Amigos en las altas esferas (26 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga


Dottore,
me parece que estoy en condiciones de hacerle un favor. —Calló, para dar a Carraro la oportunidad de preguntar. Como el otro no la aprovechara, prosiguió—: Se da el caso de que debemos decidir si pasamos los resultados de nuestra investigación al juez instructor. Bien, es decir —rectificó con una risita deliberada—, nosotros debemos dar nuestra recomendación sobre si procede iniciar una investigación criminal. Por negligencia culpable.

Al otro extremo, no se oía más que la respiración de Carraro.

—Desde luego, yo estoy convencido de que no es necesario. Siempre ocurren accidentes. El hombre hubiera muerto de todos modos. No creo que debamos crearle a usted dificultades ni hacer perder tiempo a la policía con una investigación de la que no vamos a sacar nada.

Seguía el silencio.

—¿Me oye,
dottore
? —preguntó Brunetti afablemente.

—Sí, sí, le oigo —dijo Carraro con aquella voz nueva y más suave.

—Bien. Sabía que se alegraría de oírlo.

—En efecto, me alegro.

—Aprovechando que está al aparato —dijo Brunetti, consiguiendo que se notara que no acababa de ocurrírsele la idea—, me gustaría saber si querría hacerme un favor.

—Desde luego, comisario.

—Mañana o dentro de un par de días, quizá se presente en la sala de Urgencias un hombre con una herida en la mano o el brazo, producida por una mordedura. Probablemente, le dirá que le ha mordido un perro o, quizá, su amiguita.

Carraro callaba.

—¿Me escucha,
dottore
? —preguntó Brunetti alzando bruscamente la voz.

—Sí.

—Bien. En cuanto llegue ese hombre, quiero que llame usted a la
questura, dottore.
En el mismo instante —repitió, y dio el número a Carraro—. Si usted se va, deberá dejar las instrucciones oportunas a quien lo sustituya.

—¿Y qué se supone que hemos de hacer con él mientras esperamos que lleguen ustedes? —preguntó Carraro de nuevo con su tono habitual.

—Retenerlo ahí,
dottore,
mentir e inventar una cura que dure hasta que lleguemos nosotros. Deben impedir que salga del hospital.

—¿Y si no podemos? —preguntó Carraro.

Brunetti estaba seguro de que Carraro lo obedecería, pero le pareció conveniente mentir.

—Todavía tenemos la facultad de revisar los registros del hospital,
dottore,
y nuestra investigación de las circunstancias de la muerte de Rossi no habrá terminado hasta que yo lo diga. —Imprimió dureza en su voz al pronunciar la última, y falsa, afirmación, hizo una pausa y agregó—: Bien, entonces confío en su colaboración.

Dicho esto, no quedaba sino intercambiar banalidades y despedirse.

Brunetti se encontró entonces sin nada que hacer hasta que salieran los periódicos, a la mañana siguiente. Al mismo tiempo, se sentía inquieto, una sensación que siempre había temido porque lo inducía a la audacia. Le era difícil resistirse al impulso de, por así decir, meter al gato en el palomar, a fin de precipitar los acontecimientos. Bajó al despacho de la
signorina
Elettra.

Al verla con los codos en la mesa, la barbilla entre los puños y la mirada fija en un libro, preguntó:

—¿Interrumpo?

Ella levantó la mirada, sonrió y rechazó la sola idea con un movimiento de la cabeza.

—¿Es usted dueña del apartamento en que vive,
signorina
?

Acostumbrada como estaba a las ocasionales excentricidades de Brunetti, ella no mostró curiosidad:

—Sí —respondió únicamente, dejando que él se explicara, si lo consideraba oportuno.

Brunetti, que se había tomado tiempo para pensar, dijo:

—De todos modos, no creo que eso importe.

—Me importa a mí, comisario, y mucho.

—Ah, sí, por supuesto —dijo él, advirtiendo la confusión a que se prestaban sus palabras—.
Signorina,
si no tiene mucho trabajo, me gustaría que hiciera algo por mí.

Ella alargó la mano hacia el bloc y el lápiz, pero él la detuvo.

—No —dijo—. Deseo que vaya a hablar con una persona.

Brunetti tuvo que esperar más de dos horas a que la
signorina
Elettra volviera de la calle. A su regreso a la
questura,
subió directamente al despacho del comisario. Entró sin llamar y se acercó a la mesa.

—Ah,
signorina
—dijo él invitándola a tomar asiento y se sentó a su lado, expectante pero en silencio.

—Usted no acostumbra a hacerme un regalo en Navidad, ¿verdad, comisario?

—No. ¿Habré de hacerlo a partir de ahora?

—Sí, señor —dijo ella con énfasis—. Espero una docena, no, dos docenas de rosas blancas de Biancat y, pongamos, una caja de
prosecco.

—¿Y cuándo le gustaría recibir el regalo,
signorina
?

—Para evitar las prisas de la Navidad, comisario, podría enviármelo la semana próxima.

—No faltaba más. Considérelo hecho.

—Muy amable,
signore
—dijo ella con una cortés inclinación de cabeza.

—Será un placer —respondió él. Contó hasta seis y preguntó:

—¿Y bien?

—He preguntado en la librería del
campo,
la dueña me ha dicho dónde vivían y he ido a hablar con ellos.

—¿Y? —instó él.

—Puede que sean las personas más odiosas que he visto en mi vida —dijo ella en un tono de fría indiferencia—. A pesar de que hace más de cuatro años que trabajo aquí y he visto a unos cuantos criminales, y de que la gente del banco en el que estaba antes quizá fueran peores. Pero esos dos merecen punto y aparte —terminó diciendo con lo que parecía un escalofrío de repulsión.

—¿Por qué?

—Porque en ellos se combinan la codicia y la santurronería.

—¿De qué manera?

—Cuando les dije que necesitaba dinero para pagar las deudas de juego de mi hermano, me preguntaron qué podía ofrecer en garantía y entonces mencioné el apartamento. Yo procuraba aparentar nerviosismo, como usted me dijo. El hombre me preguntó la dirección, yo se la di, entonces se fue a la otra habitación y oí que hablaba con alguien.

Aquí se interrumpió y agregó:

—Debía de tener un
telefonino,
porque no vi cajas de conexión de teléfono en ninguna de las dos habitaciones en las que estuve.

—¿Qué pasó entonces? —preguntó Brunetti.

Ella alzó la barbilla y contempló la parte alta del
armadio
que estaba en el otro extremo del despacho.

—Cuando él volvió, sonrió a su mujer, y entonces empezaron a hablar de la posibilidad de ayudarme. Me preguntaron cuánto necesitaba y les dije que cincuenta millones.

Era la cantidad que habían convenido: ni muy grande ni muy pequeña, la suma que un jugador podía arriesgar en una noche de audacia y la suma que creería poder recuperar con facilidad, si encontraba a alguien que pagara la deuda y podía volver a la mesa.

Ella miró a Brunetti.

—¿Usted los conoce?

—No. Lo único que sé de ellos es lo que me contó una amiga.

—Son horribles —dijo ella en voz baja.

—¿Qué más?

Ella se encogió de hombros.

—Imagino que hicieron lo que acostumbran. Me dijeron que necesitaban ver los papeles de la casa, aunque estoy segura de que él llamó a alguien para asegurarse de que el apartamento es mío y está registrado a mi nombre.

—¿Quién puede ser ese alguien? —preguntó él.

Ella miró el reloj antes de contestar.

—No es probable que a esas horas hubiera alguien en el Ufficio Catasto, de modo que debe de ser alguien que tiene acceso directo a sus registros.

—Usted lo tiene, ¿no?

—No; a mí me lleva tiempo colarme… acceder al sistema. Quienquiera que pueda darle esa información inmediatamente ha de tener acceso directo a los archivos.

—¿Cómo han quedado?

—Hemos quedado en que mañana volveré con los papeles. Ellos tendrán allí a un notario a las cinco. —Lo miró sonriendo—. Imagine: puedes morirte antes de que un médico se digne venir a visitarte a tu casa, y ellos tienen a su disposición a un notario de un día para otro. —Arqueó las cejas ante la idea—. Así que mañana a las cinco voy, firmamos y me dan el dinero.

Antes ya de que ella acabara de decirlo, Brunetti había levantado el índice y lo movía de derecha a izquierda en muda señal de negación. No estaba dispuesto a permitir que la
signorina
Elettra volviera a acercarse a aquellas personas. Ella sonrió acatando la orden con alivio, según le pareció a él.

—¿Y el interés? ¿Le han dicho el tipo?

—Han dicho que de eso hablaríamos mañana, que estaría en los documentos. —Cruzó las piernas y juntó las manos en el regazo—. Por lo tanto, imagino que no llegaremos a hablar del tema —concluyó.

Brunetti esperó un momento y preguntó:

—¿Y la santurronería?

Ella buscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó un estrecho rectángulo de papel, un poco más pequeño que un naipe y lo dio a Brunetti, que lo contempló. El papel era rígido, una especie de pergamino de imitación con la imagen de una mujer vestida de monja que tenía los dedos entrelazados y los ojos mirando al cielo, en actitud piadosa. Brunetti leyó las primeras líneas impresas al pie, una oración con la inicial, una «O» iluminada.

—Santa Rita —dijo ella, cuando él hubo contemplado la estampa un rato—. La patrona de los Imposibles, al parecer, otra abogada de las causas perdidas. La
signora
Volpato se siente muy identificada con la santa porque está convencida de que también ella ayuda a las personas cuando se les han cerrado todas las puertas. Ésa es la razón de su especial devoción por santa Rita. —La
signorina
Elettra se paró un momento a reflexionar sobre esa curiosa particularidad y consideró oportuno agregar—: Que me dijo que es más fuerte que la que siente por la Madonna.

—Pues puede considerarse afortunada la Madonna —dijo Brunetti devolviendo la estampa a la
signorina
Elettra.

—Ah, quédesela, comisario —dijo ella agitando la mano en señal de rechazo.

—¿No le han preguntado por qué no acudía a un banco, si es dueña de una casa?

—Sí, y les he dicho que la casa me la había regalado mi padre y que no quería arriesgarme a que él se enterase. Si acudía al banco, donde conocen a toda la familia, él descubriría lo que ha hecho mi hermano. Procuré llorar un poquito al decirlo. —La
signorina
Elettra esbozó una pequeña sonrisa y prosiguió—: La
signora
Volpato ha dicho que sentía mucho lo de mi hermano, que el juego es un vicio terrible.

—¿Y la usura no? —preguntó Brunetti, pero en realidad no era una pregunta.

—Por lo visto, no. Me ha preguntado cuántos años tenía él.

—¿Y usted qué le ha dicho? —preguntó Brunetti, sabiendo que ella no tenía hermanos.

—Treinta y siete y que hacía años que jugaba. —Calló, pensó en los sucesos de la tarde y dijo—: La
signora
Volpato ha sido muy amable.

—¿En serio? ¿Qué ha hecho?

—Me ha dado otra estampa de santa Rita y me ha dicho que rogaría por mi hermano.

Capítulo 23

Lo único que Brunetti hizo aquella tarde antes de irse a su casa fue firmar los papeles para autorizar el envío del cadáver de Marco Landi a sus padres. Después llamó a la oficina de los agentes y preguntó a Vianello si estaría dispuesto a acompañar el cuerpo al Trentino. Vianello accedió inmediatamente y sólo preguntó si podría ir de uniforme, ya que al día siguiente no estaría de servicio.

Brunetti, sin saber si se excedía en sus atribuciones, dijo:

—Cambiaré los turnos. —Abrió un cajón y se puso a buscar la lista de turnos, sepultada bajo el montón de papeles que cada semana llegaban a su mesa y que él acumulaba y reexpedía sin leer—. Considérese de servicio y vaya de uniforme.

—¿Qué les digo si me preguntan si hemos adelantado algo en la investigación?

—No se lo preguntarán. Todavía no —contestó Brunetti, seguro de no equivocarse, aunque sin saber por qué.

Cuando llegó a casa, encontró a Paola sentada en la terraza con los pies descansando en uno de los sillones de mimbre que habían resistido otro invierno a la intemperie. Le sonrió y retiró los pies del sillón. Él aceptó la invitación y se sentó frente a ella.

—¿Puedo preguntar qué tal ha sido el día? —dijo.

Él se hundió un poco más en el sillón y movió la cabeza negativamente, pero consiguió sonreír.

—Vale más no preguntar. Un día como tantos.

—¿Cargado de?

—Usura, corrupción y codicia.

—Sí. Un día como tantos. —Ella sacó un sobre del libro que tenía en el regazo y se inclinó para dárselo—. Quizá esto te lo arregle.

Él tomó el sobre y lo miró. Era del Ufficio Catasto. No comprendía cómo podía aquello arreglarle el día.

Sacó la carta y la leyó.

—¿Es un milagro? —preguntó y, bajando la mirada, leyó la última frase en voz alta—: «Habiéndose presentado documentación suficiente, toda comunicación anterior expedida por esta oficina queda sustituida por el presente documento de
condono edilizio.»
—Brunetti dejó caer la mano en el muslo, sin soltar la carta—. ¿Significa esto lo que imagino? —preguntó.

Paola asintió, sin sonreír ni desviar la mirada.

Él buscó las palabras y el tono precisos y, habiéndolos encontrado, preguntó:

—¿No podrías ser un poco más explícita?

La explicación fue inmediata.

—Tal como yo lo veo, significa que el asunto ha terminado, que han encontrado los papeles necesarios y que no van a marearnos más.

—¿Encontrado? —repitió él.

—Encontrado.

Él miró la hoja de papel que tenía en la mano, en la que aparecía la palabra «presentado». La dobló y la introdujo en el sobre, mientras pensaba cómo preguntar y si debía preguntar.

Devolvió el sobre a su mujer y dominando todavía el tono pero no las palabras, inquirió:

—¿Tu padre tiene algo que ver con esto?

Él la observaba. La experiencia le dijo durante cuánto tiempo pensó ella en mentirle y también el momento en que abandonó la idea.

—Es probable.

—¿De qué manera?

—Estábamos hablando de ti —empezó ella, y Brunetti disimuló la sorpresa por el hecho de que Paola hablara de él con su padre—. Me preguntó cómo estabas, cómo iba tu trabajo, y le dije que tenías más problemas de los habituales. —Antes de que él pudiera acusarla de revelar sus secretos profesionales, Paola explicó—: Ya sabes que nunca hablo de cosas concretas, ni con él ni con nadie, pero sí le dije que estabas más sobrecargado que de costumbre.

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