Amigos en las altas esferas (15 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga


Captain Aubrey, I presume
—dijo Brunetti.

Ella se puso el libro en el estómago y sonrió a su marido. Sin decir palabra, extendió el brazo y tomó el vaso de vino que él le ofrecía. Dio un sorbo, encogió las piernas para hacerle sitio y, cuando él se hubo sentado, preguntó:

—¿Has tenido un mal día?

Él suspiró, se apoyó en el respaldo y le puso la mano derecha en los tobillos.

—Sobredosis. Veinte años, estudiante de arquitectura.

Callaron un rato, hasta que Paola dijo:

—Tuvimos mucha suerte en nacer cuando nacimos. —Él la miró y ella explicó—: Antes de la droga, quiero decir. Bueno, antes de que se drogara todo el mundo. —Tomó un sorbo de vino y prosiguió—: Me parece que habré fumado marihuana dos veces en toda mi vida. Gracias a Dios, no me hizo efecto.

—¿Por qué «gracias a Dios»?

—Porque, si me hubiera gustado o me hubiera hecho sentir lo que dicen que hace sentir a la gente, quizá hubiera seguido filmándola. O hubiera decidido probar algo más fuerte.

Él pensó que no había sido menos afortunado.

—¿Qué lo ha matado?

—La heroína.

Ella movió la cabeza tristemente.

—He estado con los padres hasta ahora mismo. —Brunetti tomó otro sorbo—. El padre es campesino. Han venido del Trentino para identificarlo y se han vuelto.

—¿Tienen más hijos?

—Que yo sepa, una niña. Quizá haya más.

—Ojalá —dijo Paola. Estiró las piernas, introduciendo los pies debajo de los muslos de él—. ¿Quieres cenar?

—Sí, pero antes me ducharé.

—De acuerdo —dijo ella poniendo los pies en el suelo—. He hecho salsa de pimientos y salchichas.

—Ya lo sé.

—Te enviaré a Chiara cuando esté lista la cena. —Se levantó, puso el vaso, más que medio lleno todavía, en la mesa que estaba delante del sofá y, dejando a su marido en el estudio, se fue a la cocina a preparar la cena.

Sentado a la mesa con toda la familia —Raffi llegó cuando Paola servía la pasta—, Brunetti empezó a sentirse un poco más animado. Ver a sus hijos enrollar en el tenedor las
pappardelle
recién hechas, le infundía una irracional sensación de seguridad y bienestar, y también él empezó a comer con buen apetito. Paola se había tomado la molestia de asar y pelar los pimientos, y la salsa estaba cremosa y dulce, como a él le gustaba. Las salchichas contenían granos de pimienta roja y blanca hundidos en la suave masa del relleno, como cargas de profundidad del sabor, preparadas para hacer explosión al primer mordisco, y Gianni, el carnicero, tampoco había sido avaro con el ajo.

Todos repitieron, un poco avergonzados de que la segunda ración fuera tan grande como la primera. Después a nadie le quedaba sitio para algo que no fuera la lechuga, pero cuando ésta desapareció aún encontraron un huequecito para una cucharada de fresas aderezadas con una gota de vinagre balsámico.

Durante toda la cena, Chiara siguió en su papel de lobo de mar, enumerando incansablemente la flora y la fauna de tierras lejanas, brindándoles informaciones escalofriantes, como la de que la mayoría de los marinos del siglo XVIII no sabían nadar y describiendo los síntomas del escorbuto hasta que Paola le recordó que estaban cenando.

Los chicos se fueron, Raffi, en busca de los aoristos griegos y Chiara, o mucho se equivocaba su padre, a naufragar en el Atlántico Sur.

—¿Va a leerse todos esos libros? —preguntó Brunetti, mientras Paola fregaba los cacharros y él le hacía compañía, con un vasito de
grappa.

—Así lo espero —dijo ella inspeccionando la fuente de servir.

—¿Los lee por lo mucho que a ti te gustan o porque le gustan a ella?

De espaldas a su marido, Paola restregaba el fondo de una cacerola.

—¿Cuántos años tiene, Guido? —preguntó.

—Quince.

—¿Sabes de alguna chica de quince años, del presente o del pasado, que haga algo porque se lo pide su madre?

—¿Quieres decir que hemos topado con la adolescencia? —Ya habían sufrido esa etapa con Raffi, que al padre le pareció que duraba por lo menos veinte años, y no le seducía la perspectiva de tener que volver a pasarla con Chiara.

—Con las chicas es distinto —dijo Paola, volviéndose hacia él mientras se secaba las manos con un paño. Se sirvió una gota de
grappa
y se apoyó en el fregadero.

—¿Cómo, distinto?

—Ellas sólo se rebelan contra la madre, no contra el padre.

Él se quedó pensativo.

—¿Y eso es bueno o es malo?

Ella se encogió de hombros.

—Es algo que está en los genes, o en la cultura, de modo que, sea bueno o malo, no hay manera de evitarlo. Sólo cabe esperar que no dure mucho.

—¿Cuánto puede durar?

—Hasta los dieciocho. —Paola tomó otro sorbo y ambos examinaron la perspectiva.

—¿Crees que querrían quedársela las carmelitas hasta entonces?

—No es probable —dijo Paola con vivo pesar en la voz.

—¿Nunca has pensado que si los árabes casan a sus hijas tan jóvenes quizá sea para ahorrarse todo esto?

Paola, recordando la vehemencia con que aquella mañana Chiara había expuesto la necesidad de disponer de su propio teléfono, respondió:

—Seguro.

—No es de extrañar que se admire tanto la sabiduría de Oriente.

Ella se volvió y dejó el vasito en el fregadero.

—Aún tengo que corregir varios ejercicios. ¿Vienes conmigo y, mientras yo corrijo, ves cómo les va a tus griegos en el viaje de regreso a casa?

Brunetti, agradecido, se levantó y la siguió por el pasillo hasta el estudio.

Capítulo 15

A la mañana siguiente, a pesar suyo, Brunetti hizo algo insólito en él: implicar en su trabajo a uno de sus hijos. Raffi no tenía clase hasta las once y había quedado a primera hora con Sara Paganizzi, por lo que se presentó a desayunar despejado y alegre, cualidades que rara vez exhibía a esa hora. Paola aún dormía y Chiara no había salido del baño, por lo que padre e hijo estaban solos en la cocina, comiendo los bollitos de leche recién hechos que Raffi había subido de la pastelería.

—Raffi —dijo Brunetti mientras partía el primer bollito—, ¿sabes algo de los que venden droga aquí?

Raffi lo miró, con el resto de su bollito a medio camino de la boca.

—¿Aquí?

—En Venecia.

—¿Drogas duras o blandas, como la marihuana?

Aunque lo alarmó un poco la distinción que hacía Raffi y le hubiera gustado averiguar la razón por la que su hijo hablaba con tanto desparpajo de las «drogas blandas como la marihuana», no preguntó.

—Drogas duras. Concretamente, heroína.

—¿Es por lo del estudiante que murió por sobredosis? —preguntó Raffi y, ante la mirada de sorpresa de su padre, abrió
Il Gazzettino
y le mostró la noticia. Desde la página lo miraba la foto tamaño sello de correos de un muchacho. Hubiera podido ser cualquier muchacho de pelo negro y ojos oscuros. Incluso el mismo Raffi.

—Sí.

Raffi partió el resto del bollito y mojó una parte en el café. Al cabo de un momento, dijo:

—Dicen que en la universidad hay gente que puede porporcionártela.

—¿Gente?

—Estudiantes. O eso creo. Bueno —agregó después de pensar un poco—, por lo menos, gente que está matriculada. —Levantó la taza rodeándola con las dos manos y apoyó los codos en la mesa, copiando una postura de Paola—. ¿Quieres que pregunte?

—No. —La respuesta de Brunetti fue inmediata. Antes de que su hijo pudiera reaccionar a la aspereza de su voz, agregó—: Era sólo curiosidad, me interesa lo que dice la gente, en general. —Terminó el bollito y empezó a beber el café.

—El hermano de Sara está en la universidad. En Económicas. Podría preguntarle.

La tentación era fuerte, pero Brunetti rechazó la propuesta con un displicente:

—No tiene importancia, era sólo una idea.

Raffi bajó la taza a la mesa.

—Papá, tú ya sabes que a mí eso no me interesa.

A Brunetti le sorprendió percibir un tono tan grave en la voz de su hijo. Pronto sería un hombre. O quizá ese afán por tranquilizar a su padre demostraba que ya lo era.

—Me alegra oír eso —dijo Brunetti. Extendió la mano y dio a su hijo unas palmadas en el brazo. Se levantó y fue al fogón—. ¿Preparo más café? —preguntó después de llevar la cafetera al fregadero y abrirla.

Raffi miró el reloj.

—No, papá, gracias, tengo que irme. —Se levantó y salió de la cocina.

Minutos después, mientras Brunetti esperaba que estuviera el café, oyó cerrarse la puerta de la casa. Escuchó las rápidas pisadas de Raffi que retumbaban en el primer tramo de la escalera, pero la súbita erupción del café ahogó el sonido.

Como aún era temprano para que los barcos fueran muy llenos, Brunetti tomó el 82 hasta San Zaccaría. Allí compró dos periódicos, que se llevó al despacho. Ya no se hacía referencia a la muerte de Rossi, y el suelto sobre Marco Landi indicaba poco más que el nombre y la edad. Encima había la noticia —convertida ya casi en rutina— de un coche lleno de jóvenes destrozado, junto con las vidas de sus ocupantes, contra un plátano de una de las carreteras estatales que conducían a Treviso.

Durante los últimos años, Brunetti había leído tantas noticias de sucesos trágicos como ése que apenas necesitó detenerse en él para saber lo ocurrido. Los jóvenes —en ese caso, dos chicos y dos chicas— habían salido de una discoteca pasadas las tres de la mañana y se habían ido en el coche del padre del conductor. Al cabo de un rato, al conductor le asaltó lo que los cronistas habían dado en llamar
un colpo di sonno
y el automóvil se había salido de la carretera y había impactado contra un árbol. Aún era pronto para conocer la causa del ataque de somnolencia, pero generalmente era el alcohol o las drogas. Eso se sabía una vez practicada la autopsia en el conductor y en todos aquellos a los que se había llevado consigo a la muerte. Y para entonces el caso ya había desaparecido de las primeras páginas, estaba olvidado, sustituido por las fotos de otros jóvenes, víctimas de su juventud y de sus muchos deseos.

Brunetti dejó el periódico en la mesa y bajó al despacho de Patta. La
signorina
Elettra no estaba, por lo que llamó a la puerta y al oír el grito de respuesta de su superior, entró.

El hombre que ahora estaba sentado detrás del escritorio no parecía el mismo que Brunetti había visto la última vez que había estado en aquel despacho. Había vuelto el viejo Patta: alto, elegante, vestido con un traje ligero que se amoldaba a sus hombros atléticos como un guante. Su tez respiraba salud y sus ojos, serenidad.

—¿Qué hay, comisario? —preguntó, levantando la mirada del único papel que tenía encima de la mesa.

—Me gustaría hablar con usted,
vicequestore
—dijo Brunetti, parándose al lado de la silla situada frente a la mesa y esperando a que Patta lo invitara a sentarse.

Patta levantó un almidonado puño y miró la oblea de oro que llevaba en la muñeca.

—Tengo unos minutos. ¿De qué se trata?

—Del asunto de Jesolo. Y de su hijo. De si ya ha tomado una decisión.

Patta echó el cuerpo hacia atrás. Al observar que Brunetti podía mirar el papel que tenía delante, le dio la vuelta y cruzó las manos sobre el reverso en blanco.

—No sé que deba tomarse decisión alguna, comisario —dijo, con una entonación que denotaba su extrañeza porque a Brunetti se le hubiera ocurrido hacer semejante pregunta.

—Me gustaría saber si su hijo estaría dispuesto a hablar de las personas de quienes obtuvo la droga. —Con la discreción habitual en él, Brunetti se abstuvo de decir «compró las drogas».

—Estoy seguro de que, si él supiera quiénes son, no vacilaría en decirlo a la policía. —Brunetti detectó en la voz de Patta la misma nota de ofensa y confusión que había oído en las de cientos de sospechosos y testigos recalcitrantes, y vio en su cara la misma sonrisa de inocente desconcierto. Su tono no admitía réplica.

—¿Si supiera quiénes son? —repitió Brunetti convirtiendo la frase en pregunta.

—Exactamente. Como usted ya sabe, él ignora cómo llegaron a su poder esas drogas, ni quién pudo metérselas en el bolsillo. —La voz de Patta era tan firme como serena su mirada.

«De modo que ésas tenemos», pensó Brunetti.

—¿Y las huellas dactilares, señor?

La sonrisa de Patta era amplia, y parecía auténtica.

—Ya sé, ya sé la impresión que eso debió de causar cuando le interrogaron. Pero él me ha dicho, y se lo ha dicho a la policía, que se encontró el sobre en el bolsillo cuando volvía de la pista de baile, al buscar un cigarrillo. No tenía idea de lo que era, de modo que lo abrió para ver qué había dentro, como hubiera hecho cualquiera, y entonces debió de tocar algunas de las bolsas.

—¿Algunas? —preguntó Brunetti con una voz desprovista de escepticismo.

—Algunas —repitió Patta con un énfasis que puso fin a la discusión.

—¿Ha visto el periódico de hoy, señor? —preguntó Brunetti sorprendiéndose a sí mismo tanto como a su superior con la pregunta.

—No —respondió Patta, y agregó, gratuitamente, en opinión de Brunetti—: He estado tan ocupado desde que he llegado que no he tenido tiempo de mirar el periódico.

—Esta noche, cuatro adolescentes han sufrido un accidente de tráfico. El coche en el que viajaban al salir de una discoteca se ha estrellado contra un árbol. Un chico, estudiante, ha muerto y los otros tres están graves. —Aquí Brunetti se detuvo. Una pausa por completo diplomática.

—No. No lo he visto —dijo Patta. También él calló un momento, pero la suya fue la pausa de un capitán de artillería, para decidir hacia dónde descargará las baterías—. ¿Por qué lo dice?

—Uno de los pasajeros ha muerto, señor. Dice el periódico que el coche iba a unos ciento veinte kilómetros por hora cuando chocó contra el árbol.

—Muy lamentable, desde luego, comisario —dijo Patta con el pesar que le inspiraría una observación acerca de la regresión del pájaro trepador azul. Volvió a centrar la atención en la mesa, dio la vuelta al papel, lo inspeccionó y lanzó una rápida mirada a Brunetti—. Si ha ocurrido en Treviso, supongo que el caso les incumbe a ellos, no a nosotros. —Se quedó mirando el papel con afectación y, después de leer varias líneas, levantó la vista, como si lo sorprendiera encontrar aún allí a Brunetti—. ¿Eso es todo, comisario?

—Sí, señor. Eso es todo.

Al salir del despacho, Brunetti sintió que el corazón le latía con tanta fuerza que tuvo que apoyarse en la pared. Ahora se alegraba de que la
signorina
Elettra no estuviera en su sitio. Cuando se le calmó la respiración y recuperó el autodominio, subió a su despacho.

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