Amanecer contigo (5 page)

Read Amanecer contigo Online

Authors: Linda Howard

Tags: #Romántico

—¡Eh! —protestó él con la cara hundida en la almohada. Apartó ésta de un manotazo. Estaba temblando de furia.

Dione tiró del elástico de sus calzoncillos.

—Cálmese —dijo—. Esta mañana no será doloroso.

Su gesto impertinente hizo que el torso de Blake enrojeciera por completo de rabia. Ella sonrió y comenzó a masajear con firmeza sus hombros y su espalda.

Él dejó escapar un gruñido.

—¡Cuidado! ¡No soy una falda de ternera!

Ella se echó a reír.

—¡Qué delicado es! —dijo en tono burlón—. Esto tiene su razón de ser.

—¿Cuál? ¿El castigo?

—En una palabra, circulación. Tiene fatal la circulación. Por eso sus manos están siempre frías y tiene que ponerse calcetines para mantener los pies calientes, hasta en la cama. Apuesto a que ahora, mismo los tiene helados, ¿a que sí?

El silencio fue su respuesta.

—Los músculos no funcionan sin un buen riego —comentó.

—Ya —repuso él con sarcasmo—. Su masaje mágico va a hacer que me levante de un salto.

—En absoluto. Mi masaje mágico sólo es un primer paso, y debería ir acostumbrándose porque le voy a dar muchos.

—Dios mío, está usted llena de encanto, ¿no?

Ella volvió a reír.

—Estoy llena de conocimientos, y también vengo equipada con una piel muy dura, así que pierde usted el tiempo —empezó a masajearle las piernas; allí no había carne que amasar. Tuvo la sensación de estar moviendo su piel sobre los huesos, pero siguió, consciente de que las horas y horas de masaje que iba a darle acabarían rindiendo fruto. Le quitó los calcetines y le frotó enérgicamente los pies inermes. Por fin sintió que el frío abandonaba en parte su piel.

Pasaron los minutos mientras trabajaba en silencio. El rezongaba a veces, cuando sus dedos vigorosos le hacían un poco de daño. Una fina película de sudor empezaba a brillar en la cara y el cuerpo de Dione.

Le tumbó de espalda y comenzó a masajear sus brazos, su pecho y su vientre cóncavo. Las costillas le sobresalían, blancas, bajo la piel. Él yacía con los ojos clavados en el techo y una expresión amarga en la boca.

Dione volvió a masajearle las piernas.

—¿Cuánto tiempo va a seguir así?

Ella levantó la vista y miró la hora. Había pasado algo más de una hora.

—Supongo que es suficiente de momento —dijo—. Ahora, los ejercicios.

Tomó primero una pierna y luego la otra y las flexionó, obligándole a levantar las rodillas hasta el pecho y repitiendo aquel movimiento una y otra vez. Él lo soportó en silencio un cuarto de hora; luego, de pronto, se incorporó y la apartó de un empujón.

—¡Basta! —gritó, el rostro demacrado—. Dios mío, ¿es que tiene que seguir y seguir? Es una pérdida de tiempo. ¡Déjeme en paz!

Ella lo miró con estupor.

—¿Qué quiere decir con una pérdida de tiempo? Acabo de empezar. ¿De veras esperaba notar diferencias en una hora?

—No me gusta que me manoseen como si fuera arcilla.

Ella se encogió de hombros y disimuló una sonrisa.

—De todos modos son casi las siete y media. Su desayuno ya estará listo. No sé usted, pero yo tengo hambre.

—Yo no —dijo él, y un instante después una expresión de sorpresa cruzó su cara, y Dione comprendió que acababa de darse cuenta de que tenía hambre, seguramente por primera vez desde hacía meses. Le ayudó a vestirse, aunque él volvió a enfadarse. Estaba tan enfurruñado como un niño cuando entraron en el ascensor que habían instalado expresamente para él.

Pero el enfurruñamiento desapareció de un plumazo en cuanto vio lo que había en su plato.

Dione, que lo estaba observando, tuvo que morderse el labio para no echarse a reír.

Primero horror y luego rabia crisparon sus rasgos.

—¿Qué es eso? —bramó.

—Oh, no se preocupe —dijo ella tranquilamente—. No es lo único que va a comer, pero sí lo primero. Son vitaminas —añadió en tono condescendiente.

Podrían haber sido culebras por la cara con que Blake miraba el plato. Dione tenía que reconocer que impresionaba un poco. Alberta había contado las píldoras tal y como ella le había ordenado, y no tuvo que contarlas para saber que había diecinueve.

—¡No pienso tomármelas!

—Va a tomárselas. Las necesita. Y las necesitará aún más después de unos días de terapia. Además, no podrá comer nada hasta que se las haya tomado.

A Blake no le gustaba perder. Agarró las píldoras y se las fue tragando a puñados, haciéndolas pasar con tragos de agua.

—Ya está —gruñó—. Ya me he tomado las condenadas píldoras.

—Gracias —dijo ella, muy seria.

Alberta debía haber estado escuchando, porque un momento después entró con las bandejas del desayuno. Blake miró el medio pomelo, la tostada de pan integral, los huevos, el beicon y la leche como si fueran bazofia.

—Quiero un gofre con arándanos —dijo.

—Lo siento —contestó Dione—. Eso no está en su dieta. Demasiado dulce. Cómase el pomelo.

—Odio los pomelos.

—Necesita la vitamina C.

—¡Acabo de tomarme vitamina C para un año!

—Mire —dijo ella con dulzura—, éste es su desayuno. Cómaselo o déjelo. Pero no va a comerse un gofre con arándanos.

Él le arrojó la bandeja.

Dione esperaba algo así, y agachó la cabeza ágilmente. La bandeja se estrelló contra la pared. Ella se dejó caer sobre la mesa, sacudida por las carcajadas que llevaba conteniendo toda la mañana. Él tenía prácticamente el pelo de punta de lo enfadado que estaba. Estaba muy guapo. Sus ojos de color cobalto brillaban como zafiros; el rubor encendía su cara.

Digna como una reina, Alberta salió de la cocina con una bandeja idéntica y la colocó delante de él.

—Dijo que seguramente tiraría la primera —comentó sin inflexión alguna.

El saber que había actuado exactamente como Dione había predicho le hizo enfadarse aún más, pero de pronto se sentía bloqueado. No sabía qué hacer, temiendo que, hiciera lo que hiciera, ella lo hubiera previsto. Al final no hizo nada. Comió en silencio, metiéndose la comida en la boca con determinación, y luego volvió a ladrar a cuenta de la leche.

—No soporto la leche. Un café no puede hacerme daño.

—No, pero tampoco le hará ningún bien. Hagamos un trato —ofreció ella—. Bébase la leche, la necesita para el calcio, y luego puede tomarse un café.

Él respiró hondo y a continuación apuró el vaso de leche.

Alberta llevó café. El resto del desayuno pasó en relativa paz. Ángela Quincy, la hijastra de Alberta, entró a limpiar los platos rotos, y él pareció un poco avergonzado.

Ángela era, a su modo, tan enigmática como Alberta. A diferencia de Alberta, aparentaba su edad; tenía unos cincuenta años, y era tan redondeada y blanda como Alberta seca y angulosa. Era muy guapa, podría haberse dicho incluso que era bella, a pesar de que tenía la piel muy arrugada. Era la persona más apacible que Dione había visto nunca. Tenía el pelo castaño y profusamente salpicado de gris, y sus ojos eran de un marrón suave y apacible. Dione se enteraría más tarde de que había estado comprometida una vez. El novio murió, y Ángela todavía llevaba el anillo de compromiso que él le había regalado hacía muchos años. No parecía molesta en absoluto por tener que limpiar el huevo de la pared, aunque Blake estaba cada vez más nervioso. Dione acabó su desayuno con parsimonia y luego dejó a un lado su servilleta.

—Es hora de hacer más ejercicio —anunció.

—¡No! —rugió él—. Ya he tenido bastante por hoy. Es usted muy pesada, señora.

—Por favor, llámeme Dione —murmuró ella.

—¡No quiero llamarla de ningún modo! Dios mío, ¿le importaría dejarme en paz?

—Claro que no, cuando haya acabado mi trabajo. No puedo permitir que arruine usted mi lista de éxitos, ¿no cree?

—¿Sabe lo que puede hacer con su lista de éxitos? —bramó él, echando hacia atrás la silla. Apretó el botón de marcha adelante—. ¡No quiero volver a ver su cara! —gritó mientras la silla se lo llevaba de la habitación.

Ella suspiró y levantó los hombros cansinamente cuando sus ojos se toparon con la mirada filosófica de Ángela. Esta sonrió, pero no dijo nada. Alberta no era parlanchina, y al parecer Ángela lo era aún menos, Dione supuso que, cuando estuvieran las dos juntas, el silencio sería ensordecedor.

Cuando le pareció que Blake había tenido tiempo de superar el berrinche, subió al piso de arriba para empezar de nuevo. Seguramente sería una pérdida de tiempo probar en su puerta, así que entró en su cuarto y se fue derecha a la galería. Tocó en las puertas de cristal correderas de la habitación de Blake y luego las abrió y entró.

Blake la miró con cara de pocos amigos desde la silla. Dione se acercó a él y le puso la mano sobre el hombro.

—Sé que es difícil —dijo suavemente—. No puedo prometerle que vaya a ser fácil. Intente confiar en mí; soy muy buena en mi trabajo, y en el peor de los casos acabará usted mucho más sano que ahora.

—Si no puedo caminar, ¿qué me importa estar sano? —preguntó con voz crispada—. ¿Cree que quiero vivir así? Preferiría haber muerto en ese barranco antes que haber vivido estos dos últimos años.

—¿Siempre se da por vencido tan fácilmente?

El giró la cabeza de golpe.

—¡Tan fácilmente! ¡Qué sabrá usted! No tiene ni idea de lo que es…

—Puedo decirle lo que no ha sido —lo interrumpió ella—. Puedo decirle que no se ha mirado el lugar donde solía tener las piernas y ha visto sólo una sábana. Nunca ha tenido que escribir a máquina pulsando las teclas con un lápiz sujeto con los dientes por estar paralizado de cuello para abajo. He visto a mucha gente peor que usted. Va a volver a caminar porque yo voy a obligarle.

—¡No quiero oír lo mal que están otros! ¡Esas personas no son yo! Mi vida es mía, y sé lo que espero de ella, y lo que no puedo… lo que no estoy dispuesto a consentir.

—¿Trabajo? ¿Esfuerzo? ¿Dolor? —inquirió ella—. Señor Remington, Richard me ha contado muchas cosas sobre usted. Disfrutaba de la vida al máximo. Si tuviera la más remota posibilidad de volver a hacerlo, ¿no lo intentaría?

Él suspiró; parecía completamente agotado.

—No sé. Si realmente creyera que hay una posibilidad…, pero no lo creo. No puedo andar, señorita Kelley. No puedo mover las piernas en absoluto.

—Lo sé. No puede esperar moverlas enseguida. Tendré que estimular sus impulsos nervios antes de que pueda moverlas. Tardará varios meses, y no puedo prometerle que no cojee, pero volverá a caminar…, si coopera. Bueno, señor Remington, ¿empezamos otra vez con esos ejercicios?

Capítulo 3

Se sometió a los ejercicios de mala gana, pero a Dione no le importó, siempre y cuando cooperara. Sus músculos no sabían que él permanecía con el ceño constantemente fruncido; el movimiento, la estimulación, era lo que contaba. Dione trabajaba sin descanso, a ratos ejercitándole las piernas, a ratos dándole masajes en todo el cuerpo.

Eran casi las diez y media cuando oyó el ruido que, sin darse cuenta, llevaba esperando oír toda la mañana: el repiqueteo de los tacones de Serena. Levantó la cabeza y entonces Blake lo oyó también.

—No —dijo con voz ronca—. No deje que me vea así.

—Está bien —contestó ella con calma, y subió la sábana para taparle. Luego se acercó a la puerta y salió al pasillo para bloquearle el paso a Serena, que se disponía a entrar en la habitación.

Serena la miró con sorpresa.

—¿Blake está despierto? Sólo iba a asomarme. No suele levantarse hasta mediodía.

«No me extraña que se haya enfadado tanto cuando le he despertado a la seis», pensó Dione divertida. A Serena le dijo blandamente:

—Está haciendo sus ejercicios.

—¿Tan temprano? —Serena enarcó las cejas, sorprendida—. Bueno, estoy segura de que ya habrá hecho suficientes. Como se ha despertado temprano, estará listo para desayunar. Come muy mal. No quiero que se salte ninguna comida. Iré a ver qué le apetece…

Serena se movió para esquivarla y entrar en la habitación, pero Dione se giró hábilmente para bloquear de nuevo la puerta.

—Lo siento —dijo con la mayor suavidad posible cuando Serena se quedó mirándola con estupor—. Ya ha desayunado. Le he puesto un horario, y es importante que lo respete. Haremos una hora más de ejercicio y luego bajaremos a comer, si quiere esperar hasta entonces.

Serena seguía mirándola como si no pudiera creer lo que estaba oyendo.

—¿Me está diciendo…? —murmuró, y luego se detuvo y empezó otra vez, levantando la voz—. ¿Me está diciendo que no puedo ver a mi hermano?

—En este momento, no. Tenemos que completar sus ejercicios.

—¿Sabe Blake que estoy aquí? —preguntó Serena, sonrojándose de pronto.

—Sí, lo sabe. No quiere que le vea en este momento, por favor, intente comprender cómo se siente.

Los extraordinarios ojos de Serena se agrandaron.

—¡Ah! ¡Ah, comprendo! —quizá lo comprendiera, pero Dione lo dudaba. Una expresión de dolor brilló un momento en sus ojos; luego se encogió de hombros levemente—. Entonces…, lo veré dentro de una hora —se alejó y Dione se quedó mirándola un momento.

Intuía sus emociones heridas en cada línea de su recta espalda. No era extraño que la persona más cercana al paciente sintiera celos de la intimidad que se creaba por fuerza entre paciente y terapeuta, pero Dione nunca dejaba de sentirse incómoda cuando eso sucedía. Sabía que aquella intimidad era pasajera, que en cuanto su paciente se recuperara y ya no necesitara sus servicios, pasaría a otro caso y el paciente se olvidaría por completo de ella. De todos modos, en el caso de Blake no había motivo alguno para sentir celos. Lo único que sentía por ella era hostilidad.

Cuando volvió a entrar en la habitación, él giró la cabeza para mirarla.

—¿Se ha ido? —preguntó, ansioso.

—Va a esperar abajo para comer con usted —contestó Dione, y vio que el alivio se reflejaba en su cara.

—Bien. Ella… quedó destrozada cuando me pasó esto. Se pondría histérica si viera cómo estoy en realidad —el dolor ensombreció sus ojos—. Es especial para mí. Prácticamente la crié. Soy la única familia que tiene.

—No, no lo es —precisó Dione—. Tiene a Richard.

—Richard está tan enfrascado en su trabajo que rara vez recuerda que está viva —bufó él—. Es un gran vicepresidente, pero no un gran marido.

Esa no era la impresión que había extraído Dione. Richard le había parecido muy enamorado de su mujer. A primera vista, él y Serena eran opuestos. Richard era reservado y complejo, mientras que ella era tan vehemente como su hermano. Pero quizá cada uno de ellos era lo que necesitaba el otro. Tal vez la fogosidad de Serena le hacía a él más espontáneo; y quizá su reserva atemperaba los impulsos de su esposa. Pero Dione no le dijo nada de aquello a Blake.

Other books

Rounding the Mark by Andrea Camilleri
Nevada (1995) by Grey, Zane
Whirlwind by Charlotte Lamb
Down With the Royals by Joan Smith