Read Amigas entre fogones Online
Authors: Kate Jacobs
Eso era lo que Gus respondía cada vez que un entrevistador le preguntaba cómo se había iniciado en la cocina. Recitaba el menú que su madre les daba de cenar con más frecuencia, generalmente más de una noche a la semana. Unas veces acompañado de crema de manzana de bote; otras, sin ningún tipo de aderezo en absoluto.
Su madre y su padre se sentaban a la mesa cada uno en una punta, y Gus en medio. Pásame la sal, pásame la pimienta. Nadie decía ni pío mientras masticaban, lentamente, tragando con intensidad cada bocado para hacerlo bajar.
—No te creas lo que dicen de que los años cincuenta y el principio de los sesenta era todo Suzy Homemaker. —Gus repitió a Al Roker las mismas palabras que había dicho en numerosas ocasiones—: Era exactamente igual que hoy: mucha de esa gente no era capaz de hervir un huevo ni tenían la menor idea de cómo preparar una comida como Dios manda. Mi madre era de esas personas.
Y Gus se lanzaba entonces a narrar su condensada pero archipracticada historia de cuando utilizaba el carné de la biblioteca para sacar libros de recetas y se dedicó a ahorrar su paga semanal para comprar finalmente un ejemplar del Mastering the Art of French Cooking de Julia Child para ella sólita, y después tirarse las tardes de los sábados y de los domingos haciendo experimentos y obligando a los niños del barrio a comerse sus inventos.
—¡Yo sólo quería comer algo que supiese bien! —concluyó con una risa.
—Bueno, este brunch es fantástico —dijo Ann Curry—. Demos las gracias a Gus Simpson, presentadora de ¡Cocinar con gusto!, por compartir con nosotros ¡estas estupendas recetas! ¡Hasta mañana a todos!
—¡Y estamos fuera! —voceó alguien entre bastidores. Uno de los productores se acercó al centro del plato.
—Muchísimas gracias por cubrir a Carmen Vega en el último momento, Gus —dijo—. Nos quedamos de piedra cuando nos enteramos de que tenía varicela. Nos has sacado las castañas del fuego, y nunca mejor dicho.
Con un leve toque en el brazo, el productor la hizo girar y los dos salieron del plato riéndose como si fuesen cómplices de algo, de haber salvado la emisión del Today de una interrupción imprevista. (Cosa que Gus, después de tantos años en la televisión, sabía que no habría llegado a pasar realmente.)
—Oh, ha sido un placer, un verdadero placer —repitió ella, sin dejar de sonreír, mientras el productor la acompañaba a un camerino. ¡Carmen Vega! ¿La joven Reina Cibernética de la Comida? Ahora caía en la cuenta de que, cuando la habían llamado para acudir de invitada de última hora, le habían ocultado de manera evidente la identidad de la señorita a la que Gus estaba sustituyendo. De hecho, la llamada le había hecho tanta ilusión que ni siquiera se le había ocurrido preguntar quién se había caído del cartel. Lo cierto era que hacía casi un año que no había aparecido en ninguna emisión de la mañana, dado que los programas matutinos habían pasado a centrar su atención en los concursantes del Top Chef y en el último cocinero efectista. Y ahora Gus lo entendía todo: de la noche a la mañana, al parecer, había dejado de ser la sexy y divertida gurú de las comidas con invitados y se había metamorfoseado en la señora incondicional y fiable de toda la vida a la que recurrir cuando necesitaban llamar a alguien. No alguien que resultase… excitante. No una reina de la belleza.
Pero, por el amor de Dios, ¿qué había hecho Gus? Había salido en directo y había preparado unos huevos revueltos.
—Por lo menos podría haber hecho una tortilla —dijo a nadie en particular.
Tal vez tenían razón.
Se sentó delante de un espejo y se limpió el denso maquillaje de televisión de la cara, se puso una pequeña cantidad de crema hidratante y volvió a aplicarse la barra de labios natural y un toque de rímel. Echó una rápida ojeada a su blusa para comprobar que no se hubiese manchado de maquillaje. Entonces se levantó alisándose a la vez los pantalones de talle sin pinzas.
—Soy el vivo retrato de Gus Simpson —suspiró, y se fijó en su pelo castaño dorado recogido en un moño caído en la nuca, con algún que otro mechón suelto para dulcificar el rostro, se fijó en el estilo vaporoso de su atuendo, en el grueso collar con su colgante, que le quedaba justo por encima del pecho. Siempre ropa elegante a la vez que cómoda. El telespectador, el productor, todo el mundo sabía con qué se iban a encontrar si pedían una ración de Gus. Quizá realmente hubiese llegado el momento de pensar en un cambio de imagen. En consultar las páginas del manual de Carmen Vega.
Una rápida consulta a su reloj de pulsera le informó de que eran exactamente las diez y veinte de la mañana. En lugar de regresar de inmediato a Westchester, podría recorrer a pie las manzanas que separaban los estudios de la NBC de Saks para darse una vuelta y comprar algo diferente.
Gus abrió la cremallera del bolso y encendió el móvil para comprobar cómo iba todo. Su primera llamada fue para Porter.
—Hola, Gus. ¿Recibiste mi mensaje? —Porter había producido todos sus programas, desde su primera aparición en La bolsa del almuerzo—. Escucha, ya que estás en la ciudad, ¿podrías pasarte por aquí? Los de marketing acaban de traerme los resultados de un nuevo grupo de opinión y, en fin, pienso que deberíamos juntarnos para tratar el tema.
—Oh, Porter, es malo, ¿a que sí? —Gus estaba preocupada—. Ya sé que en otoño no salimos tan bien parados en los índices de audiencia, pero…
—Quedemos y hablemos del asunto. Te veo en cuanto llegues aquí. —Y colgó.
Al traste con su sosegado día de tiendas.
La idea de llamar a Troy para pedirle consejo había sido de Hannah. Era un hombre joven, listo y espabilado. Y Gus necesitaba esa ayuda. La noticia de su productor (de que de nuevo habían caído en los índices de audiencia y que los grupos de opinión puntuaban mejor a los programas en vivo que a los programas grabados como ¡Cocinar con gusto!) no la había pillado totalmente por sorpresa. Lo que no se había esperado era oír que iban a tener que interrumpir sus emisiones o tal vez quitar el programa para hacer sitio a un reemplazo en mitad de la temporada. Así, tal cual. Doce años en el Canal Cocina y de repente le decían que, como podía pasarle a cualquiera, o aumentaba la audiencia o ése sería el final de ¡Cocinar con gusto!
—Llamaré a Alan y aclararé el entuerto —le dijo a Porter con confianza—. Puede que sea el presidente, pero tú y yo llevamos con él desde el primer día. Aquí ha habido algún error.
Porter se había quedado sentado sin decir ni mu, mientras Gus utilizaba el teléfono de su despacho para hacer la llamada. Ella había observado el tamborileo de sus dedos de piel negra en la mesa y su manera deliberada de evitar su mirada, para ofrecerle privacidad, aun hallándose a medio metro de distancia.
Alan se encontraba en una reunión, tal como le había dicho lentamente y repetidas veces su asistente administrativo. Una reunión que iba a durar la semana entera, al parecer. Gus se quedó con el auricular en la mano hasta un buen rato después de que el asistente hubiese colgado.
Los negocios pueden parecer muy personales cuando somos todos amigos y brindamos por el último éxito, sentados en torno a la misma mesa. Pero, a fin de cuentas, los negocios son sólo eso, negocios.
Gus Simpson, como cualquier otra persona, podía ver cancelado su programa. Y le dolió.
Tras partir en varios trozos una tableta de chocolate suizo del bueno que tenía escondida en el escritorio, y de animar a Gus a ir picando, Porter le había desvelado la cruda realidad: su aparición en la emisión del Today había sido de pura chiripa. Carmen Vega tenía varicela y Rachael Ray, su primera opción para sustituirla, se encontraba en Albany rodando la primera película del mundo dedicada por entero a la cocina. Gus estaba lo suficientemente cerca de su estudio para poder presentarse a tiempo. Y era una baza segura. Era de fiar. Y no hubo más que hablar.
Por no hablar —explicó Porter— de lo que había oído comentar acerca de que todas las figuras destacadas de la televisión sobre cocina estaban aplicando modificaciones a sus programas, en todos los canales por cable: Nigella Lawson estaba haciendo una serie de trece episodios dedicada a la barbacoa —la comida menos americana por excelencia—, mientras aparecía vestida con tankinis de diseño, nada menos. La rival de toda la vida de Gus, la incomparable Condesa Descalza, estaba transformando su programa en un musical, escribiendo letras con las recetas y poniéndoles melodía.
—¿Estás de broma?
—Gus, Ina Garten guarda muchos ases en la manga. —Porter se encogió de hombros—. Todo el mundo cuenta con un golpe de efecto, menos tú. Y la buena comida bien elaborada aburre a las ovejas. Ya no engancha.
—Pero yo tengo un contrato —farfulló ella.
—Los contratos tienen su manera de hacer pupa —repuso Porter—. ¿Te acuerdas de esa cláusula que dice que si los índices suben un diez por ciento se te paga una prima? Pues también hay otra que dice que el contrato podrá rescindirse si los índices caen precisamente en ese porcentaje.
—No he leído el contrato desde que lo firmé hace años… —Gus suspiró. Nunca pensó que las cosas pudieran ponerse así.
Pero Porter se había guardado lo mejor para el final: que el presupuesto del programa iba a ser recortado a la mitad. Y que Carmen, la estupenda Reina de la Belleza y de la Comida, había sido vista saliendo del despacho del presidente, en los estudios del Canal Cocina, la semana anterior. Y que nadie respondía de forma clara a sus preguntas.
Gus, con la boca llena de chocolate, echaba chispas por los ojos.
—Pensé que disponíamos de algo más de tiempo para ponernos las pilas, pero la cosa no pinta bien… ni para ti ni para mí —dijo Porter con una lánguida sonrisa en el rostro—. Ofréceme algo fresco, Gus. Es la única forma de poder salvar tu programa.
De todos los sucesos inesperados que podían acontecer desde que se mudase de Oregón a Manhattan como recién licenciado universitario, hacía más de diez años, Troy jamás hubiese imaginado que acabaría viéndose abandonado por la chica de sus sueños mientras conservaba una magnífica relación con la madre. ¿A quién se le ocurre? No era normal, simplemente. Pero así fueron las cosas. Gus Simpson era para Troy Park una amiga mucho más leal de lo que nunca había llegado a ser su veleidosa hija Sabrina. La increíble, la sexy Sabrina, con su brillante melena negra y sus húmedos ojos azules, siempre vestida de colores piruleta. Esa chica era de las que atraen miradas, el tipo de mujer que entra majestuosamente en una habitación y de inmediato consigue la atención de todos sin decir ni una palabra. Había cierta dulce vulnerabilidad en la joven señorita Simpson, una ternura que atraía. Era liviana al andar y bastante risueña, de hecho. Sabrina no se parecía a ninguna de las mujeres que había conocido en su vida.
Lo cual resultaba aún más irónico, ya que para Troy siempre había sido prácticamente una cuestión de honor poner los ojos en blanco cada vez que algún colega le contaba, a golpe de cerveza, que le había alcanzado un rayo. El rayo del amor.
Y entonces le pasó a él.
Acababa de dejar su trabajo en publicidad para dedicarse en exclusiva a su aventura empresarial. Era un poco antes de lo que había imaginado y no estaba totalmente preparado. Pero era el momento adecuado para lanzar su producto y su padre le había animado a tirarse a la piscina. Siempre era mejor —le había dicho— trabajar para uno mismo. Así sabes que siempre puedes confiar en el jefe.
Sus padres habían trabajado codo con codo, cultivando manzanos y perales en sus hectáreas de huerta. Oregón tenía buena tierra, decía su padre; por eso se habían ido a vivir allí cuando llegaron, recién casados, de Corea del Sur, después de pasar un tiempo trabajando en un restaurante de otra familia de inmigrantes, hasta poder finalmente dar la entrada para comprar la tierra que tanto ansiaban poseer. Troy tenía cinco años cuando los Park se mudaron a la sólida casa de labranza que había en la finca, y el entusiasmo de su madre mientras deshacía cajas, con su hermana Alice atada a la trona para que no gatease por entre el polvo, era algo que conservaba vívidamente en el recuerdo. Su madre no había dejado de sonreír ni cuando fregaba los suelos.
Aquella misma noche, su padre le había llevado de la mano a recorrer uno por uno todos los árboles de la granja que ya era de los Park, hasta que las regordetas piernas del niño de cinco años que era Troy se cansaron de andar.
«Concéntrate en lo que quieres —decía su padre—, y nunca pierdas de vista tu objetivo. Y en un momento dado tienes que arriesgarte.»
Ahora Troy había montado FarmFresh, una empresa especializada en el suministro de máquinas refrigeradas expendedoras de fruta fresca, agua embotellada y yogures. Continuando con la tradición de la familia Park.
Y como digno hijo de su madre, quiso cuidar el diseño interior de la sede de la marca. No se podía negar que se había quedado prendado de Sabrina desde el mismo instante en que había entrado en sus oficinas alquiladas. Había oído hablar de ella por primera vez a la flamante esposa de uno de sus colegas cerveceros —Sabrina acababa de reformarles su nuevo apartamento— y los recién casados estaban extasiados; volvían loco a Troy con su insaciable necesidad de hablar de estores o de la importancia de elegir la grifería adecuada para el mueble del baño. «Sabrina tiene muchísimo talento y, como está empezando, sus precios están muy bien —le habían dicho—. Además, es la hija de esa señora que hace programas de cocina en la tele. Sólo que Sabrina no diseña cocinas.»
A Troy le parecía bien, ya que en su despacho no había cocina. Pero sí entusiasmo: todo el empuje de un joven empresario que acababa de embolsarse su primer flujo importante de dinero y que estaba listo para dar a su espacio de trabajo un estilo acorde con su filosofía de negocios, con sus esperanzas de futuro y con su ingenio. Estilo que él visualizaba como una combinación de diseños escandinavos, tonos terrosos, sillas ergonómicas, un perro de la empresa y un aro de baloncesto fijado a una pared. Puede que hasta una banderola del equipo de su universidad, los Oregon Ducks, colocada en la pared de detrás de su mesa.
«Eso es absolutamente fantástico», había dicho Sabrina, sonriendo, cuando Troy le hubo enumerado la lista de sus deseos en aquella entrevista inicial. Sabrina lucía una pedicura color coral brillante y enseñaba una buena cantidad de centímetros de pierna tersa hasta llegar al dobladillo del vestido sin mangas, en tejido imitación de tweed de color verde lima, cuya textura rugosa prácticamente le suplicaba que frotase con sus manos a su propietaria. («Le gusta el verde», escribió en su PDA; Troy procuraba fijarse en los pequeños detalles cuando una mujer le interesaba.) A continuación había sacado una tabla de diseño, con muestras de maderas y de moquetas y unas cuantas bandas de tela. Un aire mucho más conservador. Maduro. «Vamos a hacer algo totalmente diferente a todo lo ostentoso que se vende por Internet; estoy impaciente por que lo veas», dijo ella, que no dejó de sonreír en todo el tiempo que habló. Sabrina no se parecía a ninguna otra neoyorquina que hubiese conocido: era alegre, en vez de seria y determinada, y no tenía ni una sola prenda de vestir negra. Hasta su forma de andar era alegre, daba la sensación de que caminaba a saltitos. Esa chica hacía que todo pareciese más… liviano.