Alicia en el país de las maravillas (12 page)

(Todos los miembros del jurado respiraron con alivio.)

—Con la venia de Su Majestad —dijo el Valet—, yo no he escrito este papel, y nadie puede probar que lo haya hecho, porque no hay ninguna firma al final del escrito.

—Si no lo has firmado —dijo el Rey—, eso no hace más que agravar tu culpa. Lo tienes que haber escrito con mala intención, o de lo contrario habrías firmado con tu nombre como cualquier persona honrada.

Un unánime aplauso siguió a estas palabras: en realidad, era la primera cosa sensata que el Rey había dicho en todo el día.

—Esto prueba su culpabilidad, naturalmente —exclamó la Reina—. Por lo tanto, que le corten...

—¡Esto no prueba nada de nada! —protestó Alicia—. ¡Si ni siquiera sabemos lo que hay escrito en el papel!

—Léelo —ordenó el Rey al Conejo Blanco.

El Conejo Blanco se puso las gafas.

—¿Por dónde debo empezar, con la venia de Su Majestad? —preguntó.

—Empieza por el principio —dijo el Rey con gravedad— y sigue hasta llegar al final; allí te paras.

Se hizo un silencio de muerte en la sala, mientras el Conejo Blanco leía los siguientes versos:

Dijeron que fuiste a verla

y que a él le hablaste de mí:

ella aprobó mi carácter

y yo a nadar no aprendí.

Él dijo que yo no era

(bien sabemos que es verdad):

pero si ella insistiera

¿qué te podría pasar?

Yo di una, ellos dos,

tú nos diste tres o más,

todas volvieron a ti, y eran

mías tiempo atrás.

Si ella o yo tal vez nos vemos

mezclados en este lío,

él espera tú los libres

y sean como al principio.

Me parece que tú fuiste

(antes del ataque de ella),

entre él, y yo y aquello

un motivo de querella.

No dejes que él sepa nunca

que ella los quería más,

pues debe ser un secreto

y entre tú y yo ha de quedar.

—¡Ésta es la prueba más importante que hemos obtenido hasta ahora! —dijo el Rey, frotándose las manos—. Así pues, que el jurado proceda a...

—Si alguno de vosotros es capaz de explicarme este galimatías —dijo Alicia (había crecido tanto en los últimos minutos que no le daba ningún miedo interrumpir al Rey)—, le doy seis peniques. Yo estoy convencida de que estos versos no tienen pies ni cabeza.

Todos los miembros del jurado escribieron en sus pizarras: «Ella está convencida de que estos versos no tienen pies ni cabeza», pero ninguno de ellos se atrevió a explicar el contenido del escrito.

—Si el poema no tiene sentido —dijo el Rey—, eso nos evitará muchas complicaciones, porque no tendremos que buscárselo. Y, sin embargo —siguió, apoyando el papel sobre sus rodillas y mirándolo con ojos entornados—, me parece que yo veo algún significado... Y yo a nadar no aprendí... Tú no sabes nadar, ¿o sí sabes? —añadió, dirigiéndose al Valet.

El Valet sacudió tristemente la cabeza.

—¿Tengo yo aspecto de saber nadar? —dijo.

(Desde luego no lo tenía, ya que estaba hecho enteramente de cartón.)

—Hasta aquí todo encaja —observó el Rey, y siguió murmurando para sí mientras examinaba los versos—: Bien sabemos que es verdad... Evidentemente se refiere al jurado... Pero si ella insistiera... Tiene que ser la Reina... ¿Qué te podría pasar?... ¿Qué, en efecto? Yo di una, ellos dos... Vaya, esto debe ser lo que él hizo con las tartas...

—Pero después sigue todas volvieron a ti —observó Alicia.

—¡Claro, y aquí están! —exclamó triunfalmente el Rey, señalando las tartas que había sobre la mesa . Está más claro que el agua. Y más adelante... Antes del ataque de ella... ¿Tú nunca tienes ataques, verdad, querida? —le dijo a la Reina.

—¡Nunca! —rugió la Reina furiosa, arrojando un tintero contra la pobre Lagartija.

(La infeliz Lagartija había renunciado ya a escribir en su pizarra con el dedo, porque se dio cuenta de que no dejaba marca, pero ahora se apresuró a empezar de nuevo, aprovechando la tinta que le caía chorreando por la cara, todo el rato que pudo.)

—Entonces las palabras del verso no pueden atacarte a ti —dijo el Rey, mirando a su alrededor con una sonrisa.

Había un silencio de muerte.

—¡Es un juego de palabras! —tuvo que explicar el Rey con acritud.

Y ahora todos rieron.

—¡Que el jurado considere su veredicto! —ordenó el Rey, por centésima vez aquel día.

—¡No! ¡No! —protestó la Reina—. Primero la sentencia... El veredicto después.

—¡Valiente idiotez! —exclamó Alicia alzando la voz—. ¡Qué ocurrencia pedir la sentencia primero!

—¡Cállate la boca! —gritó la Reina, poniéndose color púrpura.

—¡No quiero! —dijo Alicia.

—¡Que le corten la cabeza! —chilló la Reina a grito pelado.

Nadie se movió.

—¿Quién le va a hacer caso? —dijo Alicia (al llegar a este momento ya había crecido hasta su estatura normal)—. ¡No sois todos más que una baraja de cartas!

Al oír esto la baraja se elevó por los aires y se precipitó en picada contra ella. Alicia dio un pequeño grito, mitad de miedo y mitad de enfado, e intentó sacárselos de encima... Y se encontró tumbada en la ribera, con la cabeza apoyada en la falda de su hermana, que le estaba quitando cariñosamente de la cara unas hojas secas que habían caído desde los árboles.

—¡Despierta ya, Alicia! —le dijo su hermana—. ¡Cuánto rato has dormido!

—¡Oh, he tenido un sueño tan extraño! —dijo Alicia.

Y le contó a su hermana, tan bien como sus recuerdos lo permitían, todas las sorprendentes aventuras que hemos estado leyendo. Y, cuando hubo terminado, su hermana le dio un beso y le dijo:

—Realmente, ha sido un sueño extraño, cariño. Pero ahora corre a merendar. Se está haciendo tarde.

Así pues, Alicia se levantó y se alejó corriendo de allí, y mientras corría no dejó de pensar en el maravilloso sueño que había tenido.

Pero su hermana siguió sentada allí, tal como Alicia la había dejado, la cabeza apoyada en una mano, viendo cómo se ponía el sol y pensando en la pequeña Alicia y en sus maravillosas aventuras. Hasta que también ella empezó a soñar a su vez, y éste fue su sueño:

Primero, soñó en la propia Alicia, y le pareció sentir de nuevo las manos de la niña apoyadas en sus rodillas y ver sus ojos brillantes y curiosos fijos en ella. Oía todos los tonos de su voz y veía el gesto con que apartaba los cabellos que siempre le caían delante de los ojos. Y mientras los oía, o imaginaba que los oía, el espacio que la rodeaba cobró vida y se pobló con los extraños personajes del sueño de su hermana.

La alta hierba se agitó a sus pies cuando pasó corriendo el Conejo Blanco; el asustado Ratón chapoteó en un estanque cercano; pudo oír el tintineo de las tazas de porcelana mientras la Liebre de Marzo y sus amigos proseguían aquella merienda interminable, y la penetrante voz de la Reina ordenando que se cortara la cabeza a sus invitados; de nuevo el bebé-cerdito estornudó en brazos de la Duquesa, mientras platos y fuentes se estrellaban a su alrededor; de nuevo se llenó el aire con los graznidos del Grifo, el chirriar de la tiza de la Lagartija y los aplausos de los «reprimidos» conejillos de indias, mezclado todo con el distante sollozar de la Falsa Tortuga.

La hermana de Alicia estaba sentada allí, con los ojos cerrados, y casi creyó encontrarse ella también en el País de las Maravillas. Pero sabía que le bastaba volver a abrir los ojos para encontrarse de golpe en la aburrida realidad. La hierba sería sólo agitada por el viento, y el chapoteo del estanque se debería al temblor de las cañas que crecían en él. El tintineo de las tazas de té se transformaría en el resonar de unos cencerros, y la penetrante voz de la Reina en los gritos de un pastor. Y los estornudos del bebé, los graznidos del Grifo, y todos los otros ruidos misteriosos, se transformarían (ella lo sabía) en el confuso rumor que llegaba desde una granja vecina, mientras el lejano balar de los rebaños sustituía los sollozos de la Falsa Tortuga.

Por último, imaginó cómo sería, en el futuro, esta pequeña hermana suya, cómo sería Alicia cuando se convirtiera en una mujer. Y pensó que Alicia conservaría, a lo largo de los años, el mismo corazón sencillo y entusiasta de su niñez, y que reuniría a su alrededor a otros chiquillos, y haría brillar los ojos de los pequeños al contarles un cuento extraño, quizás este mismo sueño del País de las Maravillas que había tenido años atrás; y que Alicia sentiría las pequeñas tristezas y se alegraría con los ingenuos goces de los chiquillos, recordando su propia infancia y los felices días del verano.

FIN

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