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Authors: Cayla Kluver

Alera (52 page)

—Madre...—exclamé.

Me sentí destrozada al pensar en lo que debía de haber soportado. Mi padre no parecía haber sufrido ninguna herida, pero era evidente que ella no había tenido la misma suerte. Supuse que su rostro perfecto y sin mácula había sido demasiada tentación para el Gran Señor.

—¿Miranna está con vosotros? —preguntó, con un temblor en los hinchados labios, e inmediatamente hizo un gesto Para cortar cualquier observación que yo pudiera hacer.

—Sí, está a salvo. London…—Me quedé sin habla, incapaz de continuar. Cerré los ojos un momento para reunir coraje y lo volví a intentar—: London la rescató cuando escapó de Cokyria.

—Por lo menos tenemos un motivo para darle gracias a Dios —susurró ella.

El encuentro entre mis padres y su hija menor estaba pendiente desde hacía mucho tiempo, así que después de que mi padre abrazara la abrazara, Miranna pasó casi todo el día y la noche en brazos de mi madre. Al fin me hizo un gesto y fui a cobijarme a su lado, ante el fuego, y encontré cierta paz, a pesar de que mis pensamientos estaban ocupados en London. Procure no pensar en lo que debía estar soportando, o si estaba vivo, ni en que lo mejor sería que ya hubiera estado muerto.

Cannan estuvo hablando con mi padre y le explico por qué la Alta Sacerdotisa se encontraba bajo nuestra custodia, así como nuestro plan de utilizarla para salvar a nuestra gente. Mientras charlaban, los observé y me di cuenta de que mi padre tenía el cabello mas gris que antes y que los rasgos de su rostro habían adoptado el filo del dolor. También había adelgazado, lo cual lo hacía parecer casi insignificante al lado del poderoso y alto capitán de la guardia.

Mi padre y Cannan se dirigieron hacia la izquierda de la cueva, y la mujer acerca de la cual habían estado hablando se puso en pie y miró al anterior rey con frialdad. Mi padre se mostró igual de frío al saludarla, pero su atención se dirigía a Steldor, que dormía tranquilo, aunque era evidente que todavía estaba débil. Galen también se había adormecida apoyado aún en la pared y al lado de su amigo. Cannan no lo despertó.

—¿Qué le pasa a Steldor? –preguntó mi padre, probablemente pensando que se trataba de una enfermedad, puesto que la camisa le cubría el vendaje.

—Resultó herido —dijo Cannan, sin mencionar la dura lucha que habíamos pasado— Ahora se está recuperando.

El capitán miró a Nantilam, que estaba de pie, tensa, con las manos atadas, y al lado de Halias, que la vigilaba.

—Tenemos que agradecérselo a la Alta Sacerdotisa.

—Aunque no lo ha hecho por propia voluntad—añadió Halias.

Ella inclino la cabeza ligeramente mirando al capitán, como agradeciendo su reconocimiento.

Esa noche el sueño me invadió con mayor facilidad de lo que esperaba, probablemente porque me hacía tanta falta descansar que mi cuerpo lo estaba esperando. Pero con el sueño vinieron las pesadillas, pesadillas pobladas de gritos de agonía, de imágenes de dolor y en las que aparecían unos ojos índigo. Cuando me desperté, sobresaltada, ya había salido el sol y la luz se filtraba por la entrada de la fría cueva. A pesar de ello, los gritos continuaban.

Sólo Temerson, mi madre y mi hermana seguían durmiendo. Hasta que me hube puesto de pie no me di cuenta de que los gritos que oía eran reales. Los oía como un tenue eco, tan tenue que al principio había creído que estaban dentro de mi cabeza, pero al ver la expresión de los que me rodeaban, corrí hacia la entrada.

Lo hice tan deprisa que nadie tuvo tiempo de impedírmelo; Cannan me siguió. Me cogió del brazo e intentó hacerme entrar de nuevo, pero ya era tarde. Los gritos se oían más fuerte ahora que nos encontrábamos fuera de la cueva, y el sufrimiento que comunicaban los hacía más terroríficos.

—¿Qué es eso? —pregunté, aunque ya conocía la respuesta.

Mire a Cannan con los ojos llenos de lágrimas, esperando que él pronunciara las palabras que confirmaran lo que yo ya sabía. El se mostró tan sincero como siempre.

—Esta mañana hemos enviado a Galen a que investigara. Es London. El Gran Señor lo ha llevado a lo alto de las montañas para que sus gritos nos alcanzaran allí donde estuviéramos. Volved adentro, Alera. Es mejor que intentéis no hacer caso de ellos.

—¿Cómo? —chillé, sin prestar atención al volumen de mi voz. Me aparté de él. Me parecía que me iba a volver loca— ¿Como podéis decir esto? ¿Cómo podéis...? ¿Cómo podéis…?

Me costaba respirar y los sollozos ahogaron mis palabras. Cannan volvió cogerme del brazo para llevarme dentro de la cueva, pero me negué a moverme. En ese momento, otro gritó cortó el aire; finalmente, accedí a que Cannan me condujera de vuelta al interior de la cueva.

—Es tiempo de guerra, Alera —me dijo, mientras pasaba su brazo por encima de mis hombros y me acompañaba hacia donde se encontraban los demás, ante el fuego—. Nada es justo, nada está bien, y no es fácil de comprender ni de aceptar. Pero todavía no hemos perdido. London se ha asegurado de ello.

XXVIII

MI NOMBRE ES LONDON

Los días pasaban y todo continuaba igual. Los gritos empezaban cada mañana, al despertar, y no terminaban hasta que London ya no podía aguantar más la agonía y caía inconsciente, normalmente a cabo de unas cuantas horas. Era insoportable, pero imposible de ignorar, nos afectaba a todos, incluida la Alta sacerdotisa. Intentar un rescate era imposible, y probablemente pondría en peligro las vidas de las personas que se encontraban dentro de la ciudad.

Un día, Temerson expresó en voz alta sus peores pensamientos. Estábamos desayunando, y de repente soltó el cuenco de gachas, se llevó las manos a las sienes y empezó a balancearse adelante y atrás. Galen estaba fuera montando guardia, y Termeson tenía que sustituirle al cabo de poco tiempo.

—¿No podemos acabar con esto? ¿Acabar con su vida? Ya ha durado demasiado. No lo puedo soportar más.

—¿Quién de nosotros sería capaz? —preguntó Halias, que se encontraba al lado de Nantilam—. Llámla matar por piedad, una muerte piadosa..., pero a pesar de ello, yo no sería capaz de apuntar una flecha al corazón de London.

Cannan intervino antes de que nadie pudiera añadir nada al respecto.

—Tenemos que desviar la atención del Gran Señor. Ha llegado el momento de que actuemos de nuevo, de que volvamos a planear nuestras demandas iniciales. Hemos de demostrarle que no estamos jugando.

—¿Qué sugerís? —Mi padre, al igal que Temerson, había perdido el apetito y estaba caminando de un lado para otro por delante del fuego. No dejaba de retorcerse los dedos de las manos.

—Él no cree que seamos capaces de hacerlo.

Steldor habló en voz baja, pero el sentido de sus palabras fue evidente. Se había despertado y estaba apoyado sobre el brazo mientras seguía nuestra conversación. Todavía tenía ojeras, pero cada vez se mostraba más inquieto; y esta vez era debido a que recuperaba la salud y no a la fiebre.

—Calma, chico —le dijo Canna, acercándose a él.

Steldor negó con la cabeza.

—Él no cree que seamos capaces de matarla. Se está divirtiendo al torturar a London, sin pensar en las consecuencias que ello pueda tener para su hermana. Cree que somos débiles. —Steldor apretó la mandíbula y miró a su padre a los ojos con expresión enojada y decidida—. Cortadle una mano y enviádsela. A ver si entonces nos continúa creyendo débiles.

La Alta Sacerdotisa arqueó las cejas, sorprendida, y mi padre ahogó una exclamación. A mí se me hizo un nudo en el estómago. El capitán achicó los ojos, pero su expresión era la de quien contempla las posibilidades. Halias se frotó la nuca, desconcertado. ¿Era posible que estuvieran pensando en hacer eso? No podía permitir nunca que le cortaran la mano.

Steldor hizo una mueca, y su padre dijo:

—Deberías volver a tumbarte. Todavía no has recuperado tus fuerzas.

—Sus fuerzas no, pero sí su cerebro —dijo Halias, mientras Steldor volvía a tumbarse con expresión de exasperación por su estado físico.

Mire al segundo oficial: había sido guardaespaldas de Miranna desde el día en que ella nació, sus ojos eran normalmente bondadosos, y era conocido por su competencia, generosidad, por su buen talante. Me pregunté qué le había hecho llegar al extremos de ser capaz de proponer una cosa así. ¿Era posible que el Gran Señor estuviera consiguiendo que todos cambiáramos, que nos transformásemos en algo parecido a él?

—Yo he salvado a vuestro rey, recordadlo —intervino Nantilam, con razón—. Hasta el momento he cooperado, pero si intentáis cortarme una mano, eso va a cambiar.

—La verdad es que no necesitamos vuestra cooperación —repuso el capitán fulminándola con la mirada.

Aunque Nantilam había dicho la verdad, ella era nuestra prisionera, y una cokyriana. No era uno de los nuestros.

—No, por favor —dije, inspirando profundamente para tranquilizarme—. No podéis hacer eso. No podéis cortarle una mano. Quizás estemos en guerra, pero todavía podemos ser humanos.

—El Gran Señor se burla de la humanidad, Alera. —Steldor, aunque había seguido el consejo de su padre, no tenía intención de guardarse sus opiniones—. Si queremos que se nos preste atención, tenemos que responder de la misma forma.

—Quizás estéis cansados —dijo la Alta Sacerdotisa.

Sentí un gran enojo, tanto por la crueldad de su sugerencia como por sus argumentos; pero aunque no quisiera admitirlo, lo que decía tenía sentido.

—Así que tenemos que ser como él para poder luchar contra él —concluí con aspereza—. Tenemos que comportarnos deforma maligna y despiadada, y dejarnos arrastrar a esta violencia para poder derrotarlo. ¿Eso es lo que estás diciendo?

—Eso es exactamente lo que estoy diciendo. —Steldor se había vuelto a apoyar en los brazos y me miraba con el ceño fruncido—. Tómatelo como si fuera un idioma, Alera. No nos comprenderá si no somos capaces de hablarle en su idioma.

Me quede sin saber qué decir y me retorcí los dedos de las manos, nerviosa. Cannan intervino.

—Creo que te he dicho que te tumbes —le dijo a su hijo. Luego, dirigiéndose a mí, continuó—: Alera, intentad no dejaros arrastrar por las emociones. Todavía no se ha tomado ninguna decisión. —De repente, se dirigió a la entrada de la cueva y dijo—: Halias, tengo que hablar contigo a solas.

El hombre asintió con la cabeza y miró a Temerson, a mi padre y a la Alta Sacerdotisa. Debió de pensar que ella era más fuerte que los que nos quedábamos a vigilarla, así que le ató las manos delante del cuerpo.

—No le quitéis la vista de encima —dijo, mirándonos a todos—. Estamos ahí fuera, por si sucede algo.

La última frase había sido una advertencia dirigida a nuestra prisionera. Halias comprobó por última vez los nudos que sujetaban las manos de Nantilam y siguió a su capitán.

No sabía de qué iban a hablar, pero sospechaba que simplemente querían continuar la conversación sin nuestra presencia. Todavía enojada con Steldor, me dirigí hacia afuera y vi un plato de comida que Cannan había preparado para él. Cogí un vaso de agua que había al lado y, discretamente, lo vacié para volver a llenarlo con vino y roble en polvo. Sabía que no estaba bien, pero dormir un poco más gracias a las hierbas no le haría ningún mal.

Le llevé el vaso y se lo puse en una mano con la intención de volver en busca del plato lleno de comida, pero él me cogió de la muñeca.

—Tu cabello... —dijo con el ceño fruncido—. Está...

—Corto —terminé yo, mientras me pasaba la mano por el pelo.

—Está muy bien —me dijo.

Sabía que viniendo de él, eso era un gran cumplido, pues siempre le había gustado jugar con mis largos mechones.

—Bebe —le aconsejé.

Steldor lo hizo, sin sospechar nada. Esperé unos minutos y luego le llevé el plato de comida a la Alta Sacerdotisa, en lugar de a él. Ella tampoco había comido todavía. Nantilam miró a mi esposo, pues sabía que la comida era para él, y puso una expresión de sorpresa, pero al ver que el Rey empezaba a adormecerse, me miró y asintió rápidamente con la cabeza, indicando que entendía lo que yo había hecho.

Los gritos de London habían cesado, pero todavía los oía en mi interior. Miré a la Alta Sacerdotisa y me di cuenta de que a ella le sucedía lo mismo, pues su expresión seria era un reflejo de la mía.

—Yo no dirijo los actos de mi hermano, reina de Hytanica —me dijo al terminar de comer y después de dejar la cuchara en el plato, que tenía encima de las rodillas.

Cogí el plato vacío, preguntándome si diría algo más.

—Al hacerme prisionera, le habéis dado libertad, le habéis liberado de mi control. Ahora no hay nadie que pueda frenarle.

Me quedé sin respiración al oír sus palabras; de repente la hostilidad que sentía hacia ella desapareció.

—No creéis que desee vuestro regreso —dije.

El pánico empezaba a embargarme, pues si el Gran Señor no quería que ella regresara, nuestra negociación no tenía ningún futuro.

—La verdad es que, en parte, no lo desea. Pero en el fondo sabe que me necesita, y que él no es el dirigente de Cokyria por derecho propio. También siente cierto afecto por mí, si se le puede creer capaz de ello.

Era una explicación difícil de comprender, pero no tuve mucho tiempo para reflexionar.

—Hay una historia que debéis conocer, solamente vos —continuó Nantilam—. Lo vais a necesitar más que nadie. Sentaos si queréis oírla.

Miré rápidamente a los demás. Steldor estaba durmiendo; mi padre permanecía de pie y nos miraba con ceño fruncido desde el otro extremo de la cueva, pues no le gustaba que estuviera tan cerca de la Alta Sacerdotisa; mi madre y mi hermana se abrazaban al lado del fuego, y Temerson, que estaba cerca de ellas, tenía la vista clavada en las llamas.

—Hablad —accedí, sin perder tiempo, pues en cuanto Halias y Cannan regresaran ya no podríamos continuar con nuestra conversación.

—Mi madre era la dirigente de Cokyria, su orgullosa y estricta emperatriz —dijo, con el tono de quien empieza a narrar una historia—. Solamente ella había recibido el don divino de gobernar y castigar, de bendecir y recompensar. La magia que poseía había pasado de madre a hija durante generaciones, así que los cokyrianos daban por sentado de forma natural que las mujeres eran capaces de gobernar, y que los hombres no.

»Cuando llegó el momento de que mi madre diera a luz a un heredero, sucedió algo inesperado. Dio a luz no a un hijo, sino a dos: un niño y una niña. La magia que yo tenía que haber heredado se dividió, la mitad la recibí yo; la otra mitad, mi hermano. Cuando crecimos y nos enseñaron a manejar nuestros poderes, se hizo evidente que la magia no se había repartido de forma equitativa, de tal forma que mi poder no era como el de él, y el suyo no era como el mío. Éramos el caos y la creación, la vida y la muerte. Él era un senor de la guerra, y yo una emperatriz compasiva. Pero no podría ser emperatriz, pues no poseía todo el poder que se creía necesario para gobernar Cokyria. Así que mi madre decidió que mi hermano gobernaría a mi lado. Yo estaba destinada a convertirme en Nantilam, la Alta Sacerdotisa, muy admirada y respetada por mis decisiones y por mi forma de manejar los asuntos de las personas. Mi hermano, por otra parte, se convertiría en Trimión, el Gran Señor, que protegería nuestras tierras y nos conduciría a la guerra y a la victoria gracias a ssu principal arma: su don de matar.

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