Alcazaba (12 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Novela histórica

Finalmente decidió ir por arriba. Rodearon los derruidos muros y doblaron hacia el sur, pasando frente a una muralla más sólida, de pura piedra, que defendía la empinada subida al castillo de Alange. Mirando hacia la altura de la fortaleza, Abdías comentó:

—El señor Aben Marwán está en Córdoba con la embajada enviada por el valí. De haber estado aquí, le habríamos dejado algún presente. Nunca viene mal tener contentos a los señores. Además, el último negocio que hice se lo debo a su padre.

Comenzaron a descender dejando la muralla a sus espaldas. El camino transcurría ahora por delante de unos graneros de piedra cubiertos con tejas rojas. En esta parte las construcciones eran muy antiguas y tenían un aire pesado y sombrío, parecido al de los cuarteles de invierno de Mérida. Pero más abajo se divisaba un extenso vergel que brillaba muy verde en el lugar donde brotaban las fuentes.

Entraron por la menuda puerta del muro al recinto y llegaron a los huertos; las más bellas palmeras, los granados, las higueras y los manzanos se encontraban alineados o crecían en desorden entre pequeñas parcelas cultivadas con todo tipo de verduras. Entre los árboles se podía ver, pasando casi desapercibido sobre un montículo, el viejo edificio de los baños, cuadrado y macizo, y un conjunto de pequeñas casas adosadas a él.

—Hemos llegado —dijo Abdías—. Ya ves qué frondoso está; merced a las fuentes, esta es una tierra buena y fértil, que produce de todo. Pero lo mejor es el poder que tienen las aguas para sanar a los enfermos. Verás lo bien que vas a estar, hija mía.

A Judit le vino a la memoria todo aquello y lo encontraba igual, a pesar de los años transcurridos desde la última visita a sus parientes. Los huertos, dotados con pequeñas albercas repletas de agua limpia, eran tal y como los recordaba; todo seguía en su sitio: el minúsculo asno negro dando vueltas a la noria, la estrecha avenida con emparrados que conducía a una compacta torre, las acequias corriendo y el fondo pardusco de los muros matizado por el verde de las hiedras. Reconocía aquel paraíso familiar, cuya naturaleza era ciertamente majestuosa.

Nada más descabalgar, un hortelano salió alegremente de entre los frutales exclamando:

—¡Señor Abdías ben Maimun, alabado sea el Eterno!

Retirándose el sudor y el polvo del rostro, tras el cansancio del viaje, Abdías contestó:

—¡Jusuf!

—Tu hermana se sentirá feliz —dijo el hortelano—. Vamos, que estará en la casa. ¡Sigal! ¡Sigal, tu hermano está aquí!

Salió a recibirlos una mujer alborozada que, alzando los brazos a lo alto, gritó al verlos:

—¡Hermano del alma! ¡Bendito el Señor de los destinos!

Abdías y ella se abrazaron. Aun siendo hombre y mujer, tenían la misma estatura y una similar delgadez. Quien los mirase no podía dudar de que fueran hermanos, a pesar de que él se veía mucho más envejecido. Sus rasgos eran muy parecidos. Sigal tenía, como Abdías, el rostro alargado, los pómulos marcados; los ojos rasgados y las pupilas grandes; la mirada penetrante, como indicios de fogosidad en el carácter. Aunque ella transparentaba un ánimo más jovial y alegre; sería por su lozanía.

—¿Cuánto hace que no nos vemos? —se preguntó contenta—. ¡Casi un año! Desde que fui a Mérida a visitaros por la fiesta del Pesaj.

—No hemos encontrado la oportunidad para devolverte la visita —se excusó él—. Pero… ¡aquí nos tienes!

—¡Alabado sea el dueño de nuestras vidas, hermano! ¿Cómo estás? ¿Cómo están todos en casa?

Abdías se volvió con el rostro ensombrecido hacia Judit y respondió:

—Aquí tienes a mi pequeña…

—¡Judit, mi Guapísima! —gritó Sigal yendo hacia su sobrina.

—Enviudó hace un par de semanas —le explicó el padre.

Su tía la cubrió de besos:

—¡Oh, mi vida! ¡Criatura! ¡Mi hermoso ángel!… ¿Murió al fin Aben Ahmad? ¿Cómo fue?

Caminaron apoyándose la una en la otra hacia el interior de la casa, compartiendo sollozos y muestras de cariño. Una vez dentro, se sentaron y rápidamente volvieron a sentir la necesidad imperiosa de intercambiar noticias, de explayarse, como hacen las personas que, después de una larga separación, no saben por dónde empezar y quieren recuperar enseguida el tiempo que se ha ido.

Judit contó apenada cómo habían sido los últimos días de su marido y la indigencia que le había sobrevenido después de que su cuñada la pusiera en la calle.

—¡Esa gente no tiene alma! —gruñó Sigal—. ¡Mira que casarte con un musulmán!

—¡Díselo a mi padre! —replicó Judit.

—¡Es verdad! —asintió la tía mirando a su hermano—. ¡Eso fue una locura, Abdías! Ya te lo dijo nuestra pobre madre.

El padre bajó la cabeza y quedó sumido en sus pensamientos. Entonces su hermana rio de repente y exclamó:

—¡Nada de penas! Lo pasado salvado está y… ¡No hay mal que por bien no venga! Ahora la Guapísima está al fin libre y aquí, conmigo.

Abdías le lanzó una mirada de aprobación y agradecimiento. Después, con un movimiento de cejas y sonriendo, afirmó:

—Eso mismo digo yo, ¿verdad, Judit? ¡No hay mal que por bien no venga! Y ahora podréis ayudaros mutuamente las dos viudas.

Porque Sigal también había perdido a su marido hacía dos años y ahora vivía sola con sus hijos en la casa que tenía junto a la fuente.

—¡Alabado sea el Eterno! —rezó de repente, loca de contenta—. ¡No necesitamos a nadie!

Abdías empezó a reírse. Le encantaba la jovialidad, la sencillez y el optimismo de su hermana. Y se sintió inmensamente satisfecho por haber encontrado al fin el remedio a los problemas de su hija, de los cuales todos le hacían culpable.

—Y ahora, ¡a comer! —dijo Sigal—. Tengo buenas berenjenas y pan tierno. Estaréis hambrientos después del viaje.

Antes de sentarse a la mesa, aparecieron sus hijos, dos varones y una hembra, adolescentes los tres, que venían de trabajar en los huertos. Comieron animados y, a los postres, Abdías les rogó a sus sobrinos que cantaran. Los muchachos eran tan alegres como su madre y se pusieron a cantar viejas coplas judías, y a marcar el ritmo con los pies. Judit se unió a sus primos y espantó sus penas dando saltos. Todos reían a carcajadas.

Luego volvieron a los recuerdos y salieron en la conversación las cosas de los abuelos y de los difuntos, revestidas con el ropaje feliz que suele adornar el pasado. Conversaron durante todo el día y, a última hora, se cenó y Sigal sacó un vino excelente.

Era muy tarde cuando se despidieron para irse a dormir. Judit se acostó con su prima, en una habitación fresca, en cama blanda, cubierta por una sábana limpia. Se sintió cómoda, segura y hasta feliz de momento, y se durmió enseguida.

Pero, por alguna razón, se despertó en plena noche y ya permaneció intranquila todo el tiempo. Retomaba el sueño a ratos y le parecía que no estaba en casa de su tía Sigal, ni en una buena cama, junto a su querida prima, sino aún en la pobre vivienda techada con cañas de Aben Ahmad, con la presencia desagradable y sudorosa del tullido al lado.

Antes de que amaneciera, estaba sentada en la cama, gimoteando y dando tiritones. La prima se asustó y fue a buscar a su madre.

Vino Sigal, la llevó a su cama y la abrazó con maternal ternura.

—Vamos, vamos, vamos…, mi pequeña, mi ángel, no estás sola…

17

Muhamad Aben Marwán se hallaba postrado de rodillas, con la frente y los codos pegados a la seda de un colorido tapiz; el sudor le resbalaba hacia el cuello desde la nuca y tenía seca la garganta. Llevaba así un buen rato; desde que el gran chambelán del palacio del emir le advirtiera seriamente:

—No se te ocurra alzarte hasta que yo te lo diga. Y recuerda que no se debe mirar directamente a los ojos de nuestro señor Abderramán mientras él no lo permita. No hables si no se te pregunta y sé breve en tus palabras y conciso en las respuestas.

Nadie había tenido la gentileza de ofrecerle a Muhamad siquiera un vaso de agua desde que llegó a los Alcázares de Córdoba a primera hora de la mañana. Tampoco le concedieron el honor de aguardar en una sala fresca a que fuera su turno en la audiencia; sino que tuvo que permanecer durante horas en un caluroso patio secundario, junto a unos militares fanfarrones que le precedieron y que se estuvieron burlando de sus ropas, que les parecieron llamativas en exceso.

No obstante, se sentía muy afortunado, porque había conseguido ser recibido por el emir, después de que los importantes hombres que conocían a su padre le hubieran hecho el gran favor de recomendarle ante los mayordomos de palacio. También ellos le habían aleccionado: «No actúes con arrogancia, no te hagas el listo, no te empeñes en tus propias razones; antes bien, dale en todo la razón… y, ¡por el Dios Clemente y Misericordioso!, no nos dejes mal ante él». Toda esta retahíla de recomendaciones, y la reverencia y el temor con que se las hacían, acabaron minando la natural despreocupación de Muhamad. Estaba verdaderamente nervioso e incluso algo aterrado. Pero le reconfortaba pensar que al fin podría comunicarle en persona al emir la información que llevaba de parte de su padre.

Mientras seguía esperando de hinojos sobre la alfombra, iba repasando mentalmente todo lo que debía decir, con idénticas palabras y en el mismo orden que Marwán se las había dictado en Mérida: «… Somos siervos tuyos, nuestro amo Abderramán, como lo fuimos de tu padre Alhakén, a quien Allah dé su paz y lo guarde en el paraíso; queremos serte fieles y por eso nos vemos en la obligación de correr a avisarte de los grandes peligros que amenazan tu soberanía y tus dominios en esa ciudad de Mérida poblada por hombres necios y contumaces, cristianos y nietos de cristianos que, haciéndose llamar musulmanes con lengua embustera, aún tienen las almas embotadas con las creencias de sus antepasados…».

Repetía estas frases memorizadas, cuando de repente sintió pasos a su lado y oyó el frufrú del tejido de una túnica. Entonces, empujado por un irreflexivo impulso, alzó la cabeza. Pero se encontró con la desagradable presencia de un eunuco rechoncho y lampiño, que le recriminó con voz desabrida:

—¿Quién te ha mandado levantarte?

Miró Muhamad a un lado y otro y no vio a nadie más. Replicó:

—¡Si no está el emir…!

—Claro que no está —dijo el chambelán—. Pero… ¿y si llega a estar?

—El caso es que no está —contestó con desagrado él—. Llevo ahí con la nariz pegada al suelo una hora. ¡Y este tapiz huele a pies que apesta!

—¡Será posible desvergüenza semejante! —chilló el eunuco.

En esto, se abrió la puerta y entró un hombre apuesto y ricamente vestido que se adelantó seguro de sí mismo. Muhamad se inclinó y volvió a poner la frente contra el suelo. El eunuco anunció:

—Nuestro señor Abderramán, ¡el que ordena!

Sin que nadie le diera permiso, Muhamad se alzó de nuevo dejándose llevar por su nerviosismo y empezó a relatar apresuradamente:

—Los Banu Yunus al-Jilliqui somos siervos tuyos, amo nuestro emir Abderramán, como lo fuimos de tu padre Alhakén, a quien Allah…

Pero el eunuco le reprendió:

—¡Calla! ¿Quién te manda decir nada?

Muhamad enrojeció y se apresuró a replicar:

—¡Cualquiera se aclara aquí! ¿No quedamos en que después de la postración tocaba hablar?

El mayordomo dio un fuerte pisotón en el suelo con su pie menudo y redondo y refunfuñó:

—Hay que esperar, hay que postrarse y esperar…

Muhamad se volvió hacia el emir y clavó la mirada en sus grandes ojos saltones, que, a su vez, estaban fijos en los suyos, de un bello negro profundo.

El chambelán gritó entonces:

—¡No mirar! ¡No mirar! ¡No hablar ni mirar! ¡Qué insolencia es esta!

—¡Basta, Akif! —le ordenó el emir—. ¡Déjanos solos!

El eunuco enmudeció y luego murmuró entre dientes:

—Si nadie cumple las normas, para qué está aquí uno…

—¡He dicho basta!

Cuando estuvieron solos el emir y él, a Muhamad le resultó más fácil obedecer el protocolo y retiró la mirada de los ojos de Abderramán. Entonces se fijó por primera vez en la preciosa sala donde se hallaban: la luz penetraba por las estancias adyacentes, especialmente por el vestíbulo que permanecía abierto desde que salió el mayordomo; las paredes eran altas y, junto al artesonado dorado, se extendía un friso pintado de color verde, con escrituras en oro; las puertas y ventanas estaban trazadas con arte y formaban arcos que dominaban el muro por debajo del friso, como única decoración. Los rincones aparecían cubiertos con suaves cojines bordados y las lámparas descansaban sobre lujosos soportes.

Admirado, Muhamad apenas se dio cuenta de que el emir se había acuclillado en la alfombra con la nariz pegada a ella. Exclamó sorprendido:

—¡Mi señor! ¿Te inclinas ante mí?

Abderramán contestó muerto de la risa:

—¡De ninguna manera! ¡Serás presuntuoso…! Estoy comprobando si es verdad que el tapiz apesta a pies.

Avergonzado, Muhamad balbució:

—Ya me parecía… Discúlpame, señor, estoy tan nervioso…

Se alzó el emir y dijo:

—No tienes motivo para ello. No voy a entregarte al verdugo por haber dicho que mis tapices huelen a pies. Máxime cuando es verdad.

—¿Me oíste decirlo?… No quería ofenderte…

—Suelo esperar en el vestíbulo a que los chambelanes cumplan con su oficio de informar sobre el protocolo. Las paredes son tan finas que a veces se oyen hasta los pedos que se dejan caer los invitados a causa de los nervios que les entran. De eso se trata. ¿No es esa la finalidad del protocolo?

—¿Que se tiren pedos?

El emir rio otra vez con ganas.

—¡No, hombre, no! Se trata de infundirles temor y reverencia para que sean sumisos.

—¡Ah, ya decía yo! Porque…, si encima de que las alfombras huelen a pies, viene la gente a tirarse pedos…

Abderramán dijo riéndose:

—Muchacho, además de tu apostura y tu garbo… ¡Por el Profeta, qué gracia tienes!

—Lo que soy es un ignorante —respondió con ingenuidad y en voz baja Muhamad.

El emir le dijo entonces, echándole el brazo por encima:

—No lo creo. Tú no eres un ignorante. Ni yo tampoco; tengo informadores que me han hablado maravillas de ti, Muhamad, hijo de Marwán Aben Yunus… Vamos, tomaremos juntos una copa de vino.

Atravesaron varias estancias y cruzaron un pequeño patio donde rumoreaba un surtidor. El silencio reinaba en un estrecho comedor, rectangular y luminoso, en cuyo centro se hallaba dispuesta una mesa cubierta con un delicado paño, sobre el que brillaban una jarra de vidrio labrado y dos copas. Los pies descalzos del criado no hicieron el menor ruido cuando se aproximó sutilmente a servir el vino…

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