Amigos en las altas esferas (9 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

—¿Algo más, comisario?

—Después envíeme la cartera. Me gustaría echar un vistazo al contenido. Y diga que es urgente.

Vianello lo miró:

—¿Y cuándo no lo es, comisario?

—Bien, puede decir a Bocchese que hay una persona muerta. Eso quizá le haga apresurarse.

—Bocchese es de los que dirían que en tal caso ya no es necesario correr —observó Vianello.

Brunetti optó por hacer caso omiso del comentario.

Vianello guardó el pañuelo en el bolsillo interior de la chaqueta del uniforme y preguntó:

—¿Algo más, comisario?

—Que la
signorina
Elettra mire si en el archivo tenemos algo sobre Rossi. —No era probable, ya que no podía imaginar a Rossi involucrado en alguna actividad delictiva, pero la vida le había dado sorpresas mayores que ésa, por lo que no estaría de más asegurarse.

Vianello levantó los dedos de una mano.

—Perdón, comisario, si lo interrumpo, pero, ¿significa eso que vamos a tratar el caso como una investigación de asesinato?

Los dos sabían las dificultades que eso acarreaba. Hasta que se asignara magistrado, ninguno de ellos podía iniciar una investigación oficial, pero, para que un magistrado pudiera hacerse cargo y tratarlo como caso de asesinato, tenía que haber pruebas convincentes de que se había cometido un crimen. Brunetti dudaba de que su impresión de que Rossi sufría de vértigo pudiera considerarse prueba convincente de crimen y, menos, de asesinato.

—Tendré que convencer al
vicequestore
—dijo Brunetti.

—Sí, señor —suspiró Vianello.

—Parece usted escéptico.

Vianello levantó una ceja. Fue suficiente.

—Esto no va a gustarle, ¿verdad? —insinuó Brunetti. Nuevamente, Vianello declinó responder. Patta sólo permitía a la policía admitir que había delito cuando, por así decir, se lo metían por los ojos y no había forma de negarlo. No parecía probable que autorizara la investigación de algo que tenía todas las trazas de un accidente. Mientras fuera posible eludirlo, mientras no pudieran presentarse pruebas que convencieran hasta al más escéptico de que Rossi no se había matado al caerse, a los ojos de las autoridades, el caso seguiría siendo un accidente.

Brunetti tenía la facultad, o quizá el inconveniente, de poder ver cualquier situación desde dos ángulos distintos por lo menos, y comprendía lo absurdas que debían de parecer sus sospechas a quien no las compartiera. El sentido común aconsejaba abandonar todo aquello y aceptar lo evidente: Franco Rossi había muerto al caer accidentalmente de un andamio.

—Mañana por la mañana, vaya a buscar las llaves al hospital y eche una ojeada al apartamento.

—¿Qué he de buscar?

—Ni idea —respondió Brunetti—. A ver si encuentra una libreta de direcciones, cartas, nombres de amigos o parientes.

Tan absorto estaba Brunetti en sus especulaciones que no se dio cuenta de que entraban en el canal, y sólo el ligero choque de la lancha contra el embarcadero de la
questura
le indicó que ya habían llegado.

Subieron juntos a cubierta. Brunetti, con un ademán, dio las gracias a Bonsuan, que estaba ocupado en tensar los amarres. Él y Vianello cruzaron bajo la lluvia hacia la puerta principal de la
questura,
que un agente de uniforme se adelantó a abrir. Antes de que Brunetti pudiera agradecerle el gesto, el joven dijo:

—El
vicequestore
quiere verlo, comisario.

—¿Aún está aquí? —se sorprendió Brunetti.

—Sí, señor. Me ha pedido que se lo dijera en cuanto llegara.

—Muchas gracias. —Y le dijo a Vianello—: Vale más que vaya ahora.

Los dos hombres subieron juntos el primer tramo de escaleras, reacios ambos a especular sobre qué podía querer Patta. En el primer piso, Vianello se alejó por el pasillo que conducía a la escalera posterior y al laboratorio, donde Bocchese, el técnico, reinaba de modo indiscutible, sin premuras ni deferencias por el rango.

Brunetti se encaminó al despacho de Patta. La
signorina
Elettra estaba sentada a su mesa y levantó la mirada al entrar él. Lo llamó con un ademán al tiempo que descolgaba el teléfono y oprimía un botón. Al cabo de un momento, dijo:

—Está aquí el comisario Brunetti,
dottore.
—Escuchó a Patta, respondió—: Entendido,
dottore.
—Y colgó el auricular—. Debe de querer pedirle un favor, o hubiera estado toda la tarde pidiendo su cabeza a grito pelado. —Aún tuvo tiempo de decir antes de que se abriera la puerta y apareciera Patta.

Brunetti observó que el traje gris de su superior debía de ser de cachemir y la corbata, lo que en Italia pasaba por «club inglés». Aunque la primavera había sido fresca y lluviosa, la hermosa y tersa cara de Patta estaba bronceada. Llevaba unas gafas ovaladas de montura fina. Eran las quintas gafas que Brunetti le había conocido desde que estaba en la
questura,
y el diseño, como siempre, sería el que llevaría todo el mundo dentro de varios meses. Una vez en que Brunetti no llevaba encima sus gafas de leer y tomó las de Patta que estaban sobre la mesa para examinar una fotografía, descubrió que los cristales no eran graduados.

—Estaba diciendo al comisario que entrara,
vicequestore
—dijo la
signorina
Elettra. Brunetti observó que encima de su mesa había ahora dos carpetas y tres papeles que no estaban allí hacía un momento.

—Sí, pase,
dottor
Brunetti —dijo Patta extendiendo una mano en un ademán que a Brunetti se le antojó alarmante, similar al que imaginaba que haría Clitemnestra para inducir a Agamenón a apearse del carro. Sólo tuvo tiempo de lanzar una última mirada a la
signorina
Elettra antes de que Patta lo agarrara del brazo y lo atrajera suavemente al despacho.

Patta cerró la puerta y fue hacia los dos sillones que tenía frente a las ventanas, esperó a que Brunetti se reuniera con él, lo invitó a sentarse y se sentó a su vez. Un decorador de interiores hubiera dicho que los sillones estaban dispuestos «en ángulo de conversación».

—Me alegro de que haya encontrado tiempo que dedicarme, comisario —dijo Patta.

Al oír la nota de áspero sarcasmo, Brunetti se sintió en terreno más familiar.

—He tenido que salir —explicó.

—Creí que eso había sido esta mañana —dijo Patta, pero entonces se acordó de sonreír.

—Sí, señor, pero también he tenido que salir esta tarde. Fue algo imprevisto y no tuve tiempo de avisarlo.

—¿No tiene
telefonino, dottore?

Brunetti, que odiaba ese aparato y se resistía a llevarlo por lo que comprendía que era un prejuicio estúpido y retrógrado, dijo tan sólo:

—No lo llevaba encima.

De buena gana hubiera preguntado a Patta qué deseaba, pero la advertencia de la
signorina
Elettra era suficiente para hacerle mantener la boca cerrada y la cara inexpresiva, como si su jefe y él fueran dos desconocidos que esperasen el mismo tren.

—Tengo que hablar con usted, comisario —dijo Patta. Carraspeó y prosiguió—: Se trata de algo… en fin, algo personal.

Brunetti hizo un esfuerzo por mantener la cara inmóvil, con una expresión de interés pasivo por lo que estaba oyendo.

Patta se arrellanó en el sillón, estiró las piernas y cruzó los tobillos. Se quedó un momento contemplando el brillo de sus zapatos, descruzó las piernas, echó los pies hacia atrás e inclinó el cuerpo hacia adelante. Brunetti observó con asombro que, en los segundos que tardó en hacer ese movimiento, Patta parecía haber envejecido varios años.

—Se trata de mi hijo.

Brunetti sabía que tenía dos, Roberto y Salvatore.

—¿Cuál de ellos?

—Roberto, el pequeño.

Roberto, según calculó Brunetti rápidamente, debía de tener veintitrés años por lo menos. Bueno, Chiara, su propia hija, que tenía quince, era y siempre sería la pequeña.

—¿No estudia en la universidad?

—Sí, Economía Comercial —respondió Patta, que se interrumpió y volvió a mirarse los pies—. Lleva ya varios años —explicó levantando la mirada hacia Brunetti.

Una vez más, Brunetti procuró no mover ni un músculo de la cara. No quería demostrar excesiva curiosidad por lo que debía de ser un problema familiar, pero tampoco falta de interés por lo que Patta hubiera de decirle. Asintió con gesto alentador, el mismo que utilizaba con los testigos nerviosos.

—¿Conoce a alguien en Jesolo? —preguntó Patta, desconcertando a Brunetti.

—¿Cómo dice, señor?

—En Jesolo. ¿Alguien de la policía de allí?

Brunetti pensó un momento. Tenía contactos con algunas policías del continente, pero no con la de Jesolo, un centro turístico de la costa adriática, con abundancia de clubes nocturnos, hoteles y discotecas, desde el que cada mañana cruzaban la Laguna barcos llenos de excursionistas que venían a pasar el día en Venecia. Una compañera de universidad estaba en la policía de Grado, pero en Jesolo, más próxima, no conocía a nadie.

—No, señor.

Patta no pudo disimular la decepción.

—Confiaba en que así fuera.

—Lo siento, señor. —Brunetti examinó sus opciones mientras observaba al inmóvil Patta, que volvía a contemplarse los zapatos, y decidió arriesgarse—. ¿Puedo preguntar por qué?

Patta lo miró, desvió la mirada y volvió a mirarlo. Finalmente, dijo:

—Anoche me llamó la policía de allí. Una persona que trabaja para ellos, ya sabe… --Debía de referirse a un informador—… les dijo hace unas semanas que Roberto vendía droga. —Patta calló.

Cuando comprendió que el
vicequestore
no iba a decir más, Brunetti preguntó:

—¿Quién le ha llamado?

Patta prosiguió entonces, como si no hubiera oído la pregunta de Brunetti.

—He pensado que quizá conociera usted allí a alguien que pudiera darnos una idea más clara de lo que ocurre, quién es esa persona, hasta dónde ha llegado la investigación… —Nuevamente, la palabra «informador» acudió a la mente de Brunetti, pero no dijo nada. Como respondiendo a su silencio, Patta agregó—: Esas cosas.

—No, señor, lo lamento, pero allí no conozco a nadie. —Tras una pausa, propuso—: Podría preguntar a Vianello. —Y, adelantándose a la respuesta de Patta, añadió—: Es muy discreto. No habría nada que temer.

Patta no se movió ni miró a Brunetti. Luego meneó la cabeza en firme negación, descartando la posibilidad de aceptar ayuda de un agente de uniforme.

—¿Eso es todo, señor? —dijo Brunetti, apoyando las manos en los brazos del sillón, para mostrar su intención de marcharse.

Al ver el gesto de Brunetti, Patta dijo, en voz aún más baja:

—Lo arrestaron. —Miró a Brunetti, pero, al ver que éste no tenía preguntas, prosiguió—: Anoche. Me llamaron a eso de la una. Hubo una pelea en una de las discotecas y, cuando llegaron allí para sofocarla, detuvieron a varias personas y las registraron. Seguramente por lo que esa persona les había dicho, registraron a Roberto.

Brunetti callaba. Sabía por larga experiencia que, una vez llegaba tan lejos un testigo, ya nada lo detenía. Ahora saldría todo.

—En el bolsillo de la chaqueta le encontraron una bolsa de plástico con éxtasis. —Se inclinó hacia Brunetti—. Usted sabe lo que es eso, ¿no, comisario?

Brunetti asintió, asombrado de que Patta pudiera pensar que un policía ignoraba tal cosa. Sabía que cualquier palabra suya podía romper el impulso. Relajó la postura lo mejor que pudo, retirando una mano del brazo del sillón y dejándola en una actitud que transmitiera sensación de sosiego, por lo menos, tal era la intención.

—Roberto les dijo que alguien debía de haberle puesto la bolsa en el bolsillo al ver llegar a la policía. Eso ocurre a menudo. —Brunetti lo sabía. Y también sabía que no ocurría a menudo.

—Me llamaron y fui. Sabían quién era Roberto, de modo que les propuse ir yo. Cuando llegué, lo confiaron a mi custodia. Camino de casa, él me contó lo de la bolsa. —Patta calló. Parecía haber hecho punto final.

—¿Se la quedaron como prueba?

—Sí, y le tomaron las huellas dactilares para compararlas con las que pudieran encontrar en la bolsa.

—Si él la sacó del bolsillo y se la entregó, sus huellas estarán en ella —dijo Brunetti.

—Sí, ya lo sé —dijo Patta—. Eso no me preocupaba. Y por esa razón ni siquiera me molesté en llamar a mi abogado. No había pruebas, a pesar de las huellas. Lo que decía Roberto podía ser verdad.

Brunetti asintió en muda conformidad, esperando averiguar por qué Patta lo consideraba ahora sólo una posibilidad.

Patta se recostó en el respaldo y miró por la ventana.

—Esta mañana, después de que usted se fuera, me han llamado.

—¿Por eso quería usted verme, señor?

—No. Esta mañana quería hablarle de otra cosa. Ahora no importa.

—¿Y qué le han dicho? —preguntó Brunetti al fin.

Patta apartó la mirada de lo que estuviera viendo por la ventana.

—Que dentro de la bolsa había cuarenta y siete sobrecitos, con una pastilla de éxtasis cada uno.

Brunetti trataba de calcular el peso y valor de la droga, para determinar la severidad con que un juez podía castigar su posesión. No parecía mucha cantidad y, si Roberto mantenía su declaración de que se la habían puesto en el bolsillo, el peligro no podía ser muy grave.

—Sus huellas estaban también en los sobrecitos —dejó caer Patta en el silencio—. En todos.

Brunetti reprimió el impulso de alargar la mano para ponerla en el brazo de Patta. Lo que hizo fue esperar unos momentos y decir:

—Lo siento, señor.

Todavía sin mirarlo, Patta asintió, dándose por enterado o, quizá, agradeciendo sus palabras.

Transcurrido un minuto completo, Brunetti preguntó:

—¿Fue en el mismo Jesolo o, en las afueras, en el Lido?

Patta miró a Brunetti y agitó la cabeza como el boxeador que recibe un golpe no muy fuerte.

—¿Cómo?

—¿Dónde ocurrió, en Jesolo o en Jesolo Lido?

—En el Lido.

—¿Y dónde estaba él cuando fue…? —Brunetti iba a decir «arrestado», pero rectificó en el último momento—: Detenido.

—Ya se lo he dicho —respondió Patta secamente, con una voz que denotaba lo cerca que estaba de perder los estribos—. Lido di Jesolo.

—Sí, señor, pero ¿en qué lugar? ¿Un bar? ¿Una discoteca?

Patta cerró los ojos, y Brunetti se preguntó cuánto tiempo habría pasado su superior pensando en todo esto, recordando hechos de la vida de su hijo.

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