Alicia ANOTADA (22 page)

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Authors: Lewis Carroll & Martin Gardner

Tags: #Clásico, Ensayo, Fantástico

—¡Creo que los dos viven en la
misma
casa! —se dijo Alicia por fin—. No sé cómo no se me ha ocurrido antes… Pero no voy a poder entretenerme allí mucho tiempo. Llamaré, les diré: «¿Qué tal estáis?», y les preguntaré el camino para salir del bosque. ¡A ver si llego a la Octava Casilla antes de que se haga de noche! —así que siguió andando, y hablando consigo misma mientras caminaba, cuando al dar la vuelta en un recodo del camino se topó, tan súbitamente, con dos hombrecillos rechonchos que no pudo evitar dar un salto atrás; pero se recobró en seguida, convencida de que debían de ser ellos.
[8]

CAPÍTULO IV

Patachunta y Patachún

Estaban de pie, bajo un árbol, el uno con el brazo en el cuello del otro; y en seguida se dio cuenta Alicia de quién era quién, ya que uno tenía «CHUNTA» bordado en el cuello de la camisa, y el otro «CHUN». «Supongo que los dos llevan el PATA en la parte de atrás», se dijo.

Estaban tan quietos que a Alicia se le olvidó por completo que estaban vivos; de modo que iba a dar la vuelta alrededor de ellos para comprobar si tenían el «PATA» en la parte de atrás del cuello, cuando se llevó un sobresalto al oír una voz que salió del que tenía el «CHUNTA»:

—Si crees que somos figuras de cera —dijo—, deberías pagar entrada. Las figuras de cera no se hacen para verlas gratis. ¡Ni mucho menos!

—¡Y al revés! —añadió el que llevaba «CHUN»—: si crees que estamos vivos, deberías saludar.

—Lo siento muchísimo, de veras —fue todo lo que Alicia pudo decir; porque le acudió al pensamiento, con la insistencia del tictac de un reloj, la letra de la vieja canción, y no pudo evitar recitarla en voz alta
[1]
:

«Patachunta y Patachún

acordaron tener un duelo

Patachunta acusó a Patachún

de romper su cascabel nuevo.

Pero llegó un cuervo monstruoso,

negro como un barril de alquitrán;

y asustó a los dos de tal modo

que se olvidaron de luchar.»

—Sé lo que estás pensando —dijo Patachunta—; pero no es así, ni mucho menos.

—Al revés —continuó Patachún—: si fuera así, podría ser; y si lo fuera, sería; pero como no lo es, no es. Es cuestión de lógica.

—Estaba pensando —dijo Alicia cortésmente—, cuál sería el mejor camino para salir de este bosque: está oscureciendo. ¿Podéis decírmelo, por favor?

Pero los rechonchos hombrecillos se limitaron a mirarse y sonreír.

Se parecían tanto a un par de colegiales mayores que Alicia no pudo evitar el señalar con el dedo a Patachunta, y decir: «¡Primer alumno!».

—¡Ni mucho menos! —exclamó Patachunta enérgicamente; y volvió a cerrar la boca con un chasquido.

—¡El siguiente! —dijo Alicia, pasando a Patachún, aunque estaba completamente segura de que se limitaría a gritar: «¡Al revés!», como efectivamente hizo.

—¡Has empezado mal! —gritó Patachunta—. ¡Cuando se va de visita, lo primero que se hace es decir: «Mucho gusto», y dar la mano! —y aquí los dos hermanos se dieron un abrazo, y luego tendieron la mano libre para estrechar la de Alicia.
[2]

Alicia no quería estrecharle en primer lugar la mano a ninguno de los dos por temor a herir los sentimientos del otro; así que, para salir del apuro de la mejor manera posible, cogió al mismo tiempo las dos manos; un momento después estaban bailando al corro. Fue algo completamente natural (recordaba Alicia después), de forma que ni siquiera se sorprendió al oír música: parecía venir del árbol bajo el que estaban bailando, y producirla (según pudo advertir ella) las ramas al frotar unas contra otras, como violines y arcos.

—Pero

resultaba gracioso —dijo Alicia más tarde, cuando le contó a su hermana la historia de todo esto—, encontrarme cantando: «
Al corro chirimbolo
». No sé cómo empecé; ¡pero me daba la sensación de que llevaba cantando muchísimo rato!

Los otros dos bailarines eran gordos, y no tardaron en quedarse sin aliento. «Cuatro vueltas es suficiente para un baile» —jadeó Patachunta; y lo dejaron tan repentinamente como habían empezado: la música paró también en aquel mismo instante.

Entonces le soltaron las manos a Alicia, y se quedaron mirándola un minuto: fue una pausa bastante embarazosa, ya que Alicia no sabía cómo empezar la conversación con unas personas con las que acababa de bailar. «No estaría bien decir Mucho gusto
ahora
», se dijo: «¡eso parece que ya lo hemos dejado atrás!»

—Espero que no os hayáis cansado mucho —dijo por fin.

—Ni mucho menos.
Muchísimas
gracias por tu interés —dijo Patachunta.

—¡Muy
agradecido
! —añadió Patachún—. ¿Te gusta la poesía?

—Sí, bastante…
algunas
poesías —dijo Alicia, indecisa—. ¿Queréis decirme cuál es el camino para salir del bosque?

—¿Qué le podría recitar? —dijo Patachún, volviéndose hacia Patachunta con ojos grandes y solemnes, sin hacer caso de la pregunta de Alicia.

—La más larga es «
La Morsa y el Carpintero
» —replicó Patachunta, dándole a su hermano un abrazo afectuoso.

Patachún empezó sin más:

«Lucía el sol…»

Aquí Alicia se atrevió a interrumpirle:

—Si es
muy
larga —dijo lo más amablemente posible—, ¿te importaría decirme primero, en qué dirección…?

Patachún sonrió afablemente, y empezó otra vez
[3]
;

Lucía el sol en el mar;

brillaba con toda su fuerza:

todo su empeño ponía

en hacer las olas tersas…

cosa extraña por demás,

ya que media noche era.

La luna brillaba ceñuda:

pensaba que el sol no tenía

que estar ahora presente

habiendo acabado el día.

«¡Venir a aguar la función

es una gran grosería!»

La mar estaba mojada;

seca, muy seca, la arena.

No se veía una nube

en la bóveda azulenca;

tampoco volaban aves

ni a lo lejos, ni a lo cerca.

La Morsa y el Carpintero,

que paseaban muy cerca,

lloraban con desconsuelo

viendo tantísima arena:

«¡Qué magnífico sería

si la limpiasen entera!».

«Siete criadas barriendo

siete meses con la escoba

quizá la podrían quitar.

¿Tú qué opinas?», dijo la Morsa.

«Tal vez no», dijo el Carpintero

soltando una lágrima sola.

«¡Venid, queridas Ostras!»

La Morsa les suplicaba,

«a charlar y a pasear

por esta playa salada;

y si no sois más de cuatro,

daremos la mano a cada».

Una Ostra vieja la miró,

pero no quiso decir nada;

se limitó a guiñar un ojo,

a mover su cabeza pesada,

mostrando que no iba a dejar

el ostrero donde estaba.

Cuatro ostras jovencitas

echaron ansiosas a correr,

limpias, sus caras y sus capas;

sus zapatitos daba gusto ver…

cosa extraña, pues se sabe

que las ostras no suelen tener pies.

Cuatro Ostras las siguieron

y luego otras cuatro más;

al final fueron multitud,

y acudieron más y más,

saltando entre las olas

ansiosas por dejar el mar.

La Morsa y el Carpintero

anduvieron una milla,

descansaron en una roca

lo bastante baja y fina,

mientras las Ostras, de pie,

esperaban formando fila.

«Es hora ya», dijo la Morsa,

«de hablar de muchos enseres:

de zapatos, de barcos, de lacre,

de repollos y de reyes
[4]
,

de por qué hierve el agua del mar,

o si los cerdos alas tienen».

«¡Espera un poco», gritaron las Ostras,

«antes de ponerte a charlar;

algunas estamos sin aliento,

y las gordas las que más!»

«¡No hay prisa!», gritó el Carpintero,

lo que a todas pareció aliviar.

«Algo de pan», dijo la Morsa,

«es lo que necesitamos;

además de pimienta y vinagre,

que hay que tener mano.

ahora, Ostritas queridas,

comamos como hermanos».

«¡Pero no a nosotras!», clamaron

poniéndose algo azulencas.

«¡Después de tanta cortesía,

sería una pura vileza!»

«La noche es preciosa», dijo la Morsa.

¿No la admiráis, tan serena?»

«¡Qué buenas sois al venir!

¡Y qué suculentas estáis!»

Pero el Carpintero dijo sólo:

«Anda y córtame pan.

procura no estar sorda,

para no repetírtelo más».

«¡Qué vergüenza», dijo la Morsa,

«hacerles tal villanía

después de traerlas tan lejos,

y hacerlas trotar tan deprisa!»

El Carpintero dijo tan sólo:

«¡No pongas más mantequilla!».

«Lloro por vosotras», dijo la Morsa;

«me dais una pena inmensa».

entre sollozos y llantos

cogía las más suculentas,

con un pañuelo en los ojos

para disimular la cuenta.

«¡Ostritas mías», dijo el Carpintero,

«¡buen paseo habéis tenido!

¿Volvemos al trote también?»

Pero ninguna respuesta vino,

lo que era natural, porque

todas se las habían comido.
[5]

—Me cae mejor la Morsa —dijo Alicia—, porque lo sentía un
poco
por las pobres ostras.

—Pero comió más que el Carpintero —dijo Patachún—. Se ponía el pañuelo en los ojos para que el Carpintero no pudiese contar cuántas cogía: al revés.

—¡Qué villanía! —dijo Alicia indignada—. Entonces prefiero al Carpintero… si no comió tantas como la Morsa.

—De todas maneras, se comió todas las que pudo —dijo Patachunta.

Esto era un difícil problema.
[6]
Tras una pausa, dijo Alicia:

—¡Bueno! Los
dos
eran unos personajes desagradabilísimos… —aquí se contuvo, un poco alarmada, al oír en el bosque cercano algo que le pareció como el resoplido de una gran máquina de vapor, aunque temió que fuera más probablemente una fiera salvaje.

—¿Hay tigres o leones por aquí? —preguntó con timidez.

—Es sólo el Rey Rojo, roncando —dijo Patachún.

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