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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (57 page)

Regresé a mi habitación, desde las barrancas de Belgrano, a través de la ciudad que iniciaba ruidosamente su vida nocturna. Y allá, entre las cuatro paredes de mi cárcel, sin encender las luces, dejándome caer en mi yacija vestido como estaba, cerré a la vez los ojos inútiles de mi carne y los ojos inútiles de mi alma. Y lo que ya no conseguía mi ser en su estado de vigilia lo consiguió en esa otra existencia suya, la del sueño; pues entró en un mundo de imágenes atormentadoras cuya verdadera fisonomía no recordaré jamás, pero en medio de las cuales mi alma debió sufrir tan vivos terrores, que, transmitiéndolos a mi carne, la obligó a despertar violentamente. Un profundo silencio reinaba en torno cuando me incorporé no libre aún de aquellas fantasmagorías. Entonces, andando a tientas en la oscuridad, me dirigí a la ventana y abrí sus dos hojas: una luz espectral de amanecer bañaba las techumbres de Villa Crespo hasta el horizonte; palidecían ya las estrellas en un cielo de níquel; la masa gris de los edificios, el relieve confuso de los árboles, la lenta resurrección de los colores, todo ese viejo mundo que despertaba una vez más ante mis ojos tenía en aquella hora no sabía yo qué aire de cansancio, ignoraba yo qué gusto de cosa muerta. Recuerdo que un pájaro madrugador, oculto en los paraísos de la calle, gimió dos o tres notas desgarradas, como si también llorase la fatiga del mundo. Entonces volví a cerrar mi ventana, corrí las cortinas; y habiendo restaurado la noche de mi habitación, me acosté nuevamente, ansioso de silencio y de olvido. Sobre mis párpados cayó un largo sueño sin visiones, piadosa imagen de la muerte.

Desde aquella tarde, y en el transcurso de no pocos días, conocí un estado singular de ausencia, muy riguroso en su aridez, pero sin arrebatos ni angustias. Estando ausente de Aquella y ausente de mí mismo, no era yo sino una doble soledad. Y mi sentir era el de alguien que vivía en otro corazón, y ese corazón estaba desterrado, y ese alguien que yo era no sabía cómo levantar su propio destierro con el destierro del corazón ausente. Buscaba yo a la mujer de Saavedra, y no sabía que la buscaba, porque no había en mi ser entendimiento alguno. Y esa búsqueda sólo era en mí una inconsciente voluntad de ser; pues dar con Aquella significaba dar conmigo, y hallarla y hallarme se resolvían en un solo acto. El azar de una marcha sin rumbo premeditado solía llevarme algunas noches, como entre sueños, hasta la casa de Saavedra, en cuyo umbral despertaba yo bruscamente a cierto preludio de la emoción. Allá, junto a la puerta de hierro, insensible a la dulzura de la estación y a los arrobos de la noche, entraba, sin embargo, en un desasosiego que por asemejarse a la vida reanimaba mi ser durante cortos minutos. Era entonces cuando, aferrándome al dulce pensamiento de su vecindad, meditaba en Aquella y me entretenía en asociarla con los objetos de su mundo familiar, con la vereda de su casa, con los senderitos agrestes de su jardín, con el umbral de su puerta, con el gastado llamador de bronce, con todo aquello que aún guardaba, sin duda, la huella de su pie y el calor de su mano. Y al recoger ese vestigio, al menos, de la presencia que tanto se me negaba, revivía mi corazón, siquiera un instante, hasta la hora del regreso en que, alejándome de Aquella, me alejaba de mí mismo a cada paso, irremediablemente.

XI. Pero llegó al fin una tarde que yo señalo ahora entre mil. Ignoro aún si aquel amigo que me había iniciado en las tertulias de Saavedra leyó el secreto de mi alma. Sólo sé que a su lado, en la primera hora de aquella tarde, crucé temblando el umbral de la casa y me detuve luego, como si pisase una tierra deseada y temida. Cierto es que la gracia del jardín ya se había revelado a mis ojos en su primer encuentro con Aquella; pero tan grande había sido luego la obra de mi soledad y tan mentiroso el trabajo de mi fantasía, que ahora, vueltos hacia el jardín, mis ojos se hacían de nuevo y lo contemplaban como si nunca lo hubiesen hecho. Por otra parte, a través de la reja y en el transcurso de no pocas noches, aquel jardín había cobrado ante mis furtivos ojos la dimensión de una provincia inaccesible o el perfil de una costa vedada que mira el navegante desde lejos: no era extraño, pues, que mis rodillas temblaran al trasponer el umbral, ni que se detuvieran mis pasos ante aquel mundo que se les ofrecía. Pero la voz del amigo que a mi lado esperaba consiguió reanimarme; y nos internamos en el jardín, por un sendero que se abría entre flores nuevas. Marchaba yo con un ritmo de sueño, sin temor ni ansiedad algunos, débil y alborozado como alguien que ha vuelto a la vida y, maravillándose aún, reaprende las cosas de la tierra. Y cuando una vuelta del sendero nos llevó al fondo de la casa, me detuve y detuve con la mano al amigo: allá el jardín se dilataba en toda su amplitud; y, dueña de aquel ámbito luminoso, una Mujer salía a nuestro encuentro.

Se adelantaba lentamente, bajo un sol perpendicular a la tierra: su cuerpo sin sombra tenía la dura fragilidad de una rama, no sé yo qué fuerza combativa en su levedad ni qué terrible audacia en su decoro. Llevaba un traje celeste que la envolvía como un pedazo de bruma; pero el jardín, la luz, el aire, todo el trabajo de la tierra y del cielo se concertaban allí para vestirla, tan pavorosa era, sin embargo, su desnudez. Vuelto su rostro al sol, mostraba las dos violetas de sus ojos y el arco leve de su sonrisa; en torno de sus cabellos trazaba círculos una abeja zumbante. Al andar, sus pies menudos hacían crujir arenas de oro, conchas marinas y corazas azules de escarabajos; y su llegada me parecía interminable, como si Aquella viniese de muy lejos, a través de cien días y cien noches.

¡Ah, bien reconocía yo su poder en el desvanecimiento que sufría mi corazón a cada uno de sus pasos! Y bien conocí luego la virtud admirable con que sabía ella remediar sus efectos, cuando, llegándose al fin hasta nosotros, nos tendió el doble puente de su voz y de su mano. La oía por vez primera, y sus palabras adquirieron en mis oídos una resonancia nueva y, sin embargo, antigua: la suya era una voz matinal, emparentada con otras
voces
matinales que me habían arrancado alguna vez, allá en Maipú, de los terrores infantiles y las nocturnas pesadillas. Y, ciertamente, un despertar gozoso tras la fantasmagoría del sueño era lo que se operaba en mi ser al conjuro de aquella voz y al roce de aquella mano tibia, seca y dorada como una espiga: un renacer de la fuerza y un aletear de la audacia, que me permitían ahora mirar de frente y sin temblor a la Mujer tan contemplada ya en mi entendimiento.

Después, e iniciando la marcha, nos introdujo Aquella en su dominio vegetal que resplandecía. En los tiempos de mi niñez, ante una estampa de colores o durante la lectura de algún episodio novelesco, había deseado yo el prodigio de habitar en aquellas luminosas regiones inventadas por el arte; y recuerdo haberme acercado a ese ideal en algunos días memorables que luego me deparó la juventud. Pero nunca, como en aquella tarde, había sentido yo la beatitud extraña de vivir en la poesía; y nunca lo real se había exaltado así delante de mis ojos, hasta convertirse en un juego de formas puras y de graciosos números que cantaban. Discurríamos los tres en el jardín, bajo el sol de mediodía cuyo ardor nos quemaba la piel como un ungüento fuerte, y abriéndonos paso entre la cerrada milicia de las flores, envueltos en una luz estática de vez en cuando herida por el ala de un pájaro o por el oro volátil de una mariposa. Marchábamos junto a la pared vestida con su traje de madreselva, sobre la cual, y sin temor ninguno, se arrullaban las palomas de buche tornasolado: era la música del jardín, y nos llenaba los oídos, junto con la de los élitros ocultos entre las hierbas y la de los abejorros zumbadores. El reinado de Aquella era un mundo en perdurable armonía: la sola muerte de un insecto hubiera trastornado el equilibrio de su balanza. Y Aquella, deteniéndose a menudo, nos hablaba de su jardín, sin mirarnos y como si lo hiciera en un íntimo soliloquio. Y era como aprenderlo todo nuevamente, pero sin esfuerzo alguno y con la viva certidumbre de la música. Porque la Mujer que nos guiaba en el jardín tenía un modo suyo de nombrar las cosas: decía «pájaro», y la esencia del pájaro se adoraba en el entendimiento de quien la oía con una luz hasta entonces ignorada, como si Aquella, en cierto modo, tuviese la virtud de recrear el pájaro con sólo decir su nombre.

¿Quién habló luego del amor? Fue Amigo. Estábamos los tres en un asiento rústico, a la sombra de un sauce cuyo verdor nos rozaba los cabellos: el fuerte aroma de los heliotropos bajo el sol nos comunicaba un principio de embriaguez más intelectual que corpórea; y desde aquella tarde me digo a veces que si el Intelecto diera un perfume, sería comparable al seco, ardiente y casto de los heliotropos. Pero, ¿quién habló luego del amor? Fue Amigo. Y lo primero que señaló fue aquella virtud amorosa por la cual el Amante, con los ojos vueltos hacia el Amado, se olvida de sí mismo, trueca su forma por la forma de lo que ama, va muriendo a su propia vida y resucitando a la vida del Otro hasta que por fin el Amante se convierte al Amado. Mientras el Amigo hablaba, tenía yo mis ojos puestos en los de Aquella; y me atrevía con sus ojos, no sé yo en virtud de qué fácil audacia. Luego, a mi vez, y a trueque de revelar mi propio sentimiento, describí yo el drama del Amante convertido a un Amado que se le esconde, le huye o lo ignora. Con una vehemencia que debió parecer extraña en el ámbito del jardín, pinté la congoja del Amante que, muriendo en sí mismo, no halla resurrección en la vida del Otro. Y Aquella permanecía en silencio, bien que sus ojos, posados en los míos, derramaran una luz clarísima que yo no logré definir entonces, pero cuyo valor exacto alcancé más adelante.

No sé cuánto duró aquel diálogo único sostenido entre dos voces y una mirada, ni es mi propósito divulgar enteramente lo que se habló aquel mediodía bajo un sauce de Saavedra. Sólo diré que, de pronto, risas y gritos de muchachas irrumpieron en el jardín, y que se desbandaron las palomas con un miedoso tableteo de alas. Me pareció entonces que algún círculo mágico se rompía, o que se entornaba sigilosamente la puerta de un secreto.

XII. Sucediéronse otros días no menos luminosos, durante los cuales me acerqué tanto a la mujer de Saavedra, que me creí llegado a los extremos de la felicidad. Pero una tarde, cuando más lejos me veía yo de todo cuidado, entendí claramente que otra vez llegaba para mí el término del reposo y el amanecer de la inquietud. Recorríamos el jardín, a la hora en que se alargan las sombras, y el azar nos llevó al invernáculo donde residían las flores que temen el sol: había rosas blancas y estábamos ebrios con el olor de las rosas, y ella también era una rosa blanca, una rosa de terciopelo mojado. Y su voz debía de tener algún parentesco íntimo con el agua, pues era húmeda y de clarísimas resonancias, como la del aljibe, allá en Maipú, cuando la piedra caía y levantaba músicas recónditas. Estando solos en el vivero de las flores, aquel recinto nos aproximaba como nunca; y ésa fue mi gran oportunidad y mi riesgo inevitable, porque junto a ella sentí de pronto el nacimiento de una congoja que ya no me abandonaría, como si en aquel instante de nuestro mayor acercamiento se abriese ya entre nosotros una distancia irremediable, a la manera de dos astros que al tocar el grado último de su cercanía tocan el primero de su separación. En aquella luz de gruta que, lejos de roerlas, conseguía exaltar las formas hasta el prodigio, la de Aquella cobraba para mí un relieve doloroso y una plenitud cuya visión me hacía temblar de angustia, como si tanta gracia, sostenida en tan débil engarce, me revelara de pronto el riesgo de su fragilidad. Y otra vez empezaron a redoblar en mi alma los admonitorios tambores de la noche, y ante mis ojos alucinados vi cómo Aquella se marchitaba y caía, entre las rosas blancas, mortales como ella.

Y tristes voces empezaron a gritar en mi ser: «¡Mira la fragilidad de lo que amas!» Entonces me sobrevino un golpe de llanto que traté de ahogar desesperadamente, no sólo porque desnudaba en presencia de Aquella un costado de mi ser que ni yo mismo sabía mirar sin temblor, sino también porque me asustaba la imposibilidad absoluta de darle a ella una explicación de mi llanto. Pero no se le había escapado el advenimiento de mis lágrimas, y me dijo entonces: «Adán Buenosayres, ¿por qué lloras?» Y aquí, a riesgo de parecer ocioso, necesito expresar el efecto que tan breves palabras obraron en mí: por primera vez oía yo en su boca las letras de mi nombre; y en aquel «Adán Buenosayres» que pronunciaba ella me sentí nombrado como jamás lo había sido, tal como si, por vez primera, lograra yo en aquel nombre la total revelación de mi ser y el color exacto de mi destino. Y al preguntarme luego: «¿Por qué lloras?», lo hizo ella como si lo supiese desde toda la eternidad, pero con tanta dulzura que, al oírlo, creció mi llanto de tal modo que, sin darle respuesta, salí del invernáculo y huí a través de las flores apretadas.

La voz de alarma que se había levantado en mi ser aquella tarde no enmudeció ya nunca: volvió a resonar en las dos o tres ocasiones que todavía me acercaron a la mujer de Saavedra; pero se alzaba tan urgente ya, y tan angustiosa en sus apremios, que por no volver a oírla dejé de frecuentar el jardín y me aferré al tantas veces llorado círculo de mi soledad. Al distanciarme de Aquella sucedió entonces que, si la perdía en el jardín, la recobraba en mi pensamiento, y con mayor frecuencia, con relieves más hondos, con más peligrosa intimidad. No había gracia que admirase, ni perfección que midiese, ni verdad que atisbara yo en aquellos días, que no me llevase al recuerdo de Aquella y a la inevitable meditación de su muerte. Y si el sueño, al rendir mi carne, abría un paréntesis en el curso de tan luctuosas ideas, bajaba yo entonces a un mundo fantasmagórico en el cual se cumplían, mediante visiones terribles, la misma liturgia fúnebre y el mismo llanto que sólo en presentimiento realizaba yo durante mis horas de vigilia.

Entonces concebí la empresa increíble. Fue, acaso, un movimiento del terror venerable, o tal vez la fecundidad de mi pena, o quizás el grito de la nunca enmudecida esperanza lo que me llevó a realizar con la mujer de Saavedra el difícil trabajo de encantamiento, la extraña obra de alquimia y de transmutación. Eso fue, sin duda: el deseo heroico de poner un dique a lo ineluctable y de salvar por el espíritu lo que por la materia corría ya sin freno hacia la muerte. Y ésta fue la extraordinaria labor de prudencia que inició mi cuidado en aquellos días: viendo yo lo mucho que se arriesgaba su hermosura al resplandecer en un barro mortal, fui extrayendo de aquella mujer todas las líneas perdurables, todos los volúmenes y colores, toda la gracia de su forma; y con los mismos elementos (bien que salvados ya de la materia) volví a reconstruirla en mi alma según peso, número y medida; y la forjé de modo tal que se viera, en adelante, libre de toda contingencia y emancipada de todo llanto. Recuerdo que por aquel entonces describí yo en un poema necesariamente oscuro los detalles de tan asombrosa operación, y que mis amigos, no dando en su verdadero alcance, tejieron las más diversas conjeturas. Espero que si algún día estos renglones caen debajo de sus ojos, recuerden mis amigos el poema, den al fin con su oscura significación, y se digan que no en vano, al describir la última fase del encantamiento, llamaba yo a la mujer así transmutada: «Niña-que-ya-no-puede-suceder».

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