Amigos en las altas esferas (17 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

—Ah —exclamó Brunetti con un suspiro de hombre de mundo, en el que consiguió imprimir la justa dosis de tolerancia para con el congénere—. ¿Así que fue eso? —preguntó con pasiva aceptación.

—Eso parece. Durante los cuatro últimos años, ha mantenido relaciones con cuatro mujeres, todas casadas.

—Pobre diablo —dijo Brunetti. Esperó lo suficiente para dar realce al acento festivo de su comentario y agregó con una risita—: Quizá más le hubiera valido limitarse a una sola.

—Sí, pero ¿cómo saber en cuál de ellas estaba el peligro? —replicó el magistrado, y Brunetti lo recompensó con otra breve carcajada.

—¿Sospecha usted quién fue? —preguntó Brunetti, intrigado por ver cómo trataba Righetto la pregunta, lo que le daría la clave de cómo trataría la investigación.

Righetto se tomó tiempo, sin duda para dar la impresión de que meditaba la respuesta, y dijo:

—No. Hemos interrogado a las mujeres y a sus maridos, y todos pueden demostrar que estaban en otro lugar cuando ocurrieron los hechos.

—Pero me parece recordar que el periódico decía que fue obra de un profesional —dijo Brunetti, aparentemente desconcertado.

La temperatura de la voz de Righetto descendió.

—Siendo policía, ya debería usted saber que no se puede creer todo lo que dicen los periódicos.

—Desde luego —dijo Brunetti, obligándose a reír con jovialidad, tras el merecido reproche de un colega más sabio y experimentado—. ¿Cree que pudiera haber aún otra mujer?

—Es la pista que estamos siguiendo —dijo Righetto.

—Lo mataron en su despacho, ¿verdad? —preguntó Brunetti.

—Sí —respondió Righetto, mejor dispuesto a dar información, ahora que Brunetti había aludido a otra mujer—. Los dos hombres se parecen, son bajos y morenos. Era un día lluvioso, el asesino estaba en la azotea de una casa del otro lado de la calle. Es seguro que confundió a Cappelli con Gavini.

—¿Y todo eso que se ha dicho, de que a Cappelli lo mataron porque investigaba a los prestamistas? —preguntó Brunetti, poniendo el suficiente escepticismo en la voz como para hacer comprender a Righetto que él no creía semejantes bobadas; pero que deseaba tener una respuesta preparada por si alguien más inocente, que se creía todo lo que leía en los periódicos, le hacía una pregunta.

—Empezamos por examinar esa posibilidad, pero por ese lado no hay nada, absolutamente nada. De manera que lo hemos excluido de la investigación.


Cherchez la femme
—dijo Brunetti pronunciando mal adrede y agregando otra risita.

Righetto lo recompensó con una franca carcajada y luego preguntó con indiferencia:

—¿Ha dicho que tenían otra muerte? ¿Asesinato?

—No, no después de lo que me ha dicho usted,
magistrato
—dijo Brunetti procurando adoptar el tono del funcionario concienzudo pero cerril—. Seguro que no hay relación. Esto de aquí tiene que ser un accidente.

Capítulo 16

Como la mayoría de los italianos, Brunetti creía que existía un registro de todas las llamadas telefónicas que se hacían en el país y que se sacaba copia de todos los faxes que se enviaban; pero, además, como muy pocos italianos, él sabía a ciencia cierta que era así. No obstante, ni la simple creencia ni la certeza absoluta influían apreciablemente en el comportamiento de la ciudadanía: nunca nadie decía por teléfono algo que tuviera importancia, que pudiera incriminar a cualquiera de los interlocutores o interesar a una agencia gubernamental que estuviera a la escucha. La gente hablaba en clave, «dinero» se convertía en «jarros» o «flores» y las inversiones y las cuentas eran «amigos» en países extranjeros. Brunetti ignoraba cuan difundida podía estar esa creencia y la prudencia que generaba, pero sabía lo suficiente para proponer a su amiga de la Banca de Modena que se encontrasen en un café en lugar de pedirle información directamente por teléfono.

Como el banco estaba al otro lado del Rialto, quedaron para tomar una copa antes del almuerzo en
campo
San Luca, a mitad de camino entre el banco y la
questura.
Brunetti se tomaba muchas molestias sólo para hacer unas preguntas, pero era la única manera de conseguir que Franca hablase claramente. Sin dar explicaciones ni avisar a nadie, salió del despacho y, bordeando el
bacino,
se encaminó a San Marco.

Mientras avanzaba por Riva degli Schiavoni, miró a la izquierda, esperando ver los remolcadores y lo sorprendió tanto su ausencia como el repentino descubrimiento de que habían desaparecido hacía años y él lo había olvidado. ¿Cómo había podido olvidar algo tan conocido? Era como no acordarte de tu número de teléfono o de la cara del panadero. No sabía adonde habían ido a parar los remolcadores ni cuántos años hacía que habían desaparecido, dejando libre la
riva
para otras embarcaciones, más útiles sin duda para la industria turística.

Qué bonitos nombres latinos tenían aquellas gallardas embarcaciones rojas, siempre listas para salir a ayudar a los barcos a remontar el Canale della Giudecca. Seguramente, los barcos que ahora arribaban a la ciudad eran demasiado grandes para que los pequeños remolcadores les sirvieran de ayuda; aquellos monstruos, más altos que la Basílica, con miles de figuras diminutas como hormigas congregadas en las cubiertas, atracaban, bajaban las pasarelas y lanzaban a sus pasajeros a deambular por la ciudad.

Brunetti ahuyentó esos pensamientos y giró hacia la
piazza,
la cruzó y torció a la derecha, otra vez en dirección al centro, camino de
campo
San Luca. Franca ya había llegado. Estaba hablando con un hombre al que Brunetti conocía de vista. Al acercarse, vio que se despedían con un apretón de manos. El hombre se fue hacia
campo
Manin y Franca se volvió a mirar el escaparate de una librería.


Ciao,
Franca —dijo Brunetti deteniéndose a su lado. Habían sido amigos, y hasta más que amigos, en su época de instituto, antes de que ella conociera a su Mario y Brunetti fuera a la universidad, donde encontró a su Paola. Ella conservaba aquel pelo rubio, varios tonos más claro que el de Paola, aunque ahora Brunetti ya estaba lo bastante enterado de esas cosas como para saber que habría tenido que recurrir a la química para mantener el color. También conservaba aquella figura maciza, que tanto la acomplejaba veinte años atrás y que ahora realzaba con el aplomo de la madurez, el cutis terso propio de las mujeres robustas —éste, sin ayuda química— y los bellos ojos castaños a los que ahora, al oír su voz, asomó una mirada afectuosa.


Ciao,
Guido —dijo levantando la cara para recibir sus dos rápidos besos.

—Deja que te invite a una copa —dijo él tomándola del brazo, por una costumbre adquirida hacía décadas, para llevarla hacia el bar.

Pidieron
uno spritz
y observaron cómo el barman mezclaba el vino, el agua mineral y una pizca de Campari, clavaba sendas rodajas de limón en el borde y les acercaba las copas.


Cin cin
—dijeron al unísono y tomaron el primer trago.

El barman les puso delante una pequeña fuente de patatas fritas, de las que hicieron caso omiso. La presión de los clientes del bar fue empujándolos hacia atrás, hasta que se encontraron junto a las ventanas, viendo pasar a la gente.

Franca sabía que aquello era una reunión de trabajo. Si Brunetti hubiera querido charlar de la familia, lo hubiera hecho por teléfono en lugar de citarla en un bar que él sabía que estaría tan concurrido que nadie podría oír lo que hablaban.

—¿De qué se trata, Guido? —preguntó ella, pero sonriendo para suavizar la brusquedad de sus palabras.

—Prestamistas —respondió él.

Ella lo miró, desvió la mirada y, rápidamente, volvió otra vez los ojos hacia él.

—¿Por cuenta de quién preguntas?

—Por la mía propia, desde luego.

Ella sonrió, pero muy levemente.

—Eso ya lo sé, Guido, pero ¿los investigas por cuenta de la policía o del amigo que sólo busca información?

—¿Por qué quieres saberlo?

—Porque, si es lo primero, me parece que no tengo nada que decir.

—¿Y si fuera lo segundo?

—Entonces podríamos hablar.

—¿Por qué esa diferencia? —preguntó él. Se acercó al bar y tomó un puñado de patatas, más para darle tiempo de pensar la respuesta que porque le apetecieran.

Cuando volvió, ella ya estaba preparada. No quiso patatas, y tuvo que comérselas él.

—Si fuera lo primero, cualquier cosa que te dijera podría tener que repetirla ante un tribunal o tú tendrías que decir quién te dio la información. —Sin darle tiempo a preguntar, prosiguió—: Si es sólo una charla entre amigos, puedo decirte todo lo que sepa, pero te advierto que, si un día me interrogaran, no recordaría haberte dicho nada. —No sonreía al decirlo, a pesar de que, habitualmente, de Franca brotaba alegría como la música de un tiovivo.

—¿Tan peligrosos son? —preguntó Brunetti tomando la copa de ella y alargando el brazo para dejarla en el mostrador, al lado de la suya.

—Vamos afuera —dijo ella. Una vez en el
campo,
dio unos pasos hasta situarse a la izquierda del mástil de la banderola que estaba frente a los escaparates de la librería. Casual o intencionadamente, Franca se había quedado por lo menos a dos metros de distancia de las personas más próximas, dos ancianas que se inclinaban la una hacia la otra, apoyándose en sendos bastones.

Brunetti se acercó. A la luz que se derramaba desde lo alto de los tejados, vio la imagen de ambos reflejada en la luna del escaparate. La pareja del cristal hubiera podido ser la de los dos adolescentes que hacía más de veinte años solían encontrarse allí para tomar un café con los amigos.

La pregunta acudió espontáneamente a los labios de Brunetti:

—¿Tanto te asustan?

—Mi hijo tiene quince años —explicó ella. El tono era el que podía haber utilizado para hablar del tiempo o, incluso, de la afición de su hijo por el fútbol—. ¿Por qué me has citado aquí, Guido?

Él sonrió.

—Sé que eres una persona ocupada y sé dónde vives, así que pensé que te pillaría de camino. Estás casi en tu casa.

—¿Es la única razón? —preguntó ella, mirando del Brunetti del escaparate al de carne y hueso.

—Sí. ¿Por qué?

—Tú no sabes nada de esa gente, ¿verdad?

—No. Sé que existen y sé que están aquí, en esta ciudad, porque tienen que estar, pero no porque oficialmente se nos hayan hecho denuncias.

—Y los que tratan con ellos son los de Finanza, ¿verdad?

Brunetti se encogió de hombros. No tenía una idea clara de qué hacían los funcionarios de la Guardia di Finanza. Los veía a menudo, con su uniforme gris adornado con las brillantes llamas de una supuesta justicia, pero no le constaba que hicieran mucho más que inducir a una sociedad fiscalmente acosada, a buscar nuevas formas de evasión de impuestos.

Él asintió, resistiéndose a expresar con palabras su ignorancia.

Franca paseó la mirada por la pequeña plaza. Miraba y callaba. Finalmente, señaló con la barbilla un restaurante de comida rápida que había al otro lado.

—¿Qué ves allí?

Él miró la superficie acristalada que ocupaba la mayor parte de la planta baja del edificio. Gente joven entraba y salía o estaba sentada a las mesas que se veían por las enormes ventanas.

—Veo la destrucción de dos mil años de cultura culinaria —rió él.

—¿Y en la puerta, qué ves? —preguntó Franca, muy seria.

Él volvió a mirar, decepcionado de que ella no le hubiera reído la salida. Vio a dos hombres con traje oscuro y cartera que hablaban entre sí. A su izquierda, había una mujer joven que sujetaba el bolso debajo del brazo al tiempo que sostenía una agenda abierta en una mano y marcaba un número en su
telefonino
con la otra. Detrás de ella, un hombre mal vestido, alto y delgado, que debía de frisar los setenta, bajaba la cabeza para hablar a una anciana toda de negro, encorvada por la edad, que asía con manos pequeñas las asas de un gran bolso negro. La cara delgada, la nariz larga y afilada, y la espalda curvada daban a la mujer aspecto de pequeño marsupial.

—Veo a varias personas que hacen lo que suele hacer la gente en
campo
San Luca.

—¿Y es…? —preguntó ella mirándolo ahora fijamente.

—Charlan porque se han encontrado por casualidad o porque se han citado, o entran a tomar una copa, lo mismo que nosotros y luego se van a su casa, como nos iremos nosotros.

—¿Y esos dos? —preguntó ella indicando con la barbilla al flaco y la vieja.

—Ella debe de haber oído misa en alguna iglesia de por aquí y ahora se irá a su casa a almorzar.

—¿Y él?

Brunetti volvió a mirar a la pareja, que seguían enfrascados en su conversación.

—Da la impresión de que ella quiere salvarle el alma y él se resiste.

—Ése no tiene alma que salvar —dijo Franca, y a Brunetti le sorprendieron esas palabras en boca de una mujer a la que nunca había oído hablar mal de nadie—. Y ella, tampoco —agregó con una voz fría e implacable.

Se volvió hacia la librería y miró otra vez el escaparate. De espaldas a Brunetti, dijo:

—Son Angelina Volpato y Massimo, su marido. Dos de los peores usureros de la ciudad. Nadie sabe cuándo empezaron, pero durante los diez últimos años han sido los que la gente más ha utilizado.

Brunetti notó a su lado una presencia. Una mujer se había parado a mirar el escaparate. Franca calló. Cuando la mujer se fue, prosiguió:

—La gente sabe que puede encontrarlos aquí casi todas las mañanas. Vienen a buscarlos, y Angelina los invita a ir a su casa. —Hizo una pausa—. Ella es la más vampiro. —Se detuvo otra vez y, cuando se hubo calmado, prosiguió—: Desde allí llaman al notario y allí redactan los documentos. Ella les da el dinero y ellos le dan la casa, o el negocio, o los muebles.

—¿Y el interés?

—Depende de la suma que necesiten y del plazo. Si es sólo un par de millones de liras, acepta los muebles en garantía. Si es más dinero, cincuenta millones o más, ella calcula el interés. Dicen que te lo calcula en un momento, a pesar de que también se dice que es analfabeta, lo mismo que el marido. —Se quedó pensativa un momento—. Si se trata de una cantidad importante, la gente se aviene a darle el título de propiedad de la casa, en el caso de que no pueda entregarle una suma determinada a plazo fijo.

—¿Y si no pagan?

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