Amigos en las altas esferas (29 page)

Read Amigos en las altas esferas Online

Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

—Desde luego —instó Brunetti—, especialmente esta vez.

—Ella me dijo que aquel hombre de la oficina siempre le había envidiado su posición —prosiguió Dolfin y, al ver el gesto de interrogación de Brunetti, aclaró—: en sociedad.

Brunetti asintió.

—Ella no sabía por qué la odiaba tanto. Pero un día él hizo algo con unos papeles. Ella me lo explicó, pero no lo entendí. Bueno, él falsificó unos papeles que decían que Loredana hacía cosas malas en la oficina, que aceptaba dinero por hacer cosas ilegales. —Apoyó la palma de las manos en la mesa, izándose a medias y con un alarmante volumen de voz, dijo—: Los Dolfin no hacen las cosas por dinero. El dinero no significa nada para los Dolfin.

Brunetti levantó una mano tranquilizadora y Dolfin volvió a sentarse.

—Nosotros no hacemos las cosas por dinero —barbotó con vehemencia—. Eso toda la ciudad lo sabe. Por dinero, nada. Ella dijo que la gente creería lo que dijeran los periódicos y que habría un escándalo —prosiguió—. El apellido, manchado. Ella me dijo… —empezó a decir y luego rectificó—: No; eso no tuvo que decírmelo, eso lo sabía yo. Nadie puede contar mentiras sobre los Dolfin y no ser castigado.

—Comprendo —dijo Brunetti—. ¿Entonces decidió denunciarlo a la policía?

Dolfin agitó una mano, desechando la idea de ir a la policía.

—No. Era nuestro honor y teníamos derecho a aplicar nuestra propia justicia.

—Comprendo.

—Yo lo conocía, había estado varias veces en la oficina. Cuando Loredana hacía la compra por la mañana, y tenía paquetes que llevar a casa, yo iba a ayudarla. —Dijo esto con inconsciente orgullo: el hombre de la casa que se ufana de su gesta—. Ella sabía adónde tenía que ir aquel día el hombre, y me dijo que lo siguiera y que tratara de hablar con él. Pero él fingió no saber de qué le hablaba y dijo que aquello no tenía nada que ver con Loredana. Que era el otro hombre. Ella me había advertido de que él mentiría y trataría de hacerme creer que la culpa la tenía otro, pero yo estaba preparado. Yo sabía que él quería hundir a Loredana porque le tenía envidia. —Asumió la expresión que Brunetti había visto en las personas al decir frases que creían muy inteligentes, y tuvo la impresión de que también eso era una lección aprendida.

—¿Y qué pasó entonces?

—Me llamó embustero y trató de apartarme de un empujón. Estábamos en esa casa. —Se le agrandaron los ojos con lo que Brunetti pensó que debía de ser horror por lo sucedido, pero resultó que era horror por lo que iba a decir a continuación—: Y me tuteó. Sabía que soy conde y me llamó de tú. —Dolfin lanzó una rápida mirada a Brunetti, como preguntando si concebía semejante cosa.

Brunetti, que no la concebía, movió la cabeza negativamente con mudo asombro.

Al ver que Dolfin no parecía dispuesto a seguir hablando, Brunetti preguntó, con auténtica curiosidad en la voz:

—¿Y usted qué hizo?

—Le dije que mentía y que quería perjudicar a Loredana por envidia. Él volvió a empujarme. Eso no me lo había hecho nadie. —Por su manera de hablar, Brunetti dedujo que Dolfin debía de pensar que el respeto que la gente le mostraba sin duda era por su título más que por su tamaño—. Cuando él me empujó, di un paso atrás y pisé un tubo que estaba en el suelo. El tubo se aplastó y yo caí de espaldas. Cuando me levanté, tenía el tubo en la mano. Yo quería golpearle, pero un Dolfin nunca golpea por la espalda, de modo que lo llamé y él se volvió. Entonces levantó la mano para pegarme. —Dolfin calló, pero sus manos se abrían y cerraban sobre sus muslos como si, de pronto, hubieran tomado vida propia.

Cuando volvió a mirar a Brunetti, había transcurrido un lapso de tiempo en su recuerdo, porque dijo:

—Después trató de levantarse. Estábamos al lado de la ventana, que tenía la persiana abierta. La había abierto él al llegar. Él se acercó a la ventana y se puso de pie agarrándose al alféizar. Yo ya no estaba enfadado. —Su voz era ahora desapasionada y tranquila—. Nuestro honor estaba a salvo. Así que me acerqué para ver si necesitaba ayuda. Pero él tenía miedo de mí y cuando fui hacia él retrocedió, tropezó con el alféizar y cayó hacia atrás. Yo alargué los brazos para agarrarlo, de verdad —dijo, repitiendo el gesto mientras lo describía, y sus dedos largos y aplastados se cerraron varias veces inútilmente, en el aire—, pero él ya se caía y no llegué a tiempo. —Echó la mano hacia atrás y se cubrió los ojos con la otra—. Oí el golpe en el suelo. Fue un golpe muy fuerte. Pero entonces noté que había alguien en la puerta y me asusté. No sabía quién era. Bajé corriendo la escalera. —Calló.

—¿Adónde fue?

—A casa. Era la hora del almuerzo, y Loredana se preocupa si me retraso.

—¿Usted se lo dijo?

—¿Si le dije qué?

—Lo sucedido.

—Yo no quería. Pero ella lo notó. Lo adivinó al ver que yo no podía comer. Y tuve que contarle lo que había pasado.

—¿Qué dijo ella?

—Que estaba muy orgullosa de mí —respondió él con cara radiante—. Dijo que yo había defendido nuestro honor y que lo ocurrido había sido un accidente. Él me empujó. Juro por Dios que es la verdad. Me tiró al suelo.

Giovanni miró nerviosamente hacia la puerta y preguntó:

—¿Sabe ella que estoy aquí?

Al ver a Brunetti mover la cabeza negativamente, Dolfin se llevó una mano inmensa a los labios y se los golpeó varias veces con el canto de los dedos crispados.

—Se pondrá furiosa. Me dijo que no fuera al hospital. Que era una trampa. Y tenía razón. Debí hacerle caso. Ella siempre tiene razón. En todo tiene razón. —Se puso la mano en el brazo, en el lugar de la inyección, y frotó con suavidad, pero no dijo más.

En el silencio que siguió, Brunetti se preguntaba qué parte de verdad encerraba lo que Loredana Dolfin había dicho a su hermano. Brunetti no dudaba de que Rossi había descubierto la corrupción del Ufficio Catasto, pero dudaba que su descubrimiento afectara al honor de la familia Dolfin.

—¿Y qué pasó cuando volvió usted a la casa? —preguntó. Empezaban a preocuparle las muestras de nerviosismo que observaba en Dolfin.

—El otro, el que se drogaba, estaba allí cuando ocurrió aquello. Me siguió a casa y preguntó a la gente quién era yo. La gente me conoce, a causa de mi apellido. —Brunetti oyó la nota de orgullo con que lo decía—. Cuando salí de casa para ir a trabajar, lo encontré esperándome. Me dijo que lo había visto todo y que quería ayudarme para que no tuviera problemas. Yo le creí, y volvimos a la casa y nos pusimos a limpiar la habitación. Dijo que quería ayudarme, y yo le creí. Y mientras estábamos allí vinieron unos policías, pero él les habló y se marcharon. Cuando los policías se fueron, él me dijo que si no le daba dinero, llamaría a los policías y les enseñaría la habitación, y yo estaría perdido y todo el mundo sabría lo que había hecho. —Aquí Dolfin se interrumpió, pensando en las consecuencias que eso hubiera tenido.

—¿Y qué más?

—Yo le dije que no tenía dinero, que se lo daba todo a Loredana, que es la que sabe lo que hay que hacer con él.

Dolfin se levantó a medias y empezó a mover la cabeza de derecha a izquierda, como atento a un sonido que fuera a salirle de la nuca.

—¿Y después?

—Se lo dije a Loredana, naturalmente. Y entonces volvimos.

—¿No volvió solo? —preguntó Brunetti y al momento le pesó haber hablado.

Hasta oír la pregunta de Brunetti, Dolfin había seguido moviendo la cabeza hacia uno y otro lado. Pero las palabras de Brunetti, o el tono de voz, lo hicieron detenerse. El comisario vio cómo se evaporaba la confianza en él de su interlocutor y cómo Dolfin se percataba de encontrarse en campo enemigo.

Brunetti dejó pasar por lo menos un minuto.


Signor conte
? —instó.

Dolfin movió la cabeza negativamente con firmeza.


Signor conte,
decía usted que volvió a la casa con otra persona. ¿Quiere decirme quién era?

Dolfin apoyó los codos en la mesa, bajó la cabeza y se cubrió los oídos con la palma de las manos. Cuando Brunetti empezó a hablarle otra vez, Dolfin movió violentamente la cabeza de derecha a izquierda. Furioso consigo mismo por haber empujado a Dolfin a un terreno desde el que sería imposible hacerle volver, Brunetti se puso en pie y, consciente de que no tenía alternativa, fue a llamar por teléfono a la hermana del
conte
Dolfin.

Capítulo 25

La mujer contestó al teléfono con un escueto
«Cà Dolfin»
y el sonido sorprendió a Brunetti como un solo de trompeta que no tuviera más que notas discordantes, por lo que se quedó un momento en suspenso antes de identificarse y explicar el motivo de su llamada. Si la inquietó lo que él le decía, lo disimuló perfectamente y se limitó a responder que llamaría a su abogado y pronto estarían en la
questura.
No hizo preguntas ni mostró curiosidad alguna ante la noticia de que su hermano estaba siendo interrogado en relación con unos asesinatos. A juzgar por su reacción, hubiera podido tratarse de una simple llamada de trabajo, por ejemplo, un error en un plano. Por no descender de un dux —por lo menos, que él supiera—, Brunetti ignoraba cómo trataban las personas de alcurnia el tema de la implicación de la familia en un asesinato.

Brunetti no desperdició ni un instante en tomar en consideración la posibilidad de que la
signorina
Dolfin hubiera intervenido en algo tan vil como el vasto sistema por el que circulaban los sobornos hacia y desde el Ufficio Catasto, descubierto por Rossi: «Los Dolfin no hacemos las cosas por dinero.» Brunetti estaba convencido de ello. Fue Dal Carlo, con su estudiada perplejidad ante la posibilidad de que alguien del Ufficio Catasto se aviniera a aceptar un soborno, el que había instalado la red de corrupción descubierta por Rossi.

¿Qué había hecho el infeliz de Rossi, tan ingenuo él, y tan peligrosamente íntegro? ¿Enfrentarse a Dal Carlo con sus pruebas, amenazarlo con denunciarlo a la policía? ¿Y lo habría hecho dejando abierta la puerta de aquel cancerbero con su conjunto de punto, su moño rancio y su pasión trasnochada? ¿Y Cappelli? ¿Le habían causado la muerte sus conversaciones telefónicas con Rossi?

Brunetti estaba seguro de que Loredana Dolfin había aleccionado a su hermano sobre lo que debía decir si era interrogado: al fin y al cabo, ya le había advertido que no fuera al hospital. No hubiera dicho que era una «trampa» si no hubiera sabido cómo había recibido su hermano aquella delatora mordedura en el brazo. Y él, pobre desgraciado, aterrado por el peligro de infección, había desoído su advertencia y caído en la trampa de Brunetti.

Dolfin había dejado de hablar desde el momento en que empezó a usar el plural. Brunetti estaba seguro de la identidad de su acompañante, pero sabía que, en cuanto el abogado de Loredana hablara con Giovanni, se desvanecería toda posibilidad de demostrarla.

Menos de una hora después, sonó el teléfono: la
signorina
Dolfin y el
avvocato
Contarini habían llegado. Brunetti dijo que los acompañaran a su despacho.

Ella entró la primera, conducida por uno de los agentes uniformados que hacían guardia en la puerta de la
questura.
La seguía Contarini, orondo y sonriente, el hombre que siempre encontraba la fisura precisa para que su cliente se beneficiara de todos los tecnicismos jurídicos.

Brunetti no tendió la mano a ninguno de los dos sino que dio media vuelta invitándolos a pasar con un ademán, y se parapetó detrás de su mesa.

El comisario miró a la
signorina
Dolfin, que mantenía los pies juntos, la espalda erguida, sin rozar el respaldo de la silla y las manos enlazadas encima del bolso. Ella le devolvió la mirada pero guardó silencio. No estaba distinta de cuando él la había visto en su oficina: competente, ajada, interesada en lo que sucedía a su alrededor, pero sin implicarse del todo.

—¿Y qué es lo que cree usted haber descubierto acerca de mi cliente? —preguntó Contarini sonriendo con afabilidad.

—En el curso de un interrogatorio grabado en esta
questura
esta misma tarde, él ha confesado haber dado muerte a Francesco Rossi, empleado del Ufficio Catasto, donde la
signorina
Dolfin —inclinó la cabeza en dirección a la aludida— trabaja en calidad de secretaria.

Contarini no parecía impresionado.

—¿Algo más? —preguntó.

—También ha dicho que posteriormente volvió al mismo lugar en compañía de un hombre llamado Gino Zecchini y, juntos, borraron las huellas del crimen. También, que Zecchino trató de hacerle chantaje. —Hasta este momento, sus palabras no parecían despertar interés alguno en las dos personas sentadas frente a él—. Después Zecchino fue hallado muerto en el mismo edificio, juntamente con una joven que aún no ha sido identificada.

Cuando consideró que Brunetti había terminado, Contarini se puso la cartera en las rodillas y la abrió. Empezó a revolver papeles y a Brunetti se le erizó el vello de los brazos por la forma en que sus movimientos de afectada actividad le recordaban los de Rossi. Contarini lanzó un ligero resoplido de satisfacción al encontrar el papel que buscaba, lo sacó y lo puso delante de Brunetti.

—Como puede ver, comisario —dijo señalando el sello estampado en la parte superior de la hoja, pero sin soltarla—, es un certificado del Ministerio de Sanidad, fechado hace más de diez años. —Acercó la silla a la mesa. Cuando estuvo seguro de que Brunetti tenía la atención fija en el papel, prosiguió—: En él se hace constar que Giovanni Dolfin es… —aquí hizo una pausa y obsequió a Brunetti con otra sonrisa: el tiburón que se dispone a entrar en faena. Aunque el texto estaba invertido, empezó a leer lentamente—: «… una persona con necesidades especiales que deberá tener preferencia en la obtención de empleo y en ningún caso será objeto de discriminación por incapacidad para realizar tareas que excedan de sus posibilidades.» —Deslizó el dedo por el papel hasta señalar el último párrafo, que también leyó—: «El citado Giovanni Dolfin no se halla en posesión de sus plenas facultades mentales, por lo que no deberá aplicársele el pleno rigor de la ley.»

Contarini soltó el papel y lo dejó caer suavemente sobre la mesa. Sin dejar de sonreír, dijo:

—Es una copia. Para su archivo. Supongo que no es la primera vez que ve un documento de esa clase, ¿verdad, comisario?

La familia de Brunetti eran grandes aficionados al juego del Monopoly; ésa era, en la vida real, la tarjeta de «Salga de la Cárcel».

Other books

The Legend Thief by Unknown
The First Three Rules by Wilder, Adrienne
A Meeting With Medusa by Arthur C. Clarke
Exchange Rate by Bonnie R. Paulson
Dane - A MacKenzie Novel by Liliana Hart
Jack of Hearts by Marjorie Farrell
Cardwell Ranch Trespasser by Daniels, B. J.