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Authors: Cayla Kluver

Alera (34 page)

—Si os cuento algo, no debéis decírselo ni a un alma —murmuró, y todas asentimos con la cabeza—. Muy bien, entonces. Galen es terriblemente sensible a las cosquillas.

Había dicho «terriblemente», pero por el tono de color de sus mejillas era evidente que le parecía una cualidad encantadora. Todas nos reímos y le tomamos un poco el pelo. Luego miramos a Revenia, y esta se negó de inmediato.

—Oh, no debo, no puedo. A mi señor no le gustaría que hablara de él.

Se hizo un silencio incómodo durante el cual Reveina miró a su alrededor; luego bajo la vista hasta el mantel de lino de la mesa.

—Muy bien —dijo por fin Kalem en tono alegre, intentando normalizar el ambiente—. Ahora el mío —Sonrió con malicia y nos hizo un gesto para que nos inclináramos hacia adelante—: Tadark tiene un tatuaje en el omoplato izquierdo —nos contó, pues sabía que todas nos sorprenderíamos de que le hubiera visto la espalda desnuda—, pero eso no es lo mejor. A ver si adivináis quién lo convenció de que se lo hiciera. — Esperó un instante para hacer el suspense mayor y luego dijo en voz baja—: ¡El Rey y el sargento de armas!

Fruncí el ceño, perpleja, y me pregunté en qué momento Steldor y Galen habrían pasado un rato con Tadark. Entonces supe, de repente, por qué Steldor siempre había sabido tantas cosas sobre mis actividades durante nuestro cortejo. Era evidente que el que había sido mi guardaespaldas le había estado pasando información, probablemente con la intención de congraciarse con los jóvenes más admirados de Hytanica.

—Una noche fueron juntos a la cantina —continuó Kalem, disfrutando sin ninguna vergüenza de la masculinidad que eso le confería a su prometido—. Y al final, Steldor y Galen empezaron a hablar de sus tatuajes. Convencieron a Tadark de que se hiciera uno idéntico: el mismo diseño, en el mismo lugar, todo.

Tiersia me miró con expresión interrogadora y supe que ella tampoco estaba al corriente de que su esposo tuviera tatuaje alguno. Por supuesto, era posible que Galen tuviera uno y que ella no lo supiera, porque no era probable que ella le hubiera visto la espalda. Pero yo conocía el físico de Steldor, a pesar de que no hubiéramos compartido cama, pues lo había visto sin la camisa muchas veces. Nunca había visto que tuviera ninguna marca, por no hablar de un tatuaje, en la espalda. Me encogí, pues supuse que Tadark nunca había visto esos tatuajes, y deseé fervientemente que los hombres con quienes Tiersia y yo teníamos relación, hombres que muchas veces tenían un comportamiento revoltoso, no se hubieran aprovechado de la ingenuidad de su compañero. A pesar de que Tadark me parecía casi insoportable, no se merecía que Steldor y Galen lo engañaran o que le tomaran el pelo. Lo irónico de todo aquello era que durante la época en que sucedió lo que Kalem nos contaba, Tadark tenía un rango superior a los dos.

—¿Y qué tatuaje es? —preguntó Tiersia.

—Es una palabra latina: virgo.

Yo sabía perfectamente que ni Steldor ni Galen se hubieran tatuado esa palabra en ninguna parte del cuerpo. Tadark no había sido educado como un noble y, por tanto, probablemente nunca había aprendido los rudimentos del latín. Por otro lado, Kalem nunca había prestado atención a las clases. Era poco probable que ella comprendiera lo que su amado se había tatuado en la espalda.

—Creo que significa «hombre», o «masculino» —dijo Kalem con orgullo, como colofón a su relato.

Aunque Reveina permanecía callada, Tersia y yo nos tapamos la boca para disimular la risa. El error de Kelem era sencillo y poco afortunado. viro significaba «hombre». Virgo significaba «virgen». Steldor y Galen lo sabían perfectamente, al igual que lo sabíamos Tersia y yo.

—Maravilloso —dijo Tersia finalmente, que fue la primera en mencionar y en recuperar la compostura.

Estaba claro que no le parecía adecuado corregir el mal entendido de Kalem. Yo tampoco dije nada. Me puse de pie y, al hacerlo, di permiso a mis invitadas para que se desplazaran por la sala a su gusto. Mientras conversaban, me fui dirigiendo a unas y a otras para ofrecer mis felicitaciones por alguna boda o algún compromiso y para preguntar por sus familias. Cuando empecé a sentirme cansada, le indiqué a Destari que deseaba poner fin a la reunión. El fue a buscar a Lanek, y este entró en la habitación y anunció mi partida a las invitadas.

—Señoras, su Majestad la Reina Alera se despide y reza una plegaria por vuestro bienestar.

Las mujeres me despidieron con una reverencia y me retiré. Al salir al pasillo le di instrucciones a Destari y luego me dirigí hacia la sala de la Reina, en el ala este. Al cabo de diez minutos, Revenia apareció por la puerta.

—¿Deseabais hablar conmigo, majestad?

—Sí, pensé que podíamos charlar más cómodamente en privado.

Rodeé mi escritorio e hice un gesto hacia la zona de descanso de la ventana. Nos sentamos la una al lado de la otra en el sofá.

—Habéis cambiado —dije, sin saber cómo continuar.

—Lo siento, alteza, si mi actitud no os ha complacido —contestó, bajando la mirada hacia el regazo, donde había juntado las manos.

—No os disculpéis —repuse, sinceramente preocupada por ella—. No hace falta. Es solo que me gustaría saber el motivo de ello.

—Ahora estoy casada —dijo, como si ese hecho lo explicara todo—. Llegó el momento de dejar de ser una niña.

—Por supuesto, pero estar casada no significa que tengáis que ser infeliz.

Ella se sorprendió por la sencillez de mi afirmación y dirigió los ojos hacia el patio que se veía desde la ventana, como si deseara escapar.

—¿Qué os hace pensar que soy infeliz? —preguntó finalmente.

—¿Me equivoco?

Empezó a juguetear con la falda, un signo de nerviosismo que me era extremadamente familiar. Me invadió una pena tremenda, pues ya no veía en ella ni rastro de la chica que había sido unos meses antes.

—Estoy... casada —repitió, y tuve la impresión de que esa era la respuesta definitiva—. Así soy ahora.

—¿Es por vuestro esposo? —insistí, cogiéndole ambas manos.

Al notar el contacto de mis manos, la respiración se le aceleró y se hizo más superficial. Se esforzaba por controlar las emociones. La abracé con suavidad y ella perdió la batalla: estalló en lágrimas. Se cubrió el rostro con las manos y yo le acaricié el pelo mientras esperaba a que se le pasara. Cuando se hubo tranquilizado, volví a intentarlo, pues sabía que lo que le estaba preguntando era delicado.

—¿Vuestro esposo os maltrata?

—Me disciplina —dijo, incorporándose, con la respiración entrecortada—.

Yo intento... ser obediente, pero siempre hay más normas, y no las puedo recordar todas. Es demasiado, no puedo hacerlo. Nunca lo consigo.

Alera..., lo siento.

—¿Lo sentís?

Me sentía perpleja, asustada y enfurecida. ¿Cómo era posible que un noble, un militar, o cualquier hombre, tratara tan mal a su esposa? Casi todos los hombres creían que sus esposas merecían de vez en cuando un cachete, pero ¿eso? De repente sentí un gran aprecio por mi esposo. A veces no conseguía mostrarme respetuosa con él, pero él nunca me había puesto la mano encima.

—Reveina, no digáis que lo sentís. Eso no es disciplina. Es crueldad.

—No sé como complacerlo. Cuando vuelve a casa estoy aterrorizada, cuando debería sentirme feliz y darle la bienvenida. No es un mal hombre: es muy respetado en el Ejército, y provee de todo lo necesario. Sé que si yo fuera mejor esposa, no me trataría de esta manera.

Sus palabras me revolvieron el estómago, pues pensar que ella pudiera merecer ese trato resultaba odioso. La chica me miró con una expresión desolada, y deseé desesperadamente protegerla de ese hombre.

—Os pido perdón, majestad. Pero de verdad que debería irme, debo estar en casa antes de que lord Marcail regrese al final del día, Asentí con la cabeza, pues no quería provocarle más problemas. Me puse en pie y la invité a que hiciera lo mismo.

—No sé que puedo hacer, pero intentaré encontrar la manera de ayudaros, Reveina. No deberíais vivir de esta forma.

—Oh, por favor, no lo hagáis —imploró ella, cogiéndome con fuerza del brazo mientras caminábamos hacia la puerta—. Creerá que me he quejado de él.

Le cogí la mano con suavidad y la aparté de mi brazo.

—Os juro que no os pondré en peligro.

Permanecí en la sala de la Reina durante mucho rato después de que Reveina se hubo marchado. Reflexionaba sobre su terrorífica confesión. Le había dicho que haría todo lo posible por ayudarla, pero ¿qué podía hacer exactamente? ¿Ofrecerle mi hombro para que pudiera llorar? ¿Un refugio ocasional? Una ayuda así era poca cosa en el mejor de los casos, y no cambiaba el hecho de que ella no podía abandonar a su esposo, pues su reputación quedaría arruinada. Detestaba haber formulado una promesa vacía.

Pensé en si habría alguien que pudiera ayudarme. ¿A quién había yo pedido consejo en el pasado? ¿London? Pero no estaba en el reino, estaba encerrado en algún lugar de Cokyria, lo cual era preocupante, a pesar de las palabras tranquilizadoras de Narian. ¿A mi madre? Pero ella no había vuelto a ser la misma desde el rapto de Miranna, y, de todos modos, no podría ayudarme gran cosa en ese asunto. ¿A mi padre? Él y yo todavía no teníamos muy buena relación, y sus ideas sobre la mujer harían que se pusiera de parte del hombre en una disputa marital. Entonces se me ocurrió la solución y salí al pasillo corriendo.

Atravesé la antecámara de la sala de los Reyes, luego giré a la derecha y llamé a la puerta del gabinete del capitán. Cuando oí su voz dando permiso para entrar, sentí un gran alivio. Estaba sentado ante su escritorio, con la pluma en la mano, y escribía apresuradamente en un pergamino que tenía delante. Había tenido mucha suerte de encontrarlo solo. El capitán levantó la vista y me preguntó:

—¿Puedo hacer algo por vos, alteza?

Dejó la pluma encima del escritorio y se recostó en la silla sin dejar de mirarme.

—Sí —dije, y caminé hasta su escritorio—. Necesito consejo... y quizás ayuda.

—Por supuesto.

Se levantó, indicó una silla y yo me senté mientras él retomaba su asiento.

—El maestro de armas, lord Marcail —empecé, sin perder el tiempo, pues era plenamente consciente de la suerte de tener la atención del capitán de la guardia en esos momentos tan difíciles para el reino—. Es un hombre severo.

—Es un buen militar. ¿Os habéis peleado con él?

—No —respondí automáticamente, pero luego corregí—: Bueno, sí. No personalmente, pero... sí.

Bajé la vista hasta el regazo, insegura de cómo continuar. Tal como Cannan había insinuado, Marcail era un miembro muy apreciado del Ejército. Yo no quería ofender al capitán con lo que tenía que decir, pero no había ninguna garantía de que no lo hiciera. A pesar de todo, tenía motivos para esperar que pudiera simpatizar con la situación de Reveina: después de todo, Baelic me había dicho que su padre «había empleado ese método de forma demasiado generosa».

El capitán no me apremió, sino que me esperó con paciencia a que ordenara mis ideas, a pesar de que, seguramente, hubiera preferido estar haciendo otras cosas.

—Lord Marcail se casó a principios de verano con mi amiga Lady Reveina —dije finalmente, pues sabía que él apreciaba que hablara con claridad—.

Estoy preocupada con respecto a cómo la trata. Creo que es demasiado duro con ella.

—Comprendo ¿de qué forma?

—La acabo de ver hace una hora. Tenía moratones en la cara, y cuando le pregunté si todo iba bien, se mostró muy inquieta. No deseaba hablar mal de su esposo, pero me contó que está asustada y que teme que él regrese a casa al final del día. La golpea más de lo que debería, lo sé. Quiero ayudarla pero no sé cómo. —Hice una pausa y luego continúe—: ¿Podrías voz...?

—Comprendo la situación en que se encuentra —dijo Cannan, inclinándose hacia delante y apoyando un codo sobre el escritorio—. Pero no puedo interferir en cómo otro hombre lleva las cosas de su casa.

Su respuesta se me clavó como una flecha, y tuve que esforzarme por no llorar. Buscaba mentalmente la manera de hacerle entender la gravedad de la situación, la absoluta necesidad de ayudar a Reveina.

—Ella ya no es la que era, él la está destruyendo por completo. No puedo hacer nada yo sola, y ella no tiene a nadie a quien acudir. Seguro que habrá algo que vos podáis hacer.

Cannan negó ligeramente con la cabeza sin apartar sus ojos oscuros de mí.

—Lo siento, pero están casados; es su familia, y la manera en que lleva sus asuntos en casa es cosa suya. No es asunto mío, ni vuestro, interferir en ello.

—Sé que es su familia, y que es su casa, pero también es la casa de ella.

¿Por qué tiene que vivir con miedo? Ella recibirá sus golpes cada día, y sufrirá cada día, mientras nosotros permanecemos sentados y decidimos que no podemos interferir en ello. Lord Marcail es el señor de la casa; tiene derecho a castigar a su esposa. Pero si ella es perfecta y obedece, ¿por qué la continúa pegando? No os es estoy pidiendo que lo arrestéis ni que lo releguéis de su puesto. Lo único que os pido es que penséis de qué manera podríais aliviar la situación de mi amiga. Por favor, os lo suplico.

Me quedé en silencio después de ese sentido discurso. Esperaba alguna reacción de su parte, y me pareció detectar cierta expresión comprensiva en su rostro, pero me fue imposible decidir si era hacia mí o hacia Reveina.

—Alera —dijo, en un tono tan suave que delataba sus intenciones—. No apruebo el trato que me estáis describiendo, pero sobreestimáis mi poder en este asunto, no puedo hacer nada.

Yo quería discutírselo. Deseaba decirle que él era el capitán de la guardia y, por tanto, el superior de Marcail, y que él tenía recursos para manejar esta situación. Pero su actitud me dejó claro que daba el tema por zanjado, y no tuve otra opción que aceptarlo. Me puse en pie y crucé la puerta.

Sentía un gran pesar en el corazón, me sentía derrotada. No podía comprender la injusticia de un mundo que ponía a mi amiga en manos de un hombre como ese.

XVIII

Un Matrimonio de Conveniencia

Salí del Gabinete del capitán secándome los ojos y prohibiéndome continuar llorando. Las lágrimas no servían para nada y, además, hacían que no me tomaran en serio.

Aunque Destari me dirigió una mirada interrogadora, no me preguntó cuál había sido el asunto que me había llevado a ver a Cannan. Se limitó a dar un paso hacia delante y a cerrar la puerta detrás de mí.

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