Read Adán Buenosayres Online

Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (81 page)

—¡Bah! —repuso Schultze—. El taita Flores, aquí presente, habló de un solo matarife. Y sostiene que te puso un ojo a la vinagreta.

—¿Vos? —regló el Carrero, dirigiéndose al taita—. ¡Ya sabía yo que andabas por ahí tirándome bosta!

Y sin decir más lo sentó a Flores de un castañazo épico.

—¡Ojo los del
ring!
—les advirtió Franky a gritos de megáfono—. ¡No le lleven el apunte! ¡Quiere meter cizaña!

Pero el taita Flores, ya incorporado, hacía llover sobre el Carrero una granizada de pifias; y como Di Pasquo y Rivera tratasen de mediar entre uno y otro, no tardaron en recibir las castañas que se perdían y en devolverlas concienzudamente. Las Tres Cuñadas Necrófilas se adelantaron entonces.

—¡Véanme ahí a esas tres honradas mujeres! —las escarneció Schultze—. ¡Cualquiera diría que han pagado ya el entierro de sus maridos!

—¿Y quién se atreve a decir lo contrario? —le preguntó Dolores, echando chispas por los ojos.

—El de su marido fue un entierro a pagar en cómodas mensualidades —le recordó el astrólogo—. ¡Demasiado cómodas! Leonor y Matilde lo saben.

—¿Qué han andado chismeando por ahí? —graznó Dolores, lanzándose ya sobre sus dos compañeras.

—¡No le hagan caso! —vociferaban Del Solar y Franky desde sus pulpitos.

Inútil. Las Tres Cuñadas Necrófilas ya se combatían a zapatillazo limpio, entre un revuelo de polleras negras y luctuosos chalones. Visto lo cual Schultze se dirigió a la Chacharola:

—¡Oiga, vieja! —le gritó—. ¡Pregúntele a Flores qué se hicieron las cuatro sábanas de hilo de Italia!


Briganti!
—aulló la vieja, y lanzó su palo de escoba sobre los malevos, que se hadan polvo entre sí.

Convertido el
ring en
otro campo de Agramante, el astrólogo y yo, pese a los vigías que se desgañitaban, nos deslizamos entre los grupos de combatientes hasta llegar a la puerta del horno. La abrimos y nos precipitamos en lo que sin duda era la misma patria de la violencia; pues el recinto de aquel infierno, considerado a primera vista, daba la sensación del más espantoso desorden, como si en él se desarrollaran simultáneamente un campeonato de fútbol entre argentinos y uruguayos, una pelea del «Luna Park», un film de pistoleros yanquis y una batalla porteña de barrio contra barrio. Pero lo que advertí sobre todo fue la rara electricidad o el fluido malévolo de que estaba cargada esa atmósfera: era un aire que, al llenar mis pulmones, resucitaba en mí no sé qué fermento de broncas pretéritas y encendía otra vez apagados corajes en mi hígado.

—Vayamos por la derecha —me sugirió entonces el astrólogo.

Lo miré torcidamente, pues era visible que Schultze estaba sacando pecho con una insolencia que a mi juicio iba más allá de lo soportable y que mi condición de villacrespense ni quería ni podía ni sabía tolerar.

—¡Iré si quiero! —le contesté—. ¡Y no me grite! ¡Sólo faltaba que un compadrito de miércoles!...

—¡A ver si lo acuesto de un castañazo! —me amenazó él con voz ronca.

Le dirigí un golpe a la mandíbula. Pero el astrólogo desvió mi brazo
y
me aprisionó entre los suyos:

—¡Cálmese! —me dijo en son de alarma—. ¡Se me ha ido la mano en el éter!

Comprendí que no me hablaba como antagonista sino como inventor de aquel infierno; y, luchando contra los vapores de tanta cólera, seguí a Schultze que ya se abría paso en el Sector de los Ladrones.

—¡Gran Dios! —le dije, al verme hundido en aquella turbamulta de cacos—. No ignoraba yo que la esgrima de uña es uno de los deportes más divulgados en Buenos Aires; pero nunca llegué a imaginar que hiciera tantos adeptos.

El astrólogo se llevó un índice a los labios:

—¡Chist! —me dijo—. Apriétese con una mano el bolsillo del reloj y con la otra el bolsillo de la cartera. ¡Lástima no tener otras dos manos para defender el pañuelo y la dentadura postiza!

—¿Tendremos que dialogar con esta gente? —le pregunté yo.

—No se lo aconsejo —me respondió Schultze—. Hay aquí gente capaz de birlarle a uno hasta el idioma.

La del astrólogo era una consigna semejante al «guarda e passa» de su lejano colega; por lo cual decidí cerrar la boca y abrir los ojos en aquel infiernillo que cruzábamos a toda prisa. Vi entonces a una legión de rateros afanosos que se obstinaban en despojar a otras tantas figuras de burgueses esculpidas en granito: los ladrones intentaban hundir sus manos en los bolsillos pétreos de las estatuas, gemían en su inútil afán, rasguñaban tesoneramente la piedra; y al cabo de sus esfuerzos, interrumpían la labor para dirigirse a una hilera de afiladores italianos que les afilaban las uñas rotas en sus piedras movidas a pedal; afiladas las uñas, los rateros corrían otra vez a las estatuas, mientras los afiladores italianos hacían oír sorprendentes
fiorituras
arrancadas a sus siringas de cobre. A continuación vi a los timadores o «cuenteros del tío»: exuberantes de palabra, elocuentes de mímica y fascinadores de ojos, trataban de embaucar a sendos maniquíes en figura de paisanos criollos, mucamas gallegas o inmigrantes recién venidos, con el cuento de «la herencia», o con el de «el billete premiado», o el de «el rico matrimonio», o el de «la máquina de hacer moneda», o el de «el negocio fulminante», o el de «el invisible desfalco», o el de «la cartera mágica», o el de «el cheque prodigioso». Los timadores gesticulaban en vano, enronquecían de tanto hablar, terminaban sus cuentos y los volvían a repetir mil veces, ante la sonrisa cazurra de los maniquíes de trapo. Luego a los forzadores de cajas fuertes, a los monederos falsos, a los atracadores de encrucijada, a los cajeros fugitivos, a los asaltantes de bancos, a los lavadores de cheques, todos entregados a suplicios cuya naturaleza no logré discernir, pues el astrólogo Schultze, más que andar, huía por el sector de los ladrones y me arrastraba en su fuga.

Entramos en el Laboratorio de los Dinamiteros; y entonces observé que Schultze, lejos de aquietarse, dirigía en torno suyo miradas ansiosas. A decir verdad, no faltaban allí motivos de inquietud: los dinamiteros aparecían en figura de bombas Orsini, granadas de mano y otros mecanismos destructores, ya con mechas ardientes, ya con aparatos de relojería que dejaban oír un tic-tac siniestro. Aquellas máquinas infernales constituían el tronco de los dinamiteros, y de cada tronco se alargaban: un cogote flaquísimo, rematado en una cabeza melenuda sobre la cual se extendía un enorme chambergo; dos piernas de alambre, que trastabillaban al peso de los troncos explosivos; y dos brazos cuyas maneotas febriles trataban de apagar la mecha o detener el reloj que harían estallar la propia máquina. Los hombres bombas deambulaban en su laboratorio lleno de cristales y olores químicos; en el temor de chocarse y explotar, se movían lentamente, cambiando entre sí gritos de advertencia; y cuando se veían en riesgo de choque, se llevaban las manos a los oídos, para no escuchar la propia e inminente detonación.

Mientras hacía yo estas observaciones, la inquietud del astrólogo aumentaba. Cuando me volví hacia él, advertí que se había echado el sombrero a los ojos e inclinaba la frente, como si no quisiera darse a conocer.

—¿Son gente de avería? —le pregunté, señalando a los hombres bombas.

—Unos infelices —me contestó él—. Unas pobres almas que se creyeron bajo el signo de Anarkos.

—¿Y por qué les tiene miedo? ¿Están realmente cargados los hombres bombas?

Schultze rió un instante debajo de su sombrero:

—Están cargados —afirmó—, pero de mala literatura.

Trataba Schultze de llevarme hacia la salida del laboratorio, cuando un hombre bomba que fumaba en cierta boquilla de hueso de ave se le acercó, se puso a mirarlo atentamente y a dar señales de reconocimiento.

—¡Es él! —exclamó al fin, apuntando al astrólogo con su índice amarillo de nicotina—. ¡Es el traidor, el pelafustán, el tránsfuga que desertó la bandera de Anarkos!

Schultze se detuvo, lo miró fríamente y se volvió hacia mí:

—No conozco a este hombre —me dijo—. Debe de padecer una ilusión óptica.

—¡Genuflexo! —le gritaba el hombre bomba—. ¡Desertó la bandera de Anarkos para lamer los pies elegantemente calzados de la burguesía!

¡Véanlo ahora! ¡Inventa un infierno, a imitación del Gran Burgués que pretende hacernos adorar los curas!

Atraídos por aquella gritería, los hombres bombas se habían acercado a Schultze y lo estudiaban con malevolencia.

—¡Tiene razón el camarada bomba! —gritó uno.

—¡Que lo echen! —insistía otro.

—En su cara se lee la falsedad como en un libro abierto —gruñó una tercera voz.

El astrólogo, sudando a mares, ahuyentó a los hombres bombas que ya se le echaban encima:

—¡Ojo a las mechas! —les recordó.

Y viendo que los hombres, en un movimiento de pánico, recobraban entre sí las distancias prudentes:

—Es verdad —me confesó Schultze—. Durante un tiempo anduve con esta gente, pero de tránsito y como turista.

—¡Un Tartufo de la especie gigante! —clamó el hombre de la boquilla de hueso—. ¡Niega que fue iniciado en los primeros ritos!

Algunas voces estallaron aquí para confirmar el aserto del hombre de la boquilla:

—¡Proyectó la voladura de un gasómetro!

—¡Silbó con desprecio en la cara de un vigilante!

—¡Durmió con nuestras mujeres!

Los ojos de Schultze se volvieron a mí como reclamándome indulgencia:

—¡Yo era joven! —alegó—. Lecturas perversas me habían inducido al culto de la destrucción simbolizada en Kali, la tenebrosa, quien, al bailar sobre los escombros del mundo, sacude bellamente sus tetas de novilla.

—¡Ja! —rió el hombre bomba—. ¡Ya salió con sus putañerías orientales!

El astrólogo lo miró tristemente.

—Creí hallar en estos hombres a los adeptos de Kali —me dijo—. ¿No los oía yo a toda hora conjugar el verbo destruir?

—¿Y qué? —le gritó el hombre de la boquilla.

—¡Puro jarabe de pico! —me confesó Schultze—. ¿Sus iniciaciones? ¡Bah! ¿Quiere que se las describa? Me obligaron a dormir en el suelo, a comer sus potajes vegetarianos y a practicar la respiración Yogui; porque, antes de iniciar la revolución, era necesario hacerse fuertes como Zarathustra y renunciar a todos los prejuicios de la burguesía. Me avergüenzo aún al recordar el incidente de la escupidera...

Schultze vaciló aquí, pero el hombre de la boquilla lo desafió agriamente:

—¡Dígalo, si no es un maula!

—Bien —concedió el astrólogo—. Aquella noche, mientras nos debatíamos en asamblea, sentí una plenitud intestinal que reclamaba su evacuación urgente (por aquellos días yo era neófito y a la vez mártir de la religión vegetariana). Pedí permiso a la asamblea para salir en busca del retrete; y los asambleístas se trenzaron al punto en un debate homérico sobre si las evacuaciones intestinales en privado configuraban o no un prejuicio burgués. Puesto el asunto a votación, la tesis afirmativa obtuvo una victoria resonante; y entonces me fue traída una gran escupidera enlozada, con ribetes azules, sentado en la cual debí satisfacer
coram populi
la urgencia de mis vísceras.

—¡Fue un entrañable gesto de liberación! —dijo el hombre bomba como en éxtasis.

—Ni más ni menos —aseveró Schultze—. ¿Y qué decir de las túnicas blancas?

—¡La túnica de Anarkos! —ponderó el hombre de la boquilla ósea—. Nos atrevimos a salir una tarde con ella, pero los chiquilines del barrio nos corrieron a pedradas.

—No hay duda que los chiquilines son la encarnación más expresiva del senado común —gruñó el astrólogo—. ¡Los cascotes llovían que daba gusto! Y ahora me digo yo: ¿para qué tantas fantasías y tantos ensueños de violencia, si al fin éramos unos pobres diablos, incapaces de hacerle mal a una mosca?

Al oír aquellas palabras los hombres bombas empezaron a dar señales de indignación. Pero Schultze, tras dirigirles una mirada paternal, se volvió a mí, lleno de benevolencia:

—No les haga caso —me dijo—. Son unos infelices, buenos como el pan. Sabían apenas el abecé, y se pasaban las noches queriendo descifrar el Zarathustra o el Apocalipsis johanita, sin advertir que se les formaba en la cabeza un lío de padre y señor nuestro. Después volvían a sus cubiles y roncaban hasta mediodía, mientras que sus heroicas mujeres se deslomaban lavando ropas a domicilio.

Voces airadas lo interrumpieron aquí:

—¡Fuera!

—¡Vendido al oro yanqui!

—¡Lengua de víbora!

El astrólogo me sonrió, como rogándome para ellos una brizna de caridad.

—¡Los excelentes hermanos! —dijo—. Son unos panes de Dios, y vertería sobre ellos mis lágrimas de ternura si no temiera humedecerles la pólvora. Cierto es que malgastaban sus horas esbozando en el papel inofensivos descarrilamientos y voladuras, o mezclando substancias químicas del todo inocentes. Pero daba gusto verlos en los
picnics
dominicales, cuando mordisqueaban sus piernas de gallina como pacíficos burgueses.

—¡Traidor a sueldo! —le gritó aquí una voz atragantada de ira.

—¡Bufón! —chillaron otras—. ¡Afuera!

Y al punto, como a una consigna, los hombres bombas se nos vinieron al humo, acercándose a nosotros peligrosamente y empujándonos con sus vientres explosivos.

—¡Ojo a las mechas! —les advertía Schultze. Pero los hombres no cejaron en su carga, y tuvimos que recular ante ellos hasta la salida del laboratorio.

La
suite
de los sectores que integraban el séptimo infierno abría un paréntesis a continuación. Era, según entendí, un lugar de reposo o cámara de silencio: y en ella se detuvo Schultze un instante, para recobrar el decoro virgiliano que había perdido en su debate con los dinamiteros. Apenas hubo secado el sudor de su frente, me condujo hasta un balcón abierto en la misma cámara y desde el cual era posible dominar la espira de los violentos en toda su amplitud. Asomado al balcón, vi el área central atestada de una muchedumbre que se debatía en ejercicios brutales: a decir verdad, lo que a la mirada se ofrecía era un revoltijo de piernas, brazos y cabezas que se buscaban y se agredían con una ferocidad mecánica, y en un silencio tan irreal, que todo el cuadro se resolvía en una sucesión de gestos fantasmales parecidos a los del cinematógrafo mudo.

—Hay violentos y violentos —me dijo Schultze—. Los que se chocan ahí abajo son aquellos energúmenos
in potentia
que buscaban su desahogo en los espectáculos de ira: son los insuficientes de músculos o de alma que, sin embargo, cómodamente hundidos en sus butacas del
ring side,
pedían en el «Luna Park» la sangre de los boxeadores, agitaban sus puños de mosquito y rugían su indignación o su triunfo a los honrados combatientes que peleaban de veras; son los estrechos de pulmones, los raquíticos y lisiados que, no obstante, iban a las canchas de fútbol, para insultar a los jugadores enemigos, o tirarles botellas vacías a los jueces mártires. ¡Ahí los tiene ahora! ¡Un poco de gimnasia les vendrá como anillo al dedo!

Other books

As High as the Heavens by Kathleen Morgan
Strange Country Day by Charles Curtis
Winter of the Wolf Moon by Steve Hamilton
Diamond Duo by Marcia Gruver
Surrender To Sultry by Macy Beckett
The Man In The Seventh Row by Pendreigh, Brian
Spindle's End by Robin Mckinley
Ghosts of Manhattan by George Mann