Amigos en las altas esferas (12 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Volvió a marcar el número de Ferrara, y tampoco esta vez obtuvo respuesta. Entonces sonó su teléfono.

—¿Comisario? —Era Vianello.

—Sí.

—Acaban de llamarme de la comisaría de Cannaregio.

—¿La de Tre Archi?

—Sí, señor.

—¿Y qué dicen?

—Recibieron la llamada de un hombre que decía que del apartamento de encima del suyo salía un olor fuerte. Desagradable.

Brunetti esperó; no se necesitaba mucha imaginación para adivinar lo que venía a continuación: no se llamaba a un comisario de policía para denunciar un desagüe en mal estado o unas basuras abandonadas.

—Un estudiante —dijo Vianello, cortando sus especulaciones.

—¿Qué ha sido?

—Parece sobredosis. Por lo menos, eso me han dicho.

—¿Cuánto hace que han llamado?

—Unos diez minutos.

—Ahora mismo bajo.

Al salir de la
questura,
Brunetti se sorprendió del calor. Era curioso. Siempre sabía qué día de la semana era y, casi siempre, qué día del mes, pero con frecuencia tenía que pararse a pensar si era primavera o era otoño. Así pues, al sentir el calor del día, tuvo que hacer un pequeño esfuerzo para salir de su extraña desorientación y recordar que estaba en primavera y era natural que el calor fuera en aumento.

Aquel día tenían a otro piloto, Pertile, un hombre al que el comisario encontraba antipático. Embarcaron Brunetti, Vianello y los dos hombres del equipo técnico. Uno de ellos quitó el amarre, salieron al
bacino
y viraron por el canal del Arsenale. Pertile conectó la sirena y aceleró por las aguas tranquilas del Arsenale, cortando por delante de un
vaporetto,
el 52, que salía de la parada de Tana.

—Esto no es una evacuación nuclear, Pertile —dijo Brunetti.

El piloto se volvió a mirar a los hombres de cubierta, apartó una mano del volante y el sonido de la sirena se apagó. A Brunetti le pareció que la lancha aceleraba más aún, pero optó por no decir nada. Al extremo del Arsenale, Pertile viró bruscamente a la izquierda y pasó frente a las paradas del hospital, Fondamenta Nuove, La Madonna dell'Orto y San Alvise y entró en el canal de Cannaregio. Justo después de la primera parada de barcos, vieron a un agente de policía que, de pie en la
riva,
les hacía señas con el brazo.

Vianello le lanzó la cuerda y el hombre se inclinó para atarla a un aro. Al ver a Brunetti, el agente de la
riva
saludó y alargó la mano para ayudarlo a desembarcar.

—¿Dónde está? —preguntó Brunetti cuando sintió los pies en tierra firme.

—Al extremo de esta calle —dijo el hombre dando media vuelta en dirección a una callejuela que se adentraba en el Cannaregio.

Los otros saltaron a tierra y Vianello se volvió para decir a Pertile que esperase. Brunetti y el agente entraron en la estrecha calle andando uno al lado del otro y los otros los siguieron en fila india.

No tuvieron que andar mucho, ni les fue difícil encontrar la casa: a unos veinte metros, se había congregado un grupo de gente frente a una puerta en la que había un agente de uniforme con los brazos cruzados. Al acercarse Brunetti, un hombre se apartó del grupo, pero no fue hacia los policías sino que se quedó a un lado, con los brazos en jarras, esperando. Era alto, casi cadavérico y tenía la nariz de borracho más escandalosa que había visto Brunetti en toda su vida: roja, bulbosa, picada y con la punta casi azul. Recordó a Brunetti las caras que había visto en un cuadro de un pintor flamenco —¿de Cristo con la cruz a cuestas?—, deformes y malévolas, que no prometían más que males y sufrimiento para todo el que cayera bajo su maléfico influjo.

En voz baja, Brunetti preguntó:

—¿Es ése el que lo ha encontrado?

—Sí, señor —contestó el policía que los había recibido en la
riva
—. Vive en el primer piso.

Cuando se acercaron al hombre, éste metió las manos en los bolsillos y empezó a balancear el cuerpo adelante y atrás, como si tuviera cosas importantes que hacer y la policía le impidiera atenderlas.

Brunetti se paró frente a él.

—Buenos días. ¿Nos ha avisado usted? —preguntó.

—Sí, y me extraña que se hayan molestado en venir tan pronto —dijo el hombre con una voz tan cargada de resentimiento y hostilidad como lo estaba su aliento de alcohol y café.

—¿Vive usted en el piso de abajo?

—Sí, desde hace siete años, y si el mierda del dueño se ha creído que con una nota de desahucio va a echarme, ya le diré yo dónde puede metérsela. —Hablaba con acento de la Giudecca y, como muchos de los naturales de esa isla, parecía convencido de que la grosería es tan esencial para el habla como lo es el aire para la respiración.

—¿Y cuánto hace que él vive aquí?

—Es que ya no vive —dijo el hombre y soltó una larga carcajada que acabó en un acceso de tos.

—¿Cuánto hace que vivía aquí? —preguntó Brunetti cuando el hombre hubo acabado de toser.

El otro se irguió y miró fijamente a Brunetti quien, a su vez, observó las rojeces escamosas de la cara del hombre y los ojos amarillentos de ictericia.

—Un par de meses. Tendrá que preguntárselo al dueño. Yo sólo lo veía en la escalera.

—¿Venía alguien a verlo?

—Eso no lo sé —dijo el hombre con súbita agresividad—. Yo me ocupo de mis asuntos. Además, era estudiante y yo no tengo nada que decir a esa gente. Son unos mierdecillas que se creen que lo saben todo.

—¿Así se comportaba? —preguntó Brunetti.

El hombre se quedó pensativo, sorprendido de tener que examinar un caso concreto para comprobar si se ajustaba a sus prejuicios. Al cabo de un rato, dijo:

—No, pero, como le decía, sólo lo había visto unas pocas veces.

—Haga el favor de dar su nombre al sargento —dijo Brunetti dando media vuelta e indicando al joven policía que había esperado la lancha. El comisario dio los dos pasos que lo llevaron a la puerta de la casa, donde lo saludó el agente que allí estaba apostado. A su espalda, oyó que el hombre al que había interrogado gritaba:

—Se llamaba Marco.

Cuando Vianello se acercó, Brunetti le pidió que viera qué podía averiguar en el vecindario. El sargento se alejó y el agente de la puerta, se adelantó.

—En el segundo piso, señor.

Brunetti miró la estrecha escalera. A su espalda, el policía oprimió el pulsador de la luz, pero la débil bombilla apenas supuso diferencia alguna, como si se resistiera a iluminar tanta sordidez. La pintura y el cemento desprendidos de la pared y, arrinconados por los pies de los que subían y bajaban, formaban pequeñas dunas de las que asomaban colillas y papeles.

Brunetti subió la escalera. En el primer rellano, le salió al encuentro el olor. Viscoso, denso, penetrante, que hablaba de putrefacción, de inmundicia, de una suciedad inhumana. A medida que se acercaba al segundo piso, el olor se acentuaba, y durante un momento terrible Brunetti creyó ver la avalancha de moléculas que se precipitaban sobre él, se adherían a sus ropas y le entraban por nariz y garganta, portadoras del horrible recordatorio de la mortalidad.

Un tercer policía, muy pálido a la débil luz de la escalera, estaba en la puerta del apartamento. Brunetti vio con pesar que estaba cerrada, lo que hacía temer que el olor fuera mucho peor cuando la abrieran. El agente saludó, rápidamente, se apartó y no paró hasta que estuvo a cuatro pasos de la puerta.

—Ya puede bajar —dijo Brunetti, comprendiendo que aquel muchacho debía de llevar allí una hora por lo menos.

—Gracias, señor —dijo el agente y volvió a saludar antes de pasar a toda prisa junto a Brunetti y lanzarse escaleras abajo.

A su espalda, Brunetti oyó golpes sordos y sonidos metálicos del equipo técnico, que subía con sus maletas de herramientas.

Brunetti resistió el impulso de aspirar profundamente. Armándose de valor, alargó la mano hacia la puerta. Pero, antes de que pudiera abrirla, uno de los técnicos le gritó:

—Un momento, comisario. Póngase esto.

Brunetti, al volverse, vio que el hombre abría una bolsa de plástico que contenía una mascarilla quirúrgica. Dio una a Brunetti y otra a su compañero. Todos se las ajustaron a la boca y nariz, aspirando, agradecidos, el fuerte olor de los productos antisépticos con los que estaban impregnadas.

Brunetti abrió la puerta, y el olor los acometió, arrollando los agentes químicos. El comisario levantó la mirada y vio que todas las ventanas habían sido abiertas, probablemente, por la policía, lo que, en cierto sentido, contaminaba la escena del crimen. Pero no era necesario proteger la escena de intrusos; el mismo Cerbero hubiera huido de aquel olor aullando.

Brunetti cruzó el umbral andando con rigidez, para vencer la resistencia de su cuerpo a todo movimiento, y los otros lo siguieron. La sala de estar era lo que cabía esperar del apartamento de un estudiante, y le recordó cómo vivían sus amigos de la universidad. Un sofá deteriorado, con una colcha india de colores vivos tensada sobre el respaldo y los brazos, con los bordes metidos bajo los almohadones, simulando un tapizado. Arrimada a una pared había una mesa larga con papeles, libros y una naranja que ya empezaba a criar moho. En dos sillas, prendas de vestir y más libros.

El chico estaba tendido de espaldas en el suelo de la cocina. Tenía el brazo izquierdo extendido sobre la cabeza y la aguja hipodérmica que lo había matado clavada todavía en la vena, justo debajo de la articulación del codo. La mano derecha estaba crispada sobre la cabeza, en un gesto que recordó a Brunetti el que hacía su hijo cuando se daba cuenta de que se había equivocado o cometido una tontería. En la mesa había lo que era de esperar: una cuchara, una vela y la bolsita de plástico que había contenido lo que fuera que lo había matado. Por la ventana de la cocina, abierta a un patio, se veía otra ventana, con las persianas cerradas.

Uno de los técnicos del laboratorio entró detrás de él y miró al muchacho.

—¿Lo tapamos, comisario?

—No. Déjenlo como está hasta que lo vea el médico. ¿Quién viene?

—Guerriero.

—¿Rizzardi no?

—No, señor, hoy está de guardia Guerriero.

Brunetti asintió y volvió a la sala. La tira de goma de la mascarilla empezaba a clavársele en la mejilla. Se la quitó y la guardó en el bolsillo. El olor empeoró pero, al poco rato, ya no notaba la diferencia. El otro técnico entró en la cocina con la cámara y el trípode. Brunetti oía el sonido apagado de sus voces mientras decidían la mejor manera de fijar aquella escena para la pequeña parte de historia que Marco, estudiante universitario, muerto con una aguja clavada en el brazo, ocuparía en los archivos de la policía de Venecia, la perla del Adriático. Brunetti se acercó a la mesa de trabajo y miró el revoltijo de papeles y libros, tan parecido al que tenía él cuando estudiaba y al que dejaba su propio hijo cada mañana cuando se iba a la escuela.

En la guarda de una Historia de la Arquitectura, Brunetti encontró el nombre: Marco Landi. Lentamente, repasó los papeles de la mesa, parándose de vez en cuando a leer una frase o un párrafo. Descubrió que Marco estaba haciendo un trabajo sobre los jardines de cuatro villas del siglo XVIII situadas entre Venecia y Padua. Brunetti encontró libros y fotocopias de artículos sobre arquitectura de jardines y hasta bocetos de jardines que parecían hechos por el muchacho muerto. Brunetti miró largo rato un dibujo grande de un jardín barroco, con cada planta y cada árbol minuciosamente detallado. Hasta se podía ver la hora en el gran reloj de sol situado a la izquierda de una fuente: las cuatro y cuarto. En el ángulo inferior derecho del dibujo, descubrió Brunetti dos conejos que, aparentemente contentos y bien alimentados, miraban con curiosidad al espectador desde detrás de una frondosa adelfa. Dejó el dibujo y tomó otro, éste, al parecer, para otro proyecto, ya que en él aparecía una casa de sobrias líneas modernas, suspendida sobre el espacio abierto de un cañón o un acantilado. Brunetti contempló el dibujo, en el que también vio a los conejos, que atisbaban interrogativamente desde detrás de una escultura abstracta, situada frente a la casa, en medio de una extensión de césped. Siguió hojeando los dibujos de Marco. En todos aparecían los conejos, aunque en algunos estaban disimulados con tanta habilidad que era difícil descubrirlos, por ejemplo, detrás del parabrisas de un automóvil aparcado frente a una casa. Brunetti se preguntaba cómo reaccionaban los profesores de Marco a la presencia de los conejos en cada trabajo, si les divertía o les irritaba. Y entonces se permitió pensar en el chico que los dibujaba. ¿Por qué conejos? ¿Y por qué dos?

Brunetti desvió su atención de los dibujos a una carta manuscrita que estaba a su izquierda. El sobre no indicaba remitente y llevaba matasellos de la provincia de Trento. La inscripción estaba borrosa y no se leía el nombre de la población. Repasó rápidamente la hoja y vio que estaba firmada
«Mamma».

Brunetti desvió la mirada un momento antes de empezar a leer. Contenía las habituales noticias familiares: papá estaba muy atareado con la siembra de primavera; Maria, que Brunetti dedujo que sería la hermana pequeña de Marco, iba bien en el colegio.
Briciola
había vuelto a perseguir al cartero. Ella se encontraba bien y esperaba que Marco estudiara mucho y no tuviera más problemas. No,
signora,
su Marco ya no tendrá más problema, pero desde ahora y durante toda su vida ustedes tendrán una pena muy honda, el desconsuelo de la pérdida y la sensación de que, en cierto modo, han fallado a este muchacho. Y, por más que la razón les diga que no son responsables de su muerte, nunca llegarán a convencerse.

Brunetti dejó la carta y, rápidamente, repasó los restantes papeles de la mesa. Había más cartas de la madre, pero no las leyó. Al fin, en el cajón de arriba de la cómoda de pino situada a la izquierda de la mesa, encontró una libretita de direcciones y teléfonos en la que estaban los de los padres de Marco, y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta.

Al oír ruido en la puerta, se volvió y vio a Gianpaolo Guerriero, el ayudante de Rizzardi. A los ojos de Brunetti, la ambición de Guerriero se reflejaba en su cara joven y delgada y en cada uno de sus rápidos ademanes, o quizá era sólo que, sabiéndolo ambicioso, veía esa cualidad —que Brunetti nunca había podido considerar virtud— en todos sus actos. Le hubiera gustado poder apreciarlo, porque veía que era respetuoso con los cadáveres, pero la frialdad de aquel hombre le impedía sentir por él algo más que respeto. Al igual que su superior, Guerriero vestía con esmero y hoy llevaba un traje de lana gris que realzaba su buena figura. Detrás de él entraron dos empleados del depósito vestidos de blanco. Brunetti señaló la cocina con un movimiento de la cabeza, y hacia allí fueron los hombres, portando una camilla plegada.

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