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Authors: Garci Rodríguez de Montalvo

Amadís de Gaula (43 page)

—De hoy más reposada vuestra guisa, que Dios sabe cuánto placer he habido con voz y lo habría con todos los caballeros andantes, porque yo caballero fui y dos hijos que tengo ahora mal llagados que su estilo no es sino demandar las aventuras en que en muchas de ellas ganaron gran prez de armas, pero anoche pasó por aquí un caballero que los derribó entrambos de sendos encuentros, de que por muy escarnidos se tuvieron y cabalgando en sus caballos fueron en pos de él, y alcanzáronlo a la pasada de un río que en una barca quería entrar y dijéronle que pues ya sabían cómo ajustaba que de las espadas les mantuviese la batalla, mas el caballero que de prisa iba no lo quisiera hacer, mas mis hijos le siguieron tanto diciendo que le no dejarían entrar en la barca, y una dueña que en ella estaba les dijo: "Cierto, caballeros, desmesura nos hacéis en nos detener con tanta soberbia nuestro caballero". Ellos dijeron que le no dejaría en ninguna guisa hasta que con ellos a las espadas se probase. "Pues que así es —dijo la dueña—, ahora se combatirá con el mejor de vos, y si lo venciere que cese la del otro". Ellos dijeron que si el uno venciese que también le convenía probar el otro, y el caballero, dijo entonces muy sañudo: "Ahora venid ambos, pues por ál de vos partir no me puedo", y puso mano a su espada y dejóse a ellos ir y el uno de mis hijos fue a él, mas no pudo sufrir su batalla, que el caballero no es tal como otro que viniese y cuando el otro, su hermano, lo vio en peligro de muerte quísolo acorrer hiriendo al caballero lo más bravamente que pudo, mas su acorro poco prestó, que el caballero los paró ambos tales en poca de hora que tullidos los derribó de los caballos en el campo y entrando en su barca se fue su vía y yo fui por mis hijos, que mal llagados quedaron y porque mejor creíais lo que os he dicho, quiero os mostrar los más fuertes y esquivos golpes que nunca por mano de caballero dados fueron.

Entonces, mandó traer las armas que sus hijos en la batalla tuvieron, y Galaor las vio tintas de sangre y cortadas de tan grandes golpes de espada, que fue de ello mucho maravillado, y preguntó al hombre bueno qué armas traía el caballero. Él le dijo:

—Un escudo bermejo y dos leones pardos en él, y en el yelmo otro tal e iba en un caballo ruano.

Don Galaor conoció luego que éste era el que él demandaba y dijo contra el huésped:

—¿Sabéis vos hacienda de ese caballero?.

—No, dijo él.

—Pues ahora os id a dormir —dijo Galaor—, que ese caballero busco yo, y si lo hallo, yo daré derecho de él a mí y a vuestros hijos o moriré.

—Amigo, señor —dijo el huésped—, yo os loaría que metiéndoos en otra demanda, ésta tan peligrosa dejaseis, que si mis hijos tan mal lo pasaron su gran soberbia lo hizo, y fuese a su albergue. Don Galaor durmió hasta la mañana, y demandó sus armas y con su doncella tornó al camino y pasó la barca que ya oísteis y cuando fueron a cinco leguas de aquel lugar, vieron una hermosa fortaleza y la doncella le dijo:

—Atendedme aquí, que presto seré de vuelta, y fuese al castillo y no tardó mucho que la vio venir y otra doncella con ella y diez hombres a caballo, y la doncella era hermosa a maravilla y dijo contra Galaor:

—Caballero, esta doncella que con vos anda me dice que buscáis un caballero de unas armas bermejas y leones pardos por saber quién es; yo os digo que si por fuerza de armas no, de otra guisa, vos ni otro ninguno, en estos tres años saberlo puede, y esto os sería muy duro de acabar, porque sé cierto que en todas las ínsulas otro tal caballero no se hallaría.

—Doncella —dijo Galaor—, yo no dejaré de lo buscar aunque más se encubra, y si lo hallo, más me placería que conmigo se combatiese, que de saber de él nada por otra guisa.

—Pues de ello tal sabor habéis —dijo la doncella—, yo os lo mostraré antes de tercero día, por amor de esta mi cohermana que os aguarda, que me lo ha mucho rogado.

—En gran merced os lo tengo, dijo don Galaor, y entrando en el camino a hora de vísperas, llegaron a un brazo de mar, que una ínsula alrededor cercaba, así que habían de andar por el agua bien tres leguas sin a tierra salir antes que allá llegasen, y entrando en una barca que en el puerto hallaron, juraron primero al que los pasaba que no iba allí más de un caballero y comenzaron a navegar. Don Galaor preguntó a la doncella por qué razón les tomaban aquella jura.

—Porque así lo manda —dijo ella— la señora de la ínsula donde vos vais, que no pase más de un caballero hasta que aquél torne o quede muerto.

—¿Quién los mata o vence?, dijo don Galaor.

—Aquel caballero que vos demandáis —dijo ella—, que esta señora que os digo consigo tiene bien ha medio año, al cual ella mucho ama y la causa es que siendo en esta tierra establecido un torneo por ella y por otra dueña muy hermosa, ese caballero que de tierra extraña vino, siendo de su parte lo venció todo y fue de él tan pagada que nunca holgó hasta que por amigo lo hubo, y tiénelo consigo que lo no deja salir a ninguna parte y porque él ha querido algunas veces salir a buscar aventuras, la dueña por lo detener hácele pasar algunos caballeros que lo quieren, con que se combata de los cuales da las armas y caballos a su amiga, y los que han aventura de morir entiérranlos, y los vencidos échanlos fuera, y dígoos que la dueña es muy hermosa y ha nombré Corisanda y la ínsula Gravisanda.

Y don Galaor le dijo:

—¿Sabéis vos por qué fue este caballero a una floresta, donde lo yo hallé y estuvo ahí quince días guardándola de todos los caballeros andantes que en ella estaban?.

—Sí —dijo la doncella—, que él prometió un don a una doncella antes que aquí viniese y mandóle que guardase aquella floresta quince días, como lo vos decís y su amiga, aunque mucho contra su voluntad le dio plazo de un mes para ir y venir y guardar la floresta.

Pues en esto hablando llegaron a la ínsula y era ya una pieza de la noche pasada, mas la luna hacía clara y saliendo de la barca albergaron aquella noche ribera de una pequeña agua, donde la doncella mandara armar dos tendejones, y allí cenaron y holgaron hasta la mañana. Galaor quisiera aquella noche albergar con la doncella, que muy hermosa era, mas ella no quiso, comoquiera que pareciéndole el más hermoso caballero de cuantos había visto, tomaba mucho deleite en hablar con él.

La mañana venida cabalgó en su caballo don Galaor, armado y aderezado de entrar en batalla, y las doncellas y los otros hombres asimismo y fueron su camino. Galaor siempre hablando con la doncella y preguntóle si sabía el nombre del caballero.

—Cierto —dijo ella—, no hay hombre ni mujer en toda esta tierra que lo sepa, sino su amiga.

Él hubo entonces mayor cuita de lo conocer que antes, porque siendo tan loado en armas de tal guisa se quería encubrir y a poco rato que anduvieron llegaron a un llano donde hallaron un muy hermoso castillo que encima de un alto otero estaba y en derredor había una gran vega muy hermosa que tiraba una gran legua a cada parte, y la doncella dijo a don Galaor:

—En este castillo es el caballero que demandáis.

Él mostró un gran placer de ello por hallar lo que buscaba y anduvieron más adelante y hallaron un paredón de piedra a buena manera hecho, y encima de él un cuerno, y la doncella dijo con placer:

—Sonad ese cuerno que lo oiga y luego en oyéndolo vendrá el caballero.

Galaor así lo hizo y vieron salir del castillo hombres que armaron un tendejón muy hermoso en el prado y salieron hasta diez dueñas y doncellas, y entre ellas venía una ricamente guarnida y señora de las otras, y entraron en el tendejón.

Galaor que todo lo miraba, parecíale que tardaba el caballero y dijo a la doncella:

—¿Por qué causa el caballero no sale?.

—No vendrá —dijo ella— hasta que aquella dueña se lo mande.

—Pues ruégoos, por cortesía —dijo él—, que lleguéis a ella y le digáis que le mande venir, porque yo tengo en otras partes mucho de hacer y no puedo detenerme.

La doncella lo hizo, y como la dueña oyó el mandado dijo:

—¿Cómo en tan poco tiene él este nuestro caballero y tan ligeramente se cuida de partir para cumplir en otras partes? Pues él irá más presto que piensa y más a su daño de lo que piensa.

Entonces dijo a su doncel:

—Ve y di al caballero extraño que venga.

El doncel se lo dijo y el caballero salió del castillo armado y a pie y sus hombres le traían el caballo y el escudo y lanza y yelmo, y fue donde la dueña estaba y ella le dijo:

—¿Veis allí un caballero loco que se cuida de vos ligeramente partir? Ahora os digo que le hagáis conocer su locura.

Y abrazólo y besólo.

De todo esto crecíale mayor saña a don Galaor. El caballero cabalgó y tomó sus armas y fue descendiendo por un recuesto ayuso a su paso y parecía tan bien y tan apuesto que era maravilla. Galaor enlazó su yelmo y tomó el escudo y la lanza, y como en lo llano le vio, díjole que se guardase, y dejaron contra sí los caballos correr e hiriéronse de las lanzas en los escudos que los falsaron y desguarnecieron los arneses, así que cada uno de ellos fue mal llagado y las lanzas fueron quebradas y pasaron el uno por el otro. Don Galaor metió mano a su espada y tornó a él, mas el caballero no sacó de la vaina la suya, mas díjole:

—Caballero, por la fe que a Dios debéis y a lo que más amáis, que justemos otra vez.

—Tanto me conjuráis —dijo él— que lo haré, mas pésame que no traigo un buen caballo como vos, que si él tal fuese no cesaría de justar hasta que el uno cayese o quebrásemos cuantas lanzas podríais haber.

El caballero no respondió, antes mandó a un escudero que le diese dos lanzas y tomando él la una envió a don Galaor la otra, y dejáronse allí correr otra vez y encontráronse tan fuertemente en los escudos que fue maravilla y el caballo de Galaor hincó las rodillas y por poco no cayó, y el caballero extraño perdió las estriberas ambas y húbose de abrazar al cuello del caballo. Galaor hirió recio el caballo de las espuelas y puso mano a su espada y el caballero extraño enderezóse en la silla y hubo vergüenza fuertemente, después metió mano a su espada y dijo:

—Caballero, vos deseáis la batalla de las espadas y cierto yo la recelaba, más por vos que por mí, si no ahora lo veréis.

—Haced todo vuestro poder —dijo Galaor— que yo así lo haré hasta morir o vengar aquéllos que en la floresta mal parasteis.

Entonces, el caballero lo miró y conoció lo que era el caballero que a pie lo llamaba a la batalla y díjole con gran saña:

—Véngate, si pudieres, aunque más creo que llevará una mengua sobre otra.

Entonces se acometieron tan bravamente, que no hay hombre que en los ver no tomase en sí gran espanto. Las dueñas y todos los del castillo, cuidaron, según la justa fue brava, que se querían avenir, más viéndola de las espadas, bien les pareció más cruel y brava para se matar, y ellos se herían tan a menudo y de tan mortales golpes, que las cabezas se hacían juntar con el pecho a mal de su grado, cortando de los yelmos los arcos de acero con parte de las faldas de ellos, así que las espadas descendían a los almófares y las sentían en las cabezas, pues los escudos todos los hacían rajas, de que el campo era sembrado, y de las mallas de los arneses.

En esta porfía duraron gran pieza, tanto, que cada uno era maravillado cómo al otro no conquistaba. A esta hora comenzó a cansar y desmayar el caballo de don Galaor, que ya no podía a una parte ni a otra ir, de que muy gran saña le vino, porque bien cuidaba que la culpa de su caballo le cuitaba tan tarde la victoria, mas el caballero extraño le hería de grandes golpes y salíase de él cada vez que quería, y cuando Galaor le alcanzaba, heríalo tan fuertemente que la espada le hacía sentir en las carnes, pero su caballo andaba ya como ciego para caer. Allí temió él más su muerte que en otra ninguna afrenta de cuantas se viera, si no es en la batalla que con Amadís, su hermano, hubo, que de aquélla nunca él pensó salir vivo. Y después de él, a este caballero preciaba más que a ningún otro de cuantos había probado, pero no en tanto grado que no le pensase vencer si su caballo no lo estorbase y cuando en tal estrecho se vio dijo:

—Caballero, o nos combatamos a pie o me dad caballo de que ayudarme pueda, si no mataros he el vuestro y vuestra será la culpa de esta villanía.

—Todo haced cuanto pudiereis —dijo el caballero— que nuestra batalla no habrá más vagar que gran vergüenza es durar tanto.

—Pues ahora guardad el caballo, dijo Galaor. Y el caballero le fue herir y con recelo del caballo que le no matase juntóse mucho con él. Galaor, que lo hirió en el escudo y tan cerca de sí lo vio, echó los brazos en él apretando cuanto pudo e hirió el caballo de las espuelas tirando por él tan fuertemente que lo arrancó de la silla y cayeron ambos en el suelo abrazados, mas cada uno tuvo bien fuerte la espada, y así estuvieron revolviéndose por el campo una gran pieza hasta que el uno al otro se soltó, y se levantaron en pie y comenzaron su batalla tan brava y tan cruel que no parecía sino que entonces la comenzaban, y si la primera en los caballos fuerte y áspera a todos semejaba, esta segunda mucho más, que como más sin empacho se juntasen y herirse pudiesen, no holgaban sólo un momento que se no combatiesen, mas don Galaor, que con la flaqueza de su caballo hasta entonces no le pudiera a su guisa herir y ahora se juntaba cada vez que quería con él, dábale tan fuertes y pesados golpes, que le hacía bravamente desatinar, pero no de tal guisa que no se defendiese muy bravamente. Cuando Galaor vio que mejoraba asaz y su contrario enflaquecía, bien tiróse afuera y dijo:

—Buen caballero, estad un poco.

El otro, que bien le hacía menester, estuvo bien quedo, y díjole:

—Ya veis cómo yo he lo más mejor de la batalla y si me quisieseis decir el vuestro nombre, gran placer recibiré, y por qué os encubrís así tanto, daros he por quito y sin aquesto no os dejaré en ninguna manera.

Cierto, oyendo esto el caballero dijo:

—No me place de quitar de tal manera la batalla, porque nunca fue tal mi condición, porque nunca mayor talante en batalla que entrase de me combatir tuve que ahora, porque nunca tan esforzado como ahora me hallé en batalla que entrase y Dios mande que yo no sea conocido, sino a mi honra especial de un caballero solo.

—No toméis porfía —dijo don Galaor—, que yo os juro por la fe que de Dios tengo de os no dejar hasta que sepa quién sois y por qué os encubrís así.

—Ya Dios no me ayude —dijo el caballero—, si lo por mí sabréis, que antes querría morir en la batalla que lo decir, ende más fuerza de armas, si no fuese a dos solos, que no conozco, que a éstos por cortesía o por fuerza ninguno se lo podría ni debería negar, queriéndolo ellos saber.

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