Alicia ANOTADA (20 page)

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Authors: Lewis Carroll & Martin Gardner

Tags: #Clásico, Ensayo, Fantástico

—¡Venga! ¡Venga! —gritaba la Reina—. ¡Más deprisa! ¡Más!

Y corrían a tal velocidad, que finalmente fue como si volaran por el aire, sin tocar apenas el suelo con los pies; hasta que, de repente, cuando ya Alicia se estaba quedando completamente exhausta, se detuvieron, y se encontró con que estaba sentada en el suelo, mareada y sin aliento.

La Reina la apoyó contra un árbol, y le dijo con amabilidad: «Puedes descansar un poco, ahora».

Alicia miró en torno suyo, muy sorprendida. «¡Vaya, para mí que todo el tiempo he estado debajo de este árbol! ¡Todo es igual que antes!

—¡Naturalmente! —dijo la Reina—. Pues ¿cómo querías que fuera?

—Bueno, en
nuestro
país —dijo Alicia jadeando todavía un poco—, habríamos llegado a algún sitio… si hubiésemos estado corriendo deprisísima tanto tiempo, como hemos corrido aquí.
[9]

—¡Pues sí que es lento ese país! —dijo la Reina—. Aquí, como ves, necesitas correr con todas tus fuerzas para permanecer en el mismo sitio. Si quieres ir a otra parte, tienes que correr lo menos el doble de deprisa.

—¡Prefiero no intentarlo, gracias! —dijo Alicia—.
Estoy bastante bien
aquí… ¡aunque
tengo
mucha sed y mucho calor!

—¡Yo sé lo que
te
gustaría! —dijo la Reina afablemente, sacando una cajita del bolsillo—. ¿Quieres una galleta?

Alicia consideró que no era de buena educación decirle que no; pero no era eso ni mucho menos lo que le apetecía. Así que la cogió, y se la comió como pudo: estaba
sequísima
; pensó que en su vida había estado tan cerca de ahogarse.

—Mientras tú te refrescas —dijo la Reina—, yo voy a tomar medidas— y se sacó una cinta del bolsillo y se puso a medir el terreno, clavando estaquitas de vez en cuando.

—Cuando llegue a las dos yardas —dijo, hincando una estaca para señalar la distancia—, te daré instrucciones; ¿quieres otra galleta?

—No, gracias —dijo Alicia—. ¡Con una tengo
más
que suficiente!

—¿Has apagado la sed, entonces? —dijo la Reina.

Alicia no supo qué contestar a esto; pero afortunadamente la Reina no esperó a que contestase, sino que continuó: «A las
tres
yardas te las repetiré… no vaya a ser que se te olviden. A las
cuatro
, te diré adiós. Y a las
cinco
, ¡me iré!

A todo esto, había clavado ya todas las estacas; Alicia la observó con gran interés mientras regresaba al árbol, y luego empezaba a avanzar despacio siguiendo la fila de estacas.

Al llegar a la que marcaba las dos yardas, se volvió y dijo: «El peón avanza dos casillas en su primer movimiento. De modo que cruzarás muy pronto la Tercera Casilla (en tren, creo), y en un santiamén te encontrarás en la Cuarta. Bueno,
esa
Cuarta Casilla pertenece a Patachunta y Patachún; la Quinta es agua casi toda; la Sexta pertenece a Tentetieso… Pero ¿no tienes nada que decir?

—Yo… yo no sabía que tenía que decir algo… por ahora —tartamudeó Alicia.

—Pues
debías
haber dicho —prosiguió la Reina en tono de grave reprobación—: «Sois sumamente amable al informarme de todo esto»; pero supondremos que lo has dicho; la Séptima Casilla es toda bosque; sin embargo, uno de los Caballeros te enseñará el camino, y en la Octava Casilla estaremos las Reinas juntas, ¡y habrá un banquete, y alegría!

Alicia se levantó, hizo una reverencia, y se volvió a sentar.

Al llegar a la estaca siguiente, la Reina se volvió otra vez, y dijo: «Habla en francés cuando no consigas acordarte de algo en inglés, pon las puntas de los pies hacia afuera al andar… ¡y recuerda quién eres!». No esperó a que Alicia le hiciese una reverencia en esta ocasión, sino que siguió andando deprisa hasta la siguiente estaca; y una vez allí, se volvió un instante para decir: «Adiós», y continuó corriendo hasta el final.

Alicia no supo nunca cómo ocurrió: pero al llegar exactamente a la última estaca, desapareció.
[10]
Si se desvaneció en el aire, o se internó corriendo en el bosque («¡
puede
correr deprisísima!», pensó Alicia), no hubo forma de averiguarlo; el caso es que desapareció, y Alicia empezó a recordar que era Peón, y que muy pronto le tocaría jugar.

CAPÍTULO III

Insectos del Espejo

Naturalmente, lo primero era efectuar un reconocimiento general del campo que iba a recorrer. «Es muy parecido a estudiar geografía», pensó Alicia, poniéndose de puntillas con la esperanza de poder abarcar un poco más. «Ríos principales: no
hay
ninguno. Montañas principales: estoy sobre la única; aunque no creo que tenga nombre. Ciudades principales: ¡vaya!, ¿qué serán aquellos bichos que hacen miel allá abajo? No pueden ser abejas… nadie ha visto nunca abejas desde una milla de distancia…» y durante un rato estuvo observando en silencio a uno que revoloteaba entre las flores, metiendo en ellas su trompa «igual que una abeja normal y corriente», pensó Alicia.

Sin embargo, era todo menos una abeja normal y corriente: en realidad era un elefante… como Alicia no tardó en descubrir, aunque la idea la dejó al principio sin respiración. «¡Y qué flores más enormes deben de ser!», fue el pensamiento que le vino a continuación. «Como cabañas a las que les han quitado la techumbre y les han puesto tallo… ¡y qué cantidad de miel deben de hacer! Me parece que voy a bajar a… no,
todavía
no», prosiguió, conteniéndose cuando iba a echar a correr cuesta abajo, y tratando de encontrar alguna justificación a su súbita timidez. «No conviene que ande entre ellos sin una rama bien larga para espantarlos… ¡qué divertido va a ser cuando me pregunten qué tal el paseo! Les diré: ”¡Ah!, me ha gustado bastante…”» (aquí sacudió la cabeza con su gesto favorito), «pero
hacía
mucho calor, había mucho polvo, ¡y los elefantes estaban muy pesados!».

—Creo que voy a bajar por el otro lado —dijo tras una pausa—, quizá pueda visitar más tarde a los elefantes. ¡Además, tengo muchas ganas de llegar a la Tercera Casilla!

De modo que, con esta excusa, echó a correr cuesta abajo, y saltó el primero de los seis arroyuelos.
[1]

—¡Billetes, por favor! —dijo el Revisor, metiendo la cabeza por la ventanilla. Un instante después, todos le tendían sus billetes: eran más o menos del mismo tamaño que las personas, y parecían llenar completamente el vagón.

—¡Vamos! ¡Enséñame tu billete, niña! —continuó el Revisor, mirando a Alicia con enfado. Y un montón de voces dijo a la vez («como el coro de una canción», pensó Alicia): «Niña, no le hagas esperar! ¡Venga, que su tiempo vale a mil libras el minuto!».

—Lo siento, pero no he sacado —dijo Alicia en tono asustado—; no había despacho de billetes en el lugar de donde vengo.

Y nuevamente se elevó el coro de voces:

—No había espacio para un despacho en el lugar de donde viene. ¡El terreno allí vale a mil libras la pulgada!

—No me vengas con excusas —dijo el Revisor—: podías habérselo pedido al maquinista.

Y otra vez se elevó el coro de voces con: «El hombre que lleva la locomotora. ¡Sólo el humo vale a mil libras la fumarada!».

Alicia pensó para sí: «Total, que es inútil hablar». Las voces no intervinieron
esta
vez, dado que Alicia no había hablado; pero, para su enorme sorpresa, todos
pensaron
a coro (espero que comprendáis lo que significa
pensar a coro
… porque confieso que
yo
no): «Es mejor no decir nada. Hablar vale a mil libras la palabra!».

«Esta noche voy a soñar con mil libras, ¡estoy segura!», pensó Alicia.

Durante todo este tiempo, el Revisor no hacía más que mirarla: pero primero con un catalejo, luego con un microscopio, y después con unos gemelos. Por último, dijo: «Vas en dirección contraria», y cerró la ventanilla y se fue.

—¡Una niña tan pequeña —dijo un señor que iba sentado enfrente de ella (iba vestido de papel blanco)
[2]
— debe saber en qué dirección viaja, aunque no sepa su propio nombre!

Un Chivo que iba sentado al lado del señor de blanco cerró los ojos y dijo en voz alta:

—¡Debe saber la dirección del despacho de billetes, aunque no sepa el alfabeto!

Había un Escarabajo sentado junto al Chivo (eran extrañísimos los pasajeros que iban en el vagón), y como parecía que la regla general era que hablasen todos por turno, prosiguió él, diciendo: «¡Habrá que devolverla desde aquí como equipaje!».

Alicia no podía ver quién iba sentado al otro lado del Escarabajo, pero a continuación habló una voz ronca: «Cambio de máquina…», dijo; sufrió un ahogo, y calló.

«Parece un caballo», pensó Alicia para sí. Y una vocecita extremadamente pequeña, cerca de su oído, dijo:

—Podías hacer un chiste sobre eso, con las palabras «caballo» y «calló», por ejemplo.

A continuación, una voz muy suave y alejada comentó: «Habrá que ponerle la siguiente etiqueta: "Frágil, niña"
[3]
…».

Después, otras voces («¡Cuánta gente viaja en este vagón!», pensó Alicia), siguieron: «Debe ser remitida por correo, ya que va con los labios sellados
[3a]
…». «Debe ser enviada como telegrama…» «Debe tirar del tren el resto del viaje…», y así sucesivamente.

Pero el señor vestido de papel blanco se inclinó hacia adelante, y le susurró al oído: «No hagas caso de lo que digan, pequeña, y saca billete de ida y vuelta cada vez que pare el tren».

—¡Ni hablar! —dijo Alicia algo enfadada—. Yo no tengo nada que ver con este viaje en tren; estaba en un bosque hace sólo un momento… ¡y ojalá pudiera volver allí!

—Podías hacer un chiste sobre eso —dijo la vocecita cerca de su oído—: sobre que «
quisieras
si pudieras» o algo por el estilo.

—Deja de incordiar —dijo Alicia, tratando en vano de averiguar de dónde provenía la voz—. Si tan deseoso estás de chistes, ¿por qué no haces uno tú?

La vocecita suspiró profundamente. Era
muy
desgraciado, evidentemente, y a Alicia le habría gustado decir algo compasivo que le consolase. «¡Si al menos suspirara como los demás!», pensó. Pero éste había sido un suspiro tan prodigiosamente minúsculo que, de no haber sonado
cerquísima
de su oído, no lo habría oído en absoluto. El resultado fue que le hizo muchas cosquillas en el oído, y le apartó el pensamiento de la infelicidad del pobre bichito.

—Sé que eres amiga —prosiguió la vocecita—; una amiga sincera y buena. Y que no me harás daño, aunque
sea
un insecto.

—¿Qué clase de insecto? —preguntó Alicia con cierta inquietud. Lo que quería saber en realidad era si picaba o no; pero consideró que no era de buena educación hacer esa pregunta.

—¿Cómo, entonces no…? —empezó la vocecita, cuando la ahogó un chillido estridente de la locomotora, y todo el mundo dio un brinco alarmado, Alicia incluida.

El Caballo, que había sacado la cabeza por la ventanilla, la metió otra vez tranquilamente, y dijo: «Sólo es un arroyo que tenemos que saltar».

Todo el mundo pareció contentarse con esta explicación, aunque Alicia se sintió un poco nerviosa ante la idea de que los trenes saltasen. «De todos modos, nos va a llevar a la Cuarta Casilla; ¡lo cual es un consuelo!», se dijo. Un momento después sintió que el vagón saltaba directamente en el aire; y, con el susto, se agarró a lo que tenía más a mano, que resultó ser la barba del Chivo
[4]
.

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