Amigas entre fogones (14 page)

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Authors: Kate Jacobs

Oliver dio un trago largo a la bebida y tiró el vaso de plástico a una papelera. Se dio cuenta demasiado tarde de que era una papelera de reciclaje. En fin, no era de extrañar que la Tierra fuese a terminar destruyéndose, con tantos humanos descuidados que no podían hacer el esfuerzo de ver los indicativos de reciclaje en los contenedores. Oliver se planteó sacar el vaso, pero pensó que resultaría aún más feo, así que se dio media vuelta y se quedó mirando a Carmen de frente.

—Bueno, ¿qué es lo que tienes para mí? —preguntó tratando de sonar animado. Por supuesto que había accedido a echarle una mano. Sólo un tonto de remate habría dejado a una cosita tan delicada como Carmen en mitad del vestíbulo de Canal Cocina, rodeada de un montón de pesadas cajas.

Ella se lo agradeció articulando en silencio la palabra «gracias», sin que en su rostro se reflejara sorpresa alguna. Su falta de genuina gratitud molestó a Oliver, un poco al menos. Ella sabía que acabaría ayudándola, aunque no le apeteciera hacerlo, sabía que acabaría accediendo incluso cuando él fingía que estaba dándole vueltas al asunto. Socialmente, estaba muy mal visto que un hombre se negase a la petición de auxilio de una mujer. Esa era una de las pequeñas incoherencias de la vida profesional que le exasperaban: la asunción de que no pasaba nada si una mujer le pedía a un hombre que hiciese un trabajo físico. Pero nunca al revés, perdone usted.

«No hay de qué, Carmen», articuló en silencio, moviendo exageradamente la boca como si gritase. Oliver se remangó la camisa Oxford de color azul Francia. Sabía que había accedido a subir las pertenencias de Carmen porque era una mujer atractiva y simpática, y también porque, aunque le importunaba bastante tener que ayudarla, le gustaba que le viesen como un hombre fuerte. Además, le debía mucho más que un pequeño esfuerzo físico. Ella sabía que la comida le había salvado, que había alimentado su alma cuando él se había parado a pensar sobre su vida y se había dado cuenta de qué le faltaba. Ella sentía el mismo respeto que Oliver por el poder de los sabores. Y como conocía los problemas que había sufrido en sus muñecas cuando trabajó de segundo chef en un restaurante, había susurrado su nombre a Alan Holt cuando éste buscaba a una persona para desempeñar el puesto de productor culinario.

Oliver conocía a Carmen desde hacía ya años. Había trabado amistad con ella cuando le enseñó el jamón serrano auténtico que había metido de extranjis en el país al regresar de un viaje a Barcelona, e incluso había salido con ella brevemente hasta que decidieron de mutuo acuerdo seguir sólo como amigos. Y, en ese sentido, Oliver sabía que tener de amiga a la ex Miss España no era precisamente mala cosa.

Pero aún había algunos aspectos suyos que le costaba tolerar, como sus poses de muñequita, su manera de engatusar, la expectación que generaba. Carmen estaba acostumbrada a conseguir lo que se proponía. Tal vez siempre había sido así para ella, cuando ya de pequeña era la niña bonita de su madre, en Sevilla, o cuando atraía la atención de los fotógrafos conforme fue escalando posiciones en el mundillo de los concursos de belleza, o cuando se ganaba el corazón de los paparazzis al arrojarles bocadillos mientras esperaban para captar alguna imagen de Carmen y de su cantante de Hollywood. Esa clase de atención puede afectar la personalidad de cualquiera, de eso no cabía la menor duda. Oliver tamborileó con los dedos en las cajas de Carmen: él mismo no habría cargado con los paquetes de nadie en los tiempos en que trabajó en Wall Street.

—_Tú mantén la cabeza agachada y haz tu trabajo —le dijo su padre el día que se marchó de casa para ir a estudiar en la universidad.

—Vas a convertirte en alguien —le dijo su hermano mediano, Marcus, que se había puesto a trabajar en la empresa paterna tras terminar la universidad.

—Asegúrate de que no te olvidas de nosotros cuando seas alguien importante y elegante —le dijo su hermano mayor, Peter, que trabajaba de contable en una empresa de la localidad.

Olvidarse de su lugar de procedencia no había entrado en sus planes. No había esperado que sus éxitos profesionales tuviesen semejante efecto. Había dado por hecho que sería más fuerte que eso.

Su madre siempre había dicho que tenía la cabeza bien amueblada. Y así era. En aquellos tiempos, cuando crecía en su ciudad agrícola de Indiana, le llamaban Ollie. Era sólo el tercer miembro de su familia que iba a la universidad, después de Marcus y de Peter. Pero había sido el primero en conseguir una beca completa. El primero en irse a vivir a otro estado. El primero en conseguir un título de máster en administración de empresas. El primero en ir a Nueva York y en conseguir un ascenso tras otro. El primero en hacer dinero. Eso era lo que había hecho. Dinero.

Desde luego, los primeros años de trabajo en Wall Street habían sido increíbles, más que sustanciales, y la actualización constante de su armario ropero, la ampliación de la carta de sabores de su paladar (conservaba gratos recuerdos de su primer bocado de callos, de la gira gastronómica por Italia, del viaje en bicicleta por Napa), así como los lugares que escogía para las vacaciones eran reflejo de su bien nutrida cuenta bancaria. Recordaba muy bien la extraña sensación que tuvo al caer en la cuenta de que ganaba más pasta en su primer empleo a tiempo completo que su padre, mecánico dedicado a reparar tractores y automóviles. La granja de la familia Cooper había sido vendida a un conglomerado de empresas no hacía mucho.

Los caros regalos que compraba para aportar algo de lujo a la vida de los suyos (el Cadillac que su padre siempre había querido tener, un viaje a Aruba para toda la familia) no hacían sino resaltar su nueva posición. Costaba jugar al hermanito pequeño cuando tenía la billetera a reventar y un Bulova en la muñeca; no resultaba fácil seguir con ese juego en el seno de la familia.

Su plan, el día que había llegado a Manhattan con sus viejas maletas y su bicicleta, había sido amasar una pequeña fortuna y dedicarse luego a algo que le llenase de verdad. No era cierto que siempre hubiese deseado ser experto en inversiones de un banco ni nada parecido.

Su intención había sido no quedarse mucho en la ciudad.

—Éstos son mis años de acumulación de capital —le dijo a Peter en su vigésimo octavo cumpleaños—. Pienso sacarles el máximo partido. No me distraeré con nada.

Y así fue. Trabajaba durante horas y horas. A Oliver se le daba bien su trabajo. Aun así, llegado el momento de salir de la oficina, trataba de evitar meterse en su apartamento del barrio de Tribeca. Quería estar rodeado de gente, aunque a la vez deseara mantenerse alejado, distanciado. Entonces centró toda su considerable energía extracurricular en ir a cenar a los restaurantes de más reciente aparición, para probar los sabores y las delicias secretas de los nuevos cocineros. Comer solo en un restaurante nunca le había importado: ni siquiera se llevaba un libro para esconderse detrás de él; simplemente se permitía el lujo de disfrutar sin más de la comida.

Había probado desde el establecimiento más pequeño del barrio hasta el considerado lo más de la restauración, Le Bernardi; la historia de amor más intensa de Oliver era con la comida. (Y, como consecuencia, mantenía también una devoción ciega por su entrenador personal.)Su vida era justamente lo que él había pedido: un trabajo bien pagado y comida que supiese bien. Además, de tanto en tanto, salía con alguna chica, bonita y agradable, y su familia (a la que rara vez veía, pero de la que se preocupaba mucho) se encontraba bien de salud. Todo estaba bien. Era mejor de lo que había imaginado.

Pero la novedad había dejado de serlo, y así comenzó la paulatina transición de Oliver, el chaval del Medio Oeste franco, trabajador, que lo miraba todo con ojos como platos, al multimillonario Maestro del Universo. Oliver todavía podía cruzar dos o tres palabras con la cajera de la tienda de comestibles, todavía podía abrirle la puerta a una persona mayor sin mucho aspaviento. Esos instantes le servían para afirmar que era un buen tipo, que seguía siendo el mismo Ollie Cooper que había jugado al escondite las cálidas noches de verano y que había ido en bici al colegio. En los tiempos en que tenía una cabellera densa y poblada, y la calvicie parecía una cosa que sólo tenían otros hombres. En los tiempos en que clasificaba a las personas entre las que eran amables y las que no.

Pero, poco a poco, todo eso se perdió. Se interponía delante de otro coche al cambiar de carril los domingos por la noche cuando regresaba a la ciudad desde su casa de campo, levantando el brazo y con el dedo corazón extendido formando el universal gesto de saludo. Azuzaba a los camareros que tardaban una milésima de segundo más de la cuenta en llevarle el agua —se abstuvo de probar el agua del grifo cuando se puso de moda beber agua con gas—. Oliver dejó de despedirse con un «adiós» al terminar una conversación telefónica, simplemente cortaba cuando había terminado de decir lo que él tenía que decir. No tenía la deferencia de preguntar «¿Qué tal estás?» cuando se encontraba con alguna de sus bonitas novias para cenar, y se dedicaba a hablar sin parar sobre lo estresado que estaba. Ocupado, ocupado, ocupado. La palabra en clave para dar a entender que era «importante».

Se rio junto a sus padres aquellas Navidades en que les contó que había ganado más dinero en un año que su padre en toda una vida. Suponía que se sentirían orgullosos. Y así era, desde luego. Pero también avergonzados. El prefería creer que no entendía por qué.

Y así fueron pasando los años. El ambicioso Oliver se transformó en un hombre de más edad y menos interesante. Sólo que él era el único que no se daba cuenta.

En su vida, la comida era lo único que seguía siendo invariablemente excitante: desde la trufa más cara a la tarta de manzana más fresca de la panadería de la vuelta de la esquina, con el aroma a canela flotando por entre la celosía de hojaldre. Pero todo lo demás era rutina. Displicencia. Oliver se pasaba largas horas metido en su gran despacho, ganaba un sueldo generoso, había transformado sus monedas de céntimos en billetes grandes, etcétera. Había comprado un pase para un carrusel interminable, para la carrera de todos contra todos, sin pararse siquiera a pensar en bajarse.

Le llevó un tiempo darse cuenta de que sus colegas de cuando vivía con sus padres se habían borrado del mapa y de que sólo aparecían para mandarle felicitaciones navideñas. (O, para ser exactos, sus mujeres le mandaban las felicitaciones, firmadas con «Joe y Cindy» o «Gord y Ricki», y él entonces se pasaba un buen rato tratando de recordar si había conocido a esa mujer, si le había encargado a su asistente que mandase a la pareja un regalo de boda. Luego caía en la cuenta de que ni siquiera le habían invitado.) Sus hermanos rara vez se ponían al teléfono cuando sus sobrinos y sobrinas lo llamaban para darle las gracias por el tardío pero extravagante regalo de cumpleaños. Todos los años se dejaba un suculento pellizco de culpabilidad y de dólares en la juguetería FAO Schwarz.

—Tú piensas que somos una panda de pueblerinos —le dijo su hermano Marcus en una de las raras conversaciones telefónicas—. Te has convencido a ti mismo de que vivir en Manhattan te hace ser mejor.

—¿Y no es verdad? —Oliver lo había dicho en broma.

—Tío, ¿qué te ha pasado?

—¿A qué te refieres?

—¿Cuándo te convertiste en ese gilipollas pomposo?

—¿Cómo dices?

—Deja que te diga quién eres: cuando mamá cumplió setenta y cinco años no se te vio el pelo. Eres de esos que mandan a su madre un gran ramo de flores por su cumpleaños, pero que son incapaces de hacer un hueco para ir a verla más de una vez al año.

—Estaba liado.

—Se echó a llorar, Oliver. —Marcus estaba evidentemente furioso—. Se pasó toda la noche creyendo que darías la campanada y entrarías por la puerta a lo grande.

—Ya os dije que no podía ir.

—¿Y qué tenías que hacer?

—Trabajar.

—Siempre dijiste que empezarías, terminarías y seguirías adelante con tu vida. —Marcus suspiró—. Te lo voy a decir algo: te comportas como si fueses el rey del mambo, pero no eres más que un triste perdedor; ésa es la verdad.

—Vete al cuerno.

—¿Cuándo fue la última vez que fuiste amable sin ningún motivo? ¿Cuándo fue la última vez que te sentiste feliz?

—Anoche, amigo mío. Cuando me bebí un pinot del 95 acompañado de una panceta de cerdo en glaseado de arce. —El tono de voz de Oliver era triunfal—. Ahí lo tienes.

Su hermano permaneció callado un buen rato.

—Me alegro de que tengas tu comida. De verdad que me alegro. Porque tal como yo lo veo, no tienes nada más.

Y como ocurre con la especia perfecta que estimula la lengua y te abrasa la garganta, las palabras de su hermano supusieron una descarga eléctrica para Oliver.

Así empezó todo, así empezó a zumbarle en algún rincón de la cabeza la sorda toma de conciencia. Quería… otra cosa. Quería ser algo más que simplemente ese tío que parecía tenerlo todo y, sin embargo, no tener nada. Con los años se había convertido en una persona que no agradaba especialmente ni a Marcus ni a Peter. En una persona que tampoco a él mismo le gustaba.

Ya sabía que cuando más feliz se sentía era cuando estaba en contacto con la comida. Sin duda, comer le proporcionaba un gran placer, pero también sus incursiones a alguna de las muchas tiendas de productos para gastrónomos que había en Manhattan, para elegir melocotones, berenjenas, filetes de atún. Pero aquella toma de conciencia iba más allá. Oliver empezó a entender que nunca había esperado que su trabajo le llenase. Todo eso de empezar y terminar era una buena idea, un buen plan, pero no se había dado cuenta de que tenía que poner fin en algún momento. De que había quedado atrapado por la inercia, esclavo de los ceros de su cuenta bancaria.

Se apuntó a un curso básico de cocina, sólo por las tardes. Luego, los domingos, asistió a algunas clases dedicadas al brunch.

Introducción a la repostería. Recetas esenciales para festividades. Y más tarde cogió un vuelo a casa de sus padres y les preparó a su madre y a sus hermanos una rutilante cena de pavo con relleno de salchichas, patatas dulces con glaseado de arce y un chutney elaborado a base de melocotón, pera, pina y un pellizco de curry.

—Voy a dejar mi empleo —anunció mientras comían su tarta tatin—. Me he inscrito en una escuela de cocina.

—Eso resulta… inusual —respondió su padre con cautela—. ¿Te encuentras bien?

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