Alcazaba (20 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Novela histórica

—Hazme caso; ve a ponértelo y baja cuanto antes a los baños.

Cuando llegó a la alcoba, encontró a su prima sentada en el catre, llorosa y enfadada. Judit trató de consolarla y excusó a Sigal:

—Tu madre está nerviosa, entiéndelo… ¡Es el señor del castillo! Tiene miedo de quedar mal…

Adine se puso en pie y, mirándola a los ojos, le dijo:

—Mi madre no tiene ningún motivo para temer a Muhamad Aben Marwán, porque él nos tiene gran aprecio y nos trata muy bien. ¡Ya verás qué hombre tan simpático es! Por eso no comprendo por qué se pone tan nerviosa cada vez que viene a los baños últimamente.

—No le des importancia. Tu madre no quiere que metas la pata. Se tratará solo de eso.

—¡Es que me gustaría ver a Muhamad! —suspiró Adine con tristeza.

—¡Ay, estás enamorada! —exclamó Judit sonriendo con ojos maliciosos—. Por eso me hablabas ayer de amoríos y esas cosas. ¡Ya decía yo…!

Adine se echó a reír y se tapó la cara avergonzada. Y Judit, mirándola con atención y cariño, le dijo queda:

—Ya me parecía a mí que tenías demasiada curiosidad para tu edad. Ten cuidado, que aún eres pequeña para hacerte ilusiones. Y encima…, ¡mira que fijarte en un noble árabe! ¿No sabes que esa clase de hombres van a lo suyo?

La voz de Sigal sonó aguda y apremiante gritando:

—¡Judit! ¿Vienes de una vez o no?

Por el pasillo, la tía fue instruyendo a su sobrina:

—Cuando viene el señor Aben Marwán o alguien de su familia, no dejamos que los demás bañistas se mezclen con ellos. Procuramos que los señores estén solos y que se sientan lo más cómodos posible. ¿Comprendes?

—¿Echáis al resto de la gente? —le preguntó Judit.

—Les rogamos que esperen fuera, en los jardines. Los bañistas lo comprenden. ¡Se trata de los dueños!

Cuando llegaron a las estancias interiores que precedían a las salas donde estaban las piscinas, Judit percibió en los criados su nerviosismo; en sus sonrisas y miradas cambiadas, bajadas con turbación, cargadas a su vez de temor.

—Al señor lo atenderemos nosotras —le dijo Sigal antes de entrar—. Procura no mirarle demasiado y no te dirijas a él si no te reclama. ¡Y alegra esa cara, mujer!

Cruzaron la puerta y penetraron en la sala circular inundada de vapor, donde no se veía casi nada. Desde arriba, de la abertura redonda de la cúpula, caían unos rayos de sol, anchos como visillos blancos.

—Vamos, vamos… —le susurró Sigal al oído a su sobrina.

De repente, alguien surgió de entre la neblina. Era Muhamad, que se hallaba de pie junto a la piscina, vestido con un albornoz amplio, largo hasta los pies. La Guapísima se quedó muy quieta frente a él, mirándole, y solo pronunció un «¡oh!» respetuoso. Después retrocedió y sus labios sinuosos expresaron cierta alegría y sorpresa esbozando una sonrisa espontánea. Entonces el joven Aben Marwán avanzó hacia ella y agitó las manos para aventar el vapor y poder verla mejor. Él también sonrió.

La luz que entraba desde la cúpula les permitió contemplarse mutuamente durante un instante, y el encuentro no decepcionó a ninguno de los dos. Judit brillaba al completo, con su graciosa figura resaltando vestida de blanco y la cara radiante de perfección. Muhamad tenía la piel oscura y llevaba recogido el pelo negro y liso; la alegría colmaba sus ojos rasgados.

Como una sombra, Sigal desapareció entre la bruma, y los dejó solos, saliendo por la única puerta.

30

Cuando la azulada luz del amanecer empezó a filtrarse a través de la ventana entreabierta, Judit se levantó de la cama en silencio y salió de la alcoba procurando no hacer ningún ruido. Pero enseguida oyó tras de sí el correr de los pies descalzos de su prima. Se volvió y le reprochó:

—¿Adónde vas, Adine? ¿Por qué me sigues?

—Déjame ir contigo —imploró la muchacha.

—No.

—¿Por qué? ¿Por qué no me llevas?

Reflexionó Judit y contestó:

—Sabes de sobra por qué: Muhamad Aben Marwán me pidió que fuera yo sola.

Adine sonrió maliciosamente y, mientras guiñaba un ojo, repuso:

—¡Ay, querida prima, qué tendrás pensado hacer con el bello Muhamad! Desde el día que le atendiste en los baños estás como distraída… Y ahora te vas por ahí sola con él…

Judit se enojó por la insinuación. Pero luego, moviendo la cabeza, replicó con mirada afectuosa:

—No es lo que te imaginas, malpensada…

—Entonces… ¿Por qué vas sola con él?

—Muhamad me dijo ayer que hoy, con la primera luz del día, iría al bosque que hay junto al río para coger un pequeño azor de su nido. Le dije que nunca había visto un nido de azores y le pedí que me llevara con él. Se trata solo de eso…

—¡De acuerdo! —dijo con viveza la muchacha—. A mí también me gustaría verlo.

—¡Ay, querida mía! —exclamó cariñosamente Judit. Le daba lástima y, al propio tiempo, había algo en su prima que la obligaba a sonreír con una sonrisa cálida, maternal—. Anda, te dejaré que me acompañes hasta el río; pero, en cuanto veamos a Muhamad, te esfumas.

Salieron las dos de la casa y atravesaron alegremente los huertos. Hacía fresco y junto a los graneros cantaba un gallo a voz en cuello. Cuando descendían por el sendero hacia el río, salía el sol. Ambas se sintieron felices al ver la neblina que erraba dispersa y la franja de luz que aparecía ya haciendo brillar los álamos y el prado.

Con voz cantarina, Adine no paraba de hablar.

—Ya te dije que te gustaría Muhamad… ¿Acaso no te lo dije? Esos ojos suyos, ¡tan negros!, pueden hechizar a cualquier mujer. ¡Ya sabía yo que acabarías enamorándote de él!

Judit se detuvo y puso en ella una mirada asombrada y ofendida.

—¡Pero bueno! ¿Y quién te ha dicho a ti que estoy enamorada de Muhamad?

—No me trates como a una niña tonta, prima. Aunque hayas estado casada, sé más de la vida que tú. ¿No te das cuenta de que por los baños pasa todo tipo de gente?

—¡Ese descaro tuyo me espanta!

Discutiendo de esta manera llegaron al río con pasos rápidos y agitados. En los arbustos verdes que se miraban en el agua brillaban las gotas de rocío. El cielo estaba ya azul y la mañana era preciosa. La altura enorme de la sierra que coronaba el castillo se veía dorada y bajaba de las rocas una pendiente verde que parecía mullida.

—¡Qué gracia! —exclamó Adine llena de entusiasmo—. Algo me dice que acabarás viviendo allá arriba, en el castillo de los Banu Yunus.

—¡No digas más tonterías, loca! —le espetó Judit.

Miraban ambas hacia el camino que descendía desde la muralla hasta el puente que cruzaba el río, cuando vieron descender por la cuesta un jinete a caballo.

—¡Ya viene! —dijo Judit nerviosa—. ¡Vamos, vuelve a los baños!

—Eres muy egoísta —refunfuñó Adine—. ¡Y dices que no estás enamorada! ¡Lo quieres para ti solita…!

—¡Vete de una vez o se lo diré a tu madre!

La muchacha hizo un mohín de disgusto y emprendió el sendero de muy mala gana.

Judit se puso a mirar hacia el río, disimulando, como si no esperase con impaciencia la llegada del joven señor del castillo. Pero, cuando oyó cerca los pasos del caballo, sintió que se le helaba la sangre. Pensó: «¡Perdóneme Dios!, pero esa deslenguada de mi prima no ha dicho nada más que verdades». Porque ya no podía negarse a sí misma que estaba enamorada de Muhamad. Era cierto que el joven le gustó mucho el primer día que le vio en los baños. Desde entonces, él venía cada vez con más frecuencia. Y, al parecer, ella también le produjo una grata impresión; porque, aunque durante el invierno no acudían bañistas, Aben Marwán aparecía por allí un día sí y otro no. Conversaban y, cuando se marchaba, Judit cerraba los ojos y se le representaba su cabello oscuro durante el resto del día o le parecía estar oyendo su voz imponente.

Esa voz que ahora, junto al río, la llamó a la espalda:

—¡Judit!

Se volvió y le vio montado sobre el caballo, alto y poderoso; no avanzaba hacia ella en línea recta, sino un poco al sesgo, realizando con las patas una especie de danza. Tras acercarse, el jinete sonrió y dijo:

—No estaba muy seguro de que vendrías.

De pie, frente al caballo, Judit veía sus ojos negros iluminados por una luz viva y cálida. Todo el cuerpo de Muhamad, delgado y esbelto, vestido de claro, se doblaba tendido hacia delante, como los juncos vueltos hacia el río. La luz del sol le bañaba. Parecía la visión de uno de esos personajes de los cuentos.

—Pues… ¡qué poca fe! —contestó ella con viveza, sin poder dejar de mirarle—. Yo nunca digo una cosa para luego hacer lo contrario.

Tampoco Muhamad podía apartar sus ojos de la Guapísima. Bañada por la luz clara de la mañana, parecía muy pálida, bella y extraña. Las sombras de los álamos y el brillo del sol sobre su piel y su vestido blanco saltaban vivamente a la vista. Destacaban el pelo dorado, la cintura estrecha y los pechos jóvenes y firmes bajo la seda.

Él se quedó pensativo un momento mientras la contemplaba y dijo:

—Vamos a buscar ese nido. ¿Montas conmigo en el caballo?

—Humm… Nunca he subido a un caballo… En asno sí sé montar… Pero tu caballo me parece enorme…

Muhamad descabalgó, la cogió con firmeza por el talle y la aupó. La piel delicada de una de las piernas de Judit rozó su mejilla.

Se adentraron sigilosamente por el bosque. El caballo parecía saber bien hacia dónde dirigirse. Ella temblaba sobre la grupa no por la altura, sino por la proximidad firme de la espalda del joven. Y él, de vez en cuando, sentía que le acariciaba la nuca el cabello suave de la joven viuda. Cabalgaban en silencio… Entretanto la penumbra de la espesura era cada vez más densa y los arbustos perdían sus contornos.

De repente, un ave oscura, como una sombra, pasó volando bajo por entre los árboles, casi a ras de suelo; batió alas y se perdió.

—Esa es la madre —indicó Muhamad—. El nido está cerca…

Allí se detuvieron, descabalgaron y prosiguieron caminando. Al cabo de unos pasos, él empezó a mirar hacia la altura de los álamos.

—Es por aquí —susurraba—; lo recuerdo muy bien.

Ella avanzaba trabajosamente entre los arbustos, molestada por el picor desagradable de las ortigas; pero no se quejaba.

—Aquí, aquí está. —Señaló Muhamad un árbol delgado—. ¿Lo ves ahí arriba?

No demasiado alto, como a unos diez codos del suelo, estaba el nido; un haz de palos secos entre las ramas.

—¿Y ahora? —preguntó Judit.

—Me subiré y cogeré un polluelo.

Ella le miró frunciendo las bonitas cejas con cara triste.

—¿Se lo quitarás a su madre?

—Digamos que a partir de hoy yo seré su madre— sonrió él.

Judit le miró con ternura, mientras reía bajito. Su azoramiento ante Muhamad desaparecía, sumiéndose en la profundidad de su alegría. Le palpitaba el corazón y sentía el alma densa, jugosa, como nunca antes en su vida. En su pecho cantaba y temblaba la felicidad, por tener tan cerca una presencia deseada que espantaba el último eco de los recuerdos. Y en su cabeza germinaba el ímpetu de un pensamiento: «Esto, esto es… Ahora ya sé lo que es eso de lo que hablan las canciones».

Entonces él se aproximó y la abrazó de repente, de una manera completamente inesperada para ella; a su cara se apretó la mejilla ardiente… Y al instante sobrevino un beso.

Judit alzó la frente para manifestar al cielo su agradecimiento y vio salir del nido un pájaro con el pecho claro que al momento voló y se alejó rápido y silencioso, mientras soltaba su blanco excremento, que les cayó encima, a él sobre la cabeza y a ella en los ojos.

—¡Ay, me ha cagado en la vista! —gritó Judit cegada repentinamente.

Muhamad se asustó y se apresuró a socorrerla.

—¡Vamos al río, debes lavarte inmediatamente! —le dijo tomándola en brazos.

Se acercaron hasta la orilla. Él recogía el agua fresca con las manos y se la echaba sobre los bonitos ojos color miel que no paraban de parpadear.

—¡Ea, ea, ea…! —decía—. Pobre, pobre Judit… Ha sido culpa mía.

Ella, a medida que recobraba la vista, era como si saliera de la oscura realidad de su pasado y resucitara ahora con alegre diafanidad. Y entre una catarata de risotadas, exclamaba:

—¡Era verdad! ¡La mierda de pájaro tiene que ver con la dicha y el amor!

31

Amanecía cuando una tropa de jóvenes caballeros, serían más de medio centenar, se aproximaba a Toledo atravesando enormes y ásperas altiplanicies con huellas de otoño, cortadas por los duros vientos de las montañas. Cabalgaban animosos campo a través, eludiendo los caminos transitados para no resultar sospechosos a las autoridades musulmanas de aquellos territorios. Por este motivo, el viaje que emprendieron desde Mérida a mediados de septiembre había sido largo y aventurado; errando por los montes, siguiendo el cauce de los ríos y deteniéndose en las aldeas solo el tiempo necesario para proveerse de víveres.

Antes de llegar al pie del monte donde se asentaba Toledo, decidieron separarse en grupos más pequeños para entrar en la ciudad discretamente. Detenidos en un claro del bosque, cerca del río Tajo, Aquila, que iba al frente de todos, les dio las siguientes instrucciones:

—Aquí mismo esconderemos las armas; pues no se permite entrar a gente armada que no pertenezca a los ejércitos moros. El valí de Toledo recela mucho de los forasteros y las leyes son muy estrictas, precisamente para evitar revueltas en el interior. Debemos, pues, ser muy cautos y movernos con sumo cuidado evitando despertar la curiosidad de los toledanos. Vestiremos al modo de moros y no haremos uso de otra lengua que no sea la de los ismaelitas. Guardaos de exhibir cualquier signo cristiano; fuera cruces de los pechos y nada de santiguarse al pasar por las iglesias. Cierto es que en Toledo viven muchos cristianos; pero será mejor no andar entre ellos, pues podemos levantar sospechas y no dudarían las autoridades en hacernos presos y darnos tormento para saber quiénes somos y a qué venimos. No olvidéis que aquí estamos solo de paso y que debemos proseguir el viaje hacia Asturias antes de que avancen los fríos. Ahora nos distribuiremos en grupos de cinco hombres e iremos subiendo a la ciudad separadamente, mezclados entre la muchedumbre de mercaderes y aldeanos que estará ya apostada frente a la puerta de la muralla esperando entrar. Pagad la tasa sin rechistar y disfrutad de la ciudad mientras os aprovisionáis para el resto del camino. Pasadas dos noches, a la mañana del día tercero, nos reuniremos otra vez aquí para recuperar las armas y proseguir la marcha.

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