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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (53 page)

—¿Qué hace aquí? —le interroga.

—Espero.

—¿A quién?

El hombre de la noche ha sonreído.

—¡Qué sé yo! A todos.

Abriendo la puerta de calle, Adán piensa en el colchón que le sobra, en el escándalo que le armará doña Francisca no bien lo sepa y en el júbilo rencoroso de Irma.

—Entre —le dice al linyera, que ya recoge sus trastos.

Sin decir palabra, el hombre de la noche ha obedecido; y Adán lo ayuda en la tarea de cargar los atados roñosos que forman su equipaje. Luego, en plena oscuridad, sube hasta la puerta cancel y hace girar el llavín de la luz. Pero, al volverse, descubre que su hombre ha desaparecido. Baja corriendo la escalera, sale a la calle y escudriña en todos los rumbos: nada.

—Un pobre linyera —se repite Adán Buenosayres—. Claro, ha preferido su libre intemperie.

Cierra la puerta de calle, sube a su cuarto, y no enciende la luz, temeroso de que sus objetos íntimos le salten a la vista y lo despojen del vacío absoluto en que ahora descansa. Se desviste en la sombra y extiende su cuerpo dolorido en el camaranchón que rechina: el sueño desciende a él como una gran recompensa.

Adán sueña que avanza con una legión de guerreros anacrónicamente armados, entre los cuales, y a golpes de rebenque, anda, se tambalea, cae de rodillas y vuelve a incorporarse un hombre que lleva una cruz. Y, ¡cosa extraña!, en aquel hombre azotado reconoce al linyera del umbral; pero en sus barbas cobrizas hay sangre ahora, y sucios lagrimones gotean de sus ojos entre consternados y alegres. Lo más curioso de aquel sueño es que la víctima y los verdugos están cruzando una ribera semejante a la de Olivos o el Tigre, bajo un sol torrencial que se exalta en el brillo metálico de las abejas y en el subido color de las mariposas. Una multitud festiva discurre por allí, sin inmutarse al paso del cortejo (¿es que no lo ven?), indiferentes al chasquido de la fusta que no lo oyen?). Machos y hembras bailan aquí, al son de un fonógrafo portátil que se desgañita en el suelo; allá, hombres y mujeres panzudos vigilan sus asados, abren latas de conservas y arrojan papeles grasientos; los chiquitines, aullando como fieras, cazan mariposas a golpes de toalla o apalean flaquísimos caballos de alquiler; parejas furtivas, tras un ojeo circular, se pierden con astucia en los cañaverales; viejos borrachos se insultan con lengua estropajosa, cambian golpes lentos y se desploman al fin vomitando a chorros; más allá, caras brutales, en círculo, se asoman a un reñidero donde gallos rojos de sangre batallan a espolonazos. Y Adán vuelve sus ojos al hombre de la cruz, y su ánimo se conturba en sueños ante la ceguera de aquel gentío: quiere gritarles, pero ningún sonido brota de su garganta. Observa entonces a los guerreros que marchan a su lado, y el terror lo invade, porque todas y cada una de aquellas fisonomías parecen símbolos: esta cara de tinte amarillento, con bolsas azules debajo de los ojos, es el mismo semblante de la Lujuria; en esa otra de nariz encorvada, filoso mentón y ojitos de clavo se nombra la Avaricia; allí están la Pereza de ojos lagañosos, la Cólera de apretadas mandíbulas, la Gula de doble papada y la Envidia royéndose los pulgares. Llorando de pavor, Adán tantea sus propias facciones, y en ellas descubre los mismos rasgos odiosos, mientras el cortejo se abre camino en la multitud ciega y el hombre azotado cae y se levanta.

Una gran quietud reina en el cuarto. El silencio sería total ahora sin el susurro de la lluvia y el rechinar del camaranchón bajo Adán Buenosayres que se agita en sueños. Presencias torvas retroceden: huyen vencidas y como a regañadientes hacia los cuatro ángulos del recinto. De pie junto a la cabecera, Alguien ha bajado sus armas; y apoyado en ellas vigila eternamente.

LIBRO SEXTO
(EL CUADERNO DE TAPAS AZULES)

I. Mi vida, en sus diez primeros años, nada ofrece que merezca el honor de la pluma o el ejercicio de la memoria. Es aquella una edad en que el alma, semejante a una copa vacía, se hunde hasta el fondo en el río cambiante de la realidad (que tal nombre damos en un principio al color mentiroso de la tierra), y espiga, recoge y devora la creación visible, como si sólo para esa cosecha bárbara del mundo hubiese nacido. Entonces el niño, la piedra, el árbol y el buey giran enlazados en el baile primero, sin distinciones de color ni choques de fronteras. Pero más tarde, y en virtud de su peso natural, el alma se coloca en el centro de la rueda; y desde allí, inmóvil y como en suspenso, ve que a su alrededor siguen girando las demás criaturas: el árbol en el círculo del árbol, la piedra en el círculo de la piedra y el buey en el círculo del buey. Y en ese punto el alma se pregunta cuál será su círculo entre círculos y su danza entre danzas; y como no se da respuesta ni la recibe de los otros, inicia su jornada de tribulación; porque su duda es grande y creciente su soledad. En ese conflicto se halló la mía, y en él permaneció hasta que le fue revelado su norte verdadero en la figura de Aquella por quien escribo estas páginas. Y quiero declararme con exactitud mayor en lo que a dicho estado del alma se refiere, en la esperanza de que mi relato, si algún día se publica, sea consuelo y sostén de los que siguen las veredas de Amor. Porque de amor es la carne de mi prosa, y del color de amor se tiñe su vestido.

II. Con más dulzura que tristeza evoco la imagen de aquella criatura que, con un pie todavía en la infancia y puesto ya su cuidado en los telares de la meditación, se preguntaba cuál sería su círculo entre círculos y su danza entre danzas. Mi universo infantil era la llanura de Maipú, abierta de horizonte a horizonte, y la casa erigida en terrenos bajos que favorecían la presencia del agua
y
el afincamiento de un mundo volátil cuyo millón de alas negras, blancas y rosas herían el aire y escandalizaban la luz por cualquier motivo, ya fuera la irrupción de un jinete que se abría paso en los juncales, ya las evoluciones de algún nutriera que sumaba sus trampas en el cañadón. Frescos están en mi memoria los días de Maipú, y aquella triste hora del anochecer, cuando nuestra casa parecía grande como el universo: ámbitos conocidos, rostros y voces, objetos familiares, todo era devorado por la sombra naciente, antes de que se encendieran las dulces lámparas amarillas; y si la infinitud del campo se nos metía por las ventanas abiertas, un cielo cruel en su inmensidad pesaba demasiado sobre la casa y hacía crujir los techos, a la hora en que nace un largo y sabroso pavor. Entonces era grato llorar en los rincones, pero a escondidas y en silencio, a fin de que nadie lo advirtiera, porque más de una vez, sorprendido e interrogado acerca de mis lágrimas, no supe yo qué responder a los hombres altos y a las mujeres fructuosas que sólo reían o lloraban por motivos concretos y no entenderían jamás cómo puede llorarse gratuitamente, al anochecer, cuando la vocación del llanto se anticipa en el hombre a la causa del llanto. Varones y hembras de mi estirpe lloraban o reían sin pudor, y con toda la cara, en la estación precisa de sus lloros o en la estación exacta de sus júbilos: bien arraigados en esta realidad, ejercían sobre animales y cosas no sé yo qué alegre violencia; estaban seguros en su círculo de furiosos caballos, de manadas calientes, de sementeras y flores que también respondían a una estación exacta, ¡y qué bueno era refugiarse a veces en la seguridad de aquellos brazos aguerridos que tendían los varones, o en el calor de los pechos frutales que mullían las hembras para la cabecita del niño, aunque llorara el niño sin razón, al anochecer, y aunque mujeres y hombres no entendiesen, allá en Maipú, que se pudiera llorar sin motivo alguno cuando la vocación del llanto es anterior a la causa del llanto!

Con el andar del tiempo, aquella desazón que aún ignoraba su nombre fue concretándose y esclareciéndose hasta lograr en mí una lucidez no menos dolorosa: empecé a sentir que la tierra no era ni durable ni firme bajo mis talones. Y la realidad movediza como las arenas, cuya incesante mutación veía yo en los hombres, animales y cosas de la llanura, no tardó en ocupar mis desvelos hasta un punto difícilmente creíble si ha de juzgarse por el verdor de mi edad. Aquel devenir extraño, aquella degeneración inquietante que se manifestaba en los días y las noches, las primaveras y los otoños, los nacimientos y las muertes, los júbilos y las desgracias, cuyos vaivenes misteriosos compartía yo con mi tribu de la llanura, fueron inclinándome a dos mociones del alma cuyo ejercicio no he abandonado aún: cierta inclinación a la duda, que me hacía recelar de todo aquello que trajese demasiado visible la señal del tránsito y el color de la finitud; y un ansia entrañable de lo permanente, un deseo acariciado hasta las lágrimas de algún mundo en cuya estabilidad se durmiera el Tiempo y quebrara el Espacio.

La devastación del Tiempo fue lo que saltó primero a mis ojos infantiles: llegué a sentir con tal hondura el paso corrosivo de las horas, que acabé por imaginar al tiempo como un río invisible, cuyas mordientes aguas, al rodar sobre las cosas, lo iban royendo todo, la vivienda y sus hombres, la llanura y sus brutos. Aquella materialización del tiempo llegó en mí a un grado tal, que durante mis desvelos nocturnos lo sentía mover las ruedecillas de los relojes, o abrir los techos en filtrantes goteras, o morder las paredes como un sigiloso animal roedor. ¡Ah, recuerdo una fiesta de bodas, en la gran casa de Maipú! Aquella noche la alegría tuvo el cuerpo de un dios que bailaba entre cien espejos vivos y cien lámparas iridiscentes, al son de cuerdas locas y exaltados metales. La maravilla de los niños, el viento fogoso que levantaban las mujeres, el arrebato de los hombres, ¡ah, todo ello me había sumergido en la embriaguez de la hora! Y en el instante justo en que abuelo Sebastián, con la copa en la mano y tambaleándose como Sileno, aventuraba un paso de mazurca entre risas y bravos, en el instante rarísimo en que las tías luctuosas desarrugaban sus frentes bajo los negros chalones; en aquel instante mismo sentí que una voz admonitoria resonaba en mi ser, y que un viento glacial me sustraía de pronto al ritmo de la fiesta, devoraba luces y barría sonidos. Y ante mis ojos operóse una transmutación increíble: me pareció ver la obra del tiempo adelantándose ya en aquellas mujeres y aquellos hombres que bailaban enlazados; vi arrugarse las caras, hundirse los ojos y devastarse las encías; los vi a todos, retorciéndose y quemándose como las hojas de un árbol en un incendio; y vi, además, cómo se agrietaban las paredes, cómo ennegrecían los techos, cómo se derrumbaba hecha polvo la casa de Maipú. Entonces quise gritar, pero aquel grito de alarma se quebró en mis labios. Y huí vertiginosamente, rumbo a la noche, lejos de la mansión que se abatía sobre tantas cabezas. Y no se borrará de mi memoria la imagen de aquel niño que, abrazado a su caballo atento, sollozaba en una medianoche de bodas, frente a la casa llena de música.

Paralelamente, la noción del Espacio también se me aclaraba como Una pena, favorecida por la llanura cuya extensión se mide con sudores de caballo, y en la cual naciente o poniente, norte o sur eran fáciles caminos de ausencia y puntos a que volaban los ojos en atención de acariciados «egresos. Mas aquella sensación del Espacio adquiría en mí los volúmenes del terror cuando, en las noches de luna nueva, tendido yo en la gramilla, levantaba mis ojos al cielo, donde las constelaciones australes parecían colgar sobre mí como los apiñados racimos de una parra celeste. Y me digo ahora que tal vez don Bruno, el maestro rural, no debió sugerir en clase la noción de las distancias pavorosas que mediaban entre aquellos mundos y nosotros, ni calcular los miles de años que tardaría un tren de ferrocarril en llegar a la estrella Betelgeuse. Porque recuerdo que, al mirar aquellas polvaredas estelares, mi alma caía en el vértigo del abismo, anonadada toda ella por la brutalidad que gravitaba desde lo alto y que la reducía brutalmente a polvo, como en un mortero. Y lagrimeaba yo, tal un niño extraviado en un bosque, sin saber aún que todo aquel enjambre de mundos cabía en la pequeñez de un entendimiento humano, por ser el intelecto una esencia no espacial y hallarse libre de las tres dimensiones del Espacio. Al recordar aquellas lágrimas infantiles, pienso ahora que muchos niños deberán llorar aún en la llanura, bajo el agobio de las noches australes, para que se inauguren dichosas vías de ascensión en el cielo desnudo de la patria.

Poco a poco el viento de angustia que señoreaba en mi ánimo fue concediéndome vastas horas de tregua. Y, poco a poco, triunfando sobre su devastación continua, el mundo de las formas y los colores empezó a revelarme su secreto en la felicidad de una contemplación cuya virtud yo no entendía entonces, pero que me libraba de mí mismo y de mis terrores, levantándome a la dulzura de ciertos climas espirituales no gozados aún. El esplendor de aquellas formas (espigas, caballos, flores) que no sabían morir en la llanura, y que si bien desertaban en cada poniente de la materia volvían a encarnarse con igual hermosura según el ritmo de estaciones exactas, no sólo me ofrecía un simulacro de la estabilidad que yo soñaba, sino que iba despertando en mi ser no sabía yo qué graves resonancias, como si mi entendimiento y las cosas iniciasen ya un diálogo íntimo en el cual hablaban las cosas y mi entendimiento les respondía vagamente. Sólo más tarde comprendí aquel arrebatado idioma de la belleza; y supe que mi destino era el de perseguir la hermosura según el movimiento del amor. Entretanto, me aferraba yo a la seguridad y a la delicia en que las formas de las criaturas me confirmaban graciosamente: las veía nacer, y mi corazón gozaba en su primavera; las veía morir, y mi corazón entraba en su invierno. Fue así como, durante algunos años, mi alma infantil pareció girar sobre los mismos polos de la tierra. Gracias a una tía floral (si no fue un ángel hortelano quien plantó el jardín y la huerta de Maipú) tenía yo detrás de la casa un paraíso en miniatura donde árboles bien cuidados redondeaban ese prodigio de los frutos y rendían una sombra bajo la cual prosperaban ejércitos de flores no habituales en la llanura quemada de sol y barrida de vientos. Adán en mi jardín o Robinson en mi isla, deambulaba yo a toda hora en aquel recinto: mi entendimiento discurría y zumbaba en torno de aquella hermosura, queriendo penetrar hasta el nectario inteligible de las cosas, a la manera de un abejorro que persiguiese alguna miel adivinada. Presidía yo el nacimiento de las formas: las miraba crecer hasta lograr un esplendor que se salía de madre, que rebalsaba los límites de la materia, que se hacía doloroso en razón de su misma intensidad; y aquella suma de colores, olores y sabores me hada lagrimear al fin, como en la nostalgia de no sabía yo qué gusto edénico perdido alguna vez y rescatado quizás en el sabor de aquellas formas que se rompían a fuerza de querer decirme algo. Después llegaba el otoño,
y
con él un crepúsculo de las mismas formas adorables que yo había visto crecer en el huerto y que al declinar ahora proyectaban sobre mi ánimo la grave dulzura de sus muertes. Y así como la tierra se desvestía, guardaba sus tesoros y parecía reconcentrarse toda ella en el umbral del sueño, así mi corazón iba replegándose también sobre sí mismo, entraba en su invierno, se adormecía para lo exterior y se desvelaba otra vez en el proceso íntimo de sus cavilaciones. Desfilaban los días y las noches invernales: la tormenta gruñía como un perro en el horizonte, se acercaba, retrocedía y cargaba de pronto sobre la llanura, con su escuadrón de nubes y su látigo de viento; caía la lluvia, repicaba en los techos y en los vidrios, ponía un cerco de aguas crecientes a la residencia de Maipú, enceguecía las ventanas; y era grato recorrer las alcobas en penumbra, o buscar olores entrañables en las ropas, o leer viejos papeles olvidados, o rememorar gracias antiguas en la flor seca o en la mariposa difunta que yo había guardado entre las páginas de mis libros. Y más tarde llegaba para mí cierta desazón que me conducía prematuramente a un sabroso espionaje de la primavera futura: vigilaba yo los árboles del jardín, medía la profundidad de su sueño, estudiaba su ramaje desnudo en busca de algún brote que despuntase o de alguna yema que reventara; defraudado en mi anhelo, removía la tierra y exhumaba los bulbos de jacinto, para ver si dormían aún o insinuaban ya sus tiernos espolones. ¡Inútil! La gran revelación venía de pronto, alguna mañana, tras una noche de calor y aguacero. Y era cosa de salir a la huerta y quedarse allí como deslumbrado ante una locura de glicinas que resucitaban.

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