Alicia en el país de las maravillas (11 page)

Alicia pudo ver, tan bien como si estuviera mirando por encima de sus hombros, que todos los miembros del jurado estaban escribiendo «¡bichejos estúpidos!» en sus pizarras, e incluso pudo darse cuenta de que uno de ellos no sabía cómo se escribía «bichejo» y tuvo que preguntarlo a su vecino. «¡Menudo lio habrán armado en sus pizarras antes de que el juicio termine!», pensó Alicia.

Uno de los miembros del jurado tenía una tiza que chirriaba. Naturalmente esto era algo que Alicia no podía soportar, así pues dio la vuelta a la sala, se colocó a sus espaldas, y encontró muy pronto oportunidad de arrebatarle la tiza. Lo hizo con tanta habilidad que el pobrecillo jurado (era Bill, la Lagartija) no se dio cuenta en absoluto de lo que había sucedido con su tiza; y así, después de buscarla por todas partes, se vio obligado a escribir con un dedo el resto de la jornada; y esto no servía de gran cosa, pues no dejaba marca alguna en la pizarra.

—¡Heraldo, lee la acusación! —dijo el Rey.

Y entonces el Conejo Blanco dio tres toques de trompeta, y desenrolló el pergamino, y leyó lo que sigue:

"La Reina cocinó varias tartas

un día de verano azul,

el Valet se apoderó de esas tartas

Y se las llevó a Estambul."

—¡Considerad vuestro veredicto! —dijo el Rey al jurado.

—¡Todavía no! ¡Todavía no! —le interrumpió apresuradamente el Conejo—. ¡Hay muchas otras cosas antes de esto!

—Llama al primer testigo —dijo el Rey.

Y el Conejo dio tres toques de trompeta y gritó:

—¡Primer testigo!

El primer testigo era el Sombrerero. Compareció con una taza de té en una mano y un pedazo de pan con mantequilla en la otra.

—Os ruego me perdonéis, Majestad —empezó—, por traer aquí estas cosas, pero no había terminado de tomar el té, cuando fui convocado a este juicio.

—Debías haber terminado —dijo el Rey—. ¿Cuándo empezaste?

El Sombrerero miró a la Liebre de Marzo, que, del brazo del Lirón, lo había seguido hasta allí.

—Me parece que fue el catorce de marzo.

—El quince —dijo la Liebre de Marzo.

—El dieciséis —dijo el Lirón.

—Anotad todo esto —ordenó el Rey al jurado.

Y los miembros del jurado se apresuraron a escribir las tres fechas en sus pizarras, y después sumaron las tres cifras y redujeron el resultado a chelines y peniques.

—Quítate tu sombrero —ordenó el Rey al Sombrerero.

—No es mío, Majestad —dijo el Sombrero.

—¡Sombrero robado! —exclamó el Rey, volviéndose hacia los miembros del jurado, que inmediatamente tomaron nota del hecho.

—Los tengo para vender —añadió el Sombrerero como explicación—. Ninguno es mío. Soy sombrerero.

Al llegar a este punto, la Reina se caló los anteojos y empezó a examinar severamente al Sombrerero, que se puso pálido y se echó a temblar.

—Di lo que tengas que declarar —exigió el Rey—, y no te pongas nervioso, o te hago ejecutar en el acto.

Esto no pareció animar al testigo en absoluto: se apoyaba ora sobre un pie ora sobre el otro, miraba inquieto a la Reina, y era tal su confusión que dio un tremendo mordisco a la taza de té creyendo que se trataba del pan con mantequilla.

En este preciso momento Alicia experimentó una sensación muy extraña, que la desconcertó terriblemente hasta que comprendió lo que era: había vuelto a empezar a crecer. Al principio pensó que debía levantarse y abandonar la sala, pero lo pensó mejor y decidió quedarse donde estaba mientras su tamaño se lo permitiera.

—Haz el favor de no empujar tanto —dijo el Lirón, que estaba sentado a su lado—. Apenas puedo respirar.

—No puedo evitarlo —contestó humildemente Alicia—. Estoy creciendo.

—No tienes ningún derecho a crecer aquí —dijo el Lirón.

—No digas tonterías —replicó Alicia con más brío—. De sobra sabes que también tú creces.

—Sí, pero yo crezco a un ritmo razonable —dijo el Lirón—, y no de esta manera grotesca.

Se levantó con aire digno y fue a situarse al otro extremo de la sala.

Durante todo este tiempo, la Reina no le había quitado los ojos de encima al Sombrerero, y, justo en el momento en que el Lirón cruzaba la sala, ordenó a uno de los ujieres de la corte:

—¡Tráeme la lista de los cantantes del último concierto!

Lo que produjo en el Sombrerero tal ataque de temblor que las botas se le salieron de los pies.

—Di lo que tengas que declarar —repitió el Rey muy enfadado—, o te hago ejecutar ahora mismo, estés nervioso o no lo estés.

—Soy un pobre hombre, Majestad —empezó a decir el Sombrerero en voz temblorosa—... y no había empezado aún a tomar el té... no debe hacer siquiera una semana... y las rebanadas de pan con mantequilla se hacían cada vez más delgadas... y el titileo del té...

—¿El titileo de qué? —preguntó el Rey.

—El titileo empezó con el té —contestó el Sombrerero.

—¡Querrás decir que titileo empieza con la T! —replicó el Rey con aspereza—. ¿Crees que no sé ortografía? ¡Sigue!

—Soy un pobre hombre —siguió el Sombrerero—... y otras cosas empezaron a titilar después de aquello... pero la Liebre de Marzo dijo...

—¡Yo no dije eso! —se apresuró a interrumpirle la Liebre de Marzo.

—¡Lo dijiste! —gritó el Sombrerero.

—¡Lo niego! —dijo la Liebre de Marzo.

—Ella lo niega —dijo el Rey—. Tachad esta parte.

—Bueno, en cualquier caso, el Lirón dijo... —siguió el Sombrerero, y miró ansioso a su alrededor, para ver si el Lirón también lo negaba, pero el Lirón no negó nada, porque estaba profundamente dormido—. Después de esto —continuó el Sombrerero—, cogí un poco más de pan con mantequilla...

—¿Pero qué fue lo que dijo el Lirón? —preguntó uno de los miembros del jurado.

—De esto no puedo acordarme —dijo el Sombrerero.

—Tienes que acordarte —subrayó el Rey—, o haré que te ejecuten.

El desgraciado Sombrerero dejó caer la taza de té y el pan con mantequilla, y cayó de rodillas.

—Soy un pobre hombre, Majestad —empezó.

—Lo que eres es un pobre orador —dijo sarcástico el Rey.

Al llegar a este punto uno de los conejillos de indias empezó a aplaudir, y fue inmediatamente reprimido por los ujieres de la corte. (Como eso de «reprimir» puede resultar difícil de entender, voy a explicar con exactitud lo que pasó. Los ujieres tenían un gran saco de lona, cuya boca se cerraba con una cuerda: dentro de este saco metieron al conejillo de indias, la cabeza por delante, y después se sentaron encima.)

—Me alegro muchísimo de haber visto esto —se dijo Alicia—. Estoy harta de leer en los periódicos que, al final de un juicio, «estalló una salva de aplausos, que fue inmediatamente reprimida por los ujieres de la sala», y nunca comprendí hasta ahora lo que querían decir.

—Si esto es todo lo que sabes del caso, ya puedes bajar del estrado —siguió diciendo el Rey.

—No puedo bajar más abajo —dijo el Sombrerero—, porque ya estoy en el mismísimo suelo.

—Entonces puedes sentarte —replicó el Rey.

Al llegar a este punto el otro conejillo de indias empezó a aplaudir, y fue también reprimido.

—¡Vaya, con eso acaban los conejillos de indias! —se dijo Alicia—. Me parece que todo irá mejor sin ellos.

—Preferiría terminar de tomar el té —dijo el Sombrerero, lanzando una mirada inquieta hacia la Reina, que estaba leyendo la lista de cantantes.

—Puedes irte —dijo el Rey. Y el Sombrerero salió volando de la sala, sin esperar siquiera el tiempo suficiente para ponerse los zapatos.

—Y al salir que le corten la cabeza —añadió la Reina, dirigiéndose a uno de los ujieres.

Pero el Sombrerero se había perdido de vista, antes de que el ujier pudiera llegar a la puerta de la sala.

—¡Llama al siguiente testigo! —dijo el Rey.

El siguiente testigo era la cocinera de la Duquesa. Llevaba el pote de pimienta en la mano, y Alicia supo que era ella, incluso antes de que entrara en la sala, por el modo en que la gente que estaba cerca de la puerta empezó a estornudar.

—Di lo que tengas que declarar —ordenó el Rey.

—De eso nada —dijo la cocinera.

El Rey miró con ansiedad al Conejo Blanco, y el Conejo Blanco dijo en voz baja:

—Su Majestad debe examinar detenidamente a este testigo.

—Bueno, si debo hacerlo, lo haré —dijo el Rey con resignación, y, tras cruzarse de brazos y mirar de hito en hito a la cocinera con aire amenazador, preguntó en voz profunda—: ¿De qué se hacen las tartas?

—Sobre todo de pimienta —respondió la cocinera.

—Melaza —dijo a sus espaldas una voz soñolienta.

—Prended a ese Lirón —chilló la Reina—. ¡Decapitad a ese Lirón! ¡Arrojad a ese Lirón de la sala! ¡Reprimidle! ¡Pellizcadle! ¡Dejadle sin bigotes!

Durante unos minutos reinó gran confusión en la sala, para arrojar de ella al Lirón, y, cuando todos volvieron a ocupar sus puestos, la cocinera había desaparecido.

—¡No importa! —dijo el Rey, con aire de alivio—. Llama al siguiente testigo. —Y añadió a media voz dirigiéndose a la Reina—: Realmente, cariño, debieras interrogar tú al próximo testigo. ¡Estas cosas me dan dolor de cabeza!

Alicia observó al Conejo Blanco, que examinaba la lista, y se preguntó con curiosidad quién sería el próximo testigo. «Porque hasta ahora poco ha sido lo que han sacado en limpio», se dijo para sí. Imaginad su sorpresa cuando el Conejo Blanco, elevando al máximo volumen su vocecilla, leyó el nombre de:

—¡Alicia!

Capítulo 12
La declaración de Alicia

—¡Estoy aquí! —gritó Alicia.

Y olvidando, en la emoción del momento, lo mucho que había crecido en los últimos minutos, se puso en pie con tal precipitación que golpeó con el borde de su falda el estrado de los jurados, y todos los miembros del jurado cayeron de cabeza encima de la gente que había debajo, y quedaron allí pataleando y agitándose, y esto le recordó a Alicia intensamente la pecera de peces de colores que ella había volcado sin querer la semana pasada.

—¡Oh, les ruego me perdonen! —exclamó Alicia en tono consternado.

Y empezó a levantarlos a toda prisa, pues no podía apartar de su mente el accidente de la pecera, y tenía la vaga sensación de que era preciso recogerlas cuanto antes y devolverlos al estrado, o de lo contrario morirían.

—El juicio no puede seguir —dijo el Rey con voz muy grave— hasta que todos los miembros del jurado hayan ocupado debidamente sus puestos... todos los miembros del jurado —repitió con mucho énfasis, mirando severamente a Alicia mientras decía estas palabras.

Alicia miró hacia el estrado del jurado, y vio que, con las prisas, había colocado a la Lagartija cabeza abajo, y el pobre animalito, incapaz de incorporarse, no podía hacer otra cosa que agitar melancólicamente la cola. Alicia lo cogió inmediatamente y lo colocó en la postura adecuada.

«Aunque no creo que sirva de gran cosa», se dijo para sí. «Me parece que el juicio no va a cambiar en nada por el hecho de que este animalito esté de pies o de cabeza.»

Tan pronto como el jurado se hubo recobrado un poco del shock que había sufrido, y hubo encontrado y enarbolado de nuevo sus tizas y pizarras, se pusieron todos a escribir con gran diligencia para consignar la historia del accidente. Todos menos la Lagartija, que parecía haber quedado demasiado impresionada para hacer otra cosa que estar sentada allí, con la boca abierta, los ojos fijos en el techo de la sala.

—¿Qué sabes tú de este asunto? —le dijo el Rey a Alicia.

—Nada —dijo Alicia.

—¿Nada de nada? —insistió el Rey.

—Nada de nada —dijo Alicia.

—Esto es algo realmente trascendente —dijo el Rey, dirigiéndose al jurado.

Y los miembros del jurado estaban empezando a anotar esto en sus pizarras, cuando intervino a toda prisa el Conejo Blanco:

—Naturalmente, Su Majestad ha querido decir intrascendente —dijo en tono muy respetuoso, pero frunciendo el ceño y haciéndole signos de inteligencia al Rey mientras hablaba.

—Intrascendente es lo que he querido decir, naturalmente —se apresuró a decir el Rey.

Y empezó a mascullar para sí: «Trascendente... intrascendente... trascendente... intrascendente...», como si estuviera intentando decidir qué palabra sonaba mejor.

Parte del jurado escribió «trascendente», y otra parte escribió «intrascendente». Alicia pudo verlo, pues estaba lo suficientemente cerca de los miembros del jurado para leer sus pizarras. «Pero esto no tiene la menor importancia», se dijo para sí.

En este momento el Rey, que había estado muy ocupado escribiendo algo en su libreta de notas, gritó: «¡Silencio!», y leyó en su libreta:

—Artículo Cuarenta y Dos. Toda persona que mida más de un kilómetro tendrá que abandonar la sala.

Todos miraron a Alicia.

—Yo no mido un kilómetro —protestó Alicia.

—Sí lo mides —dijo el Rey.

—Mides casi dos kilómetros añadió la Reina.

—Bueno, pues no pienso moverme de aquí, de todos modos —aseguró Alicia—. Y además este artículo no vale: usted lo acaba de inventar.

—Es el artículo más viejo de todo el libro —dijo el Rey.

—En tal caso, debería llevar el Número Uno —dijo Alicia.

El Rey palideció, y cerró a toda prisa su libro de notas.

—¡Considerad vuestro veredicto! —ordenó al jurado, en voz débil y temblorosa.

—Faltan todavía muchas pruebas, con la venia de Su Majestad —dijo el Conejo Blanco, poniéndose apresuradamente de pie—. Acaba de encontrarse este papel.

—¿Qué dice este papel? —preguntó la Reina.

—Todavía no lo he abierto —contestó el Conejo Blanco—, pero parece ser una carta, escrita por el prisionero a... a alguien.

—Así debe ser —asintió el Rey—, porque de lo contrario hubiera sido escrita a nadie, lo cual es poco frecuente.

—¿A quién va dirigida? —preguntó uno de los miembros del jurado.

—No va dirigida a nadie —dijo el Conejo Blanco—. No lleva nada escrito en la parte exterior. —Desdobló el papel, mientras hablaba, y añadió—: Bueno, en realidad no es una carta: es una serie de versos.

—¿Están en la letra del acusado? —preguntó otro de los miembros del jurado.

—No, no lo están —dijo el Conejo Blanco—, y esto es lo más extraño de todo este asunto.

(Todos los miembros del jurado quedaron perplejos.)

—Debe de haber imitado la letra de otra persona —dijo el Rey.

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