin la solución.

—¿Cómo? —le interrumpe Falcone muy intrigado.

—Se acostó en el sentido de la hipotenusa, es decir, en diagonal. Entre las risas unánimes del grado, Papucio aventura el último rezongo: —A mí no me serviría —dice—. Yo duermo en el suelo. —Hablando seriamente —prosigue Adán—, el hombre no sólo ha de pedir a las cosas una grosera utilidad. ¿Cómo hemos definido al hombre? —Una criatura intelectual —dice Ramos.

—Eso es. El hombre, como ser inteligente, goza conociendo. Y ese goce de su inteligencia, ¿no es en sí una utilidad?

—¡Cierto! —exclama Falcone, asombrado ante lo que tal vez constituya una revelación de sí mismo.

Pero Adán Buenosayres advierte que la mayoría no lo sigue; y entonces añade, cambiando el tono de su voz:

—Por eso le digo siempre a mi alumno Atadell. ¡Cielos!

Blanco ya de todas las miradas, el gordo Atadell exhibe sus dos mandíbulas en movimiento, su placidez eterna de rumiante, su sonrisa instalada más allá del bien y del mal.

—¡Al frente! —le dice Adán—. ¡A vaciar esos bolsillos!

No sin trabajo, el gordo Atadell sale de su pupitre, avanza entre dos filas curiosas, llega junto al escritorio y allí, resplandeciente de bonhomía, hunde su mano izquierda en un bolsillo inconmensurable. De aquel antro van saliendo a la luz y ordenándose luego sobre la tabla del escritorio: dos barritas de chocolate a medio roer, un racimo de pasas de Corinto, seis dátiles visiblemente pegajosos, nueve pastillas de menta no del todo inmaculadas, un envoltorio informe de turrón japonés, dos vainas de algarroba, medio alfajor envuelto en su papel de seda, una sarta de rosquillas duras como el granito, cuatro nueces y ocho almendras. El parto feliz de aquel bolsillo levanta en el grado jubilosas exclamaciones; y la expectativa es grande cuando Atadell sondea el otro con sus dedos mágicos. Pero, ¡ay!, el otro bolsillo malogra tan legítimas esperanzas, ya que sólo contiene seis bolitas cachazas, dos metros de piolín y un gatillo de revólver muy oxidado. Vacías ya las dos cornucopias del gordo, Adán Buenosayres lo despide con un ademán benevolente.

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