Amigos en las altas esferas (23 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Entró en la oficina jadeando y vio con alivio que Pucetti estaba en su sitio.

—Pucetti —dijo—, levántese y quítese la chaqueta.

Al instante, el joven estaba de pie y tenía la chaqueta encima de la mesa. Brunetti le dio la americana de lana.

—En la entrada hay una muchacha. Masi la retiene unos minutos en su despacho. Cuando salga, quiero que la siga. Sígala todo el día si es necesario, pero quiero saber adonde va y quién es.

Pucetti ya iba hacia la puerta. Como la americana le estaba grande, dobló los puños y se subió las mangas. Mientras caminaba, se arrancó la corbata y la arrojó en dirección a la mesa. Cuando salió de la oficina, sin haber pedido a Brunetti explicación alguna, era un joven vestido despreocupadamente que se había puesto camisa blanca y pantalón azul marino y, para suavizar el corte militar del pantalón, llevaba una holgada americana de
tweed
Harris con las mangas subidas con elegante descuido.

Brunetti volvió a su despacho, marcó el número de la redacción de
Il
Gazzettino
y se identificó. La información que les dio era la de que la policía, en el curso de la investigación de la muerte de un estudiante por sobredosis, había descubierto la identidad del joven sospechoso de haberle vendido la droga que le había causado la muerte. Su arresto era inminente, y se confiaba en que a éste siguiera el de otras personas involucradas en el tráfico de drogas en la zona del Veneto. Brunetti colgó el teléfono confiando en que esto bastara para obligar al pariente de la muchacha, quienquiera que fuera, a hacer acopio de valor y presentarse en la
questura,
y que del estúpido desperdicio de la vida de Marco Landi saliera por lo menos algo positivo.

Brunetti y Vianello se presentaron en el Ufficio Catasto a las once. Brunetti dio su nombre y rango a la recepcionista de la planta baja, que le dijo que el despacho del
ingeniere
Dal Carlo estaba en el segundo piso y que ahora mismo lo avisaba de que el comisario Brunetti subía a verlo. Brunetti, seguido de un uniformado y silencioso Vianello, se dirigió al segundo piso, sorprendido de la cantidad de gente, hombres la mayoría, que subían y bajaban la escalera y en cada piso se agolpaban frente a las puertas de los despachos, con brazadas de planos y gruesas carpetas.

El despacho del
ingeniere
Dal Carlo era el último de mano izquierda. La puerta estaba abierta, por lo que entraron directamente. Una mujer pequeña, que parecía lo bastante mayor para ser la madre de Vianello, sentada ante una mesa, de cara a ellos, frente a la enorme pantalla de un ordenador, los miró por encima de unas gruesas gafas de media luna. Tenía el pelo veteado de gris y lo llevaba recogido en un prieto moño que hizo pensar a Brunetti en la
signora
Landi. Sus hombros, estrechos y encorvados, sugerían una incipiente osteoporosis. No usaba maquillaje, como si hiciera tiempo que había desesperado de su posible utilidad.

—¿El comisario Brunetti? —preguntó la mujer sin levantarse.

—Sí. Deseo hablar con el
ingeniere
Dal Carlo.

—¿Puedo preguntar el motivo de su visita? —preguntó ella en preciso italiano.

—Necesito información sobre un ex empleado.

—¿Ex empleado?

—Sí. Franco Rossi.

—Ah, sí —dijo ella llevándose la mano a la frente, para protegerse los ojos. Bajó la mano, se quitó las gafas y levantó la mirada—. Pobre muchacho. Había trabajado aquí varios años. Fue terrible. Nunca había ocurrido nada parecido. —La mujer se volvió hacia un crucifijo que tenía en la pared, moviendo los labios en una oración por el joven difunto.

—¿Conocía usted al
signor
Rossi? —preguntó Brunetti, y agregó, como si no hubiera captado su apellido—:
Signora…

—Dolfin,
signorina
—respondió ella escuetamente e hizo una pausa, como para ver si él reaccionaba al oír el nombre—. Tenía el despacho al otro lado del pasillo —agregó—. Era un joven muy correcto, siempre muy respetuoso con el
dottor
Dal Carlo. —Por su manera de decirlo, parecía que la
signorina
Dolfin no podía hacer mayor elogio.

—Comprendo —dijo Brunetti, cansado de las alabanzas gratuitas que la gente se cree obligada a hacer de los muertos—. ¿Podría hablar con el
ingeniere
?

—Naturalmente —dijo ella poniéndose en pie—. Tiene usted que disculparme por hablar tanto. Es sólo que, frente a una muerte tan trágica, se siente una muy poca cosa.

Brunetti movió la cabeza de arriba abajo. Era la forma más eficaz que conocía para responder a los lugares comunes.

Ella los precedió en los pocos pasos que mediaban entre su mesa y la puerta del despacho interior. Levantó la mano, dio dos golpes, esperó y agregó otro golpe, más suave, como si, con los años, hubiera establecido un código que indicara al ocupante del despacho la clase de visita que tenía. Cuando dentro sonó una voz de hombre que decía
«Avanti»
Brunetti vio cómo a la mujer se le iluminaban los ojos y doblaban hacia arriba las comisuras de los labios.

Ella abrió la puerta, entró y se hizo a un lado, para dejar paso a los dos hombres y dijo:

—El comisario Brunetti,
dottore.

Al cruzar el umbral, Brunetti miraba al interior y vio detrás del escritorio a un hombre corpulento, de cabello oscuro, pero cuando la
signorina
Dolfin empezó a hablar se volvió hacia ella, intrigado por su cambio de actitud y hasta de tono de voz, mucho más cálido y modulado que cuando se había dirigido a él.

—Gracias,
signorina
—dijo Dal Carlo casi sin mirarla—. Nada más.

—Con su permiso —dijo ella y, muy lentamente, dio media vuelta, salió del despacho y cerró la puerta con suavidad.

Dal Carlo se levantó sonriendo. Debía de frisar los sesenta, pero tenía la piel tersa y el porte erguido de un hombre más joven. Su sonrisa mostraba unos dientes con fundas más grandes de lo necesario, al estilo italiano.

—Encantado de conocerlo, comisario —dijo tendiendo la mano a Brunetti y dándole un apretón firme y masculino. Dal Carlo saludó entonces a Vianello con un movimiento de la cabeza y los llevó a unos sillones situados en un ángulo del despacho—. ¿En qué puedo servirlo?

Mientras se sentaba, Brunetti dijo:

—Deseo hacerle unas preguntas sobre Franco Rossi.

—Ah, sí —dijo Dal Carlo meneando la cabeza varias veces—. Qué horror, qué tragedia. Una excelente persona. Y muy competente. Hubiera hecho carrera. —Suspirando repitió—: Una tragedia, una tragedia.

—¿Cuánto tiempo hacía que trabajaba aquí,
ingeniere
? —preguntó Brunetti. Vianello sacó del bolsillo una libretita, la abrió y empezó a tomar notas.

—Déjeme pensar —empezó Dal Carlo—. Unos cinco años, diría yo. Podemos preguntar a la
signorina
Dolfin. Ella nos lo dirá con exactitud.

—No. Es suficiente,
dottore
—dijo Brunetti agitando una mano—. ¿Cuáles eran concretamente las funciones del
signar
Rossi?

Dal Carlo se asió la barbilla con gesto pensativo y miró al suelo. Transcurrido un tiempo prudencial, dijo:

—Tenía que revisar los planos para comprobar que concordaban con las obras realizadas.

—¿Y cómo lo hacía,
dottore
?

—Estudiaba los planos aquí, en la oficina y después inspeccionaba la obra, para ver si los trabajos se habían hecho debidamente.

—¿Debidamente? —preguntó Brunetti, con la ignorancia del profano en la materia.

—De acuerdo con lo indicado en los planos.

—¿Y si no era así?

—El
signor
Rossi informaba de las diferencias y nuestra oficina iniciaba los trámites.

—¿Qué trámites?

Dal Carlo miró a Brunetti y pareció sopesar no sólo la pregunta sino también la razón por la que Brunetti la había hecho.

—Generalmente, la imposición de una multa y la orden de modificar la obra para ajustaría a las especificaciones de los planos —respondió Dal Carlo.

—Comprendo —dijo Brunetti, moviendo la cabeza de arriba abajo y mirando a Vianello para indicarle que tomara nota de esa respuesta—. Una inspección que puede salir muy cara.

Dal Carlo parecía desconcertado.

—Perdone, no comprendo qué quiere decir, comisario.

—Quiero decir que hacer obras y luego tener que volver a hacerlas cuesta mucho dinero. Sin contar la multa.

—Naturalmente —dijo Dal Carlo—. Las ordenanzas son muy explícitas a ese respecto.

—Gasto doble —dijo Brunetti.

—Sí. Supongo que sí. Pero son pocas las personas que se exponen a cometer irregularidades.

Brunetti se permitió un leve gesto de sorpresa y miró a Dal Carlo con una fina sonrisa de complicidad.

—Si usted lo dice,
ingeniere.
—Rápidamente, cambió de tema y de tono al preguntar—: ¿Había recibido amenazas el
signor
Rossi?

Nuevamente, Dal Carlo parecía confuso.

—Lo siento, pero eso tampoco lo entiendo, comisario.

—Entonces,
dottore,
permita que hable con crudeza. El
signor
Rossi tenía la facultad de obligar a la gente a hacer grandes desembolsos. Si informaba de que en un edificio se habían hecho reformas no autorizadas, los propietarios podían tener no sólo que pagar una multa sino también que rectificar los trabajos realizados. —Aquí sonrió y agregó—: Los dos sabemos lo que cuesta hacer obras en esta ciudad, por lo que dudo que hubiera quien pudiera sentirse satisfecho si el
signor
Rossi descubría irregularidades en su inspección.

—Por supuesto que no —convino Dal Carlo—. Pero dudo mucho que alguien se atreviera a amenazar a un funcionario municipal que no hacía sino cumplir con su deber.

Brunetti preguntó entonces a bocajarro:

—¿Hubiera aceptado un soborno el
signor
Rossi? —El comisario observaba atentamente la expresión de Dal Carlo al hacer la pregunta y vio que era de estupefacción y hasta de escándalo.

Pero, en lugar de responder enseguida, Dal Carlo reflexionó.

—Nunca lo había pensado —dijo, y Brunetti comprendió que decía la verdad. Entonces Dal Carlo, menos cerrar los ojos y alzar la cabeza, dio todas las muestras de sumirse en profunda meditación. Finalmente, dijo, mintiendo—: No me gusta hablar mal de él, y menos ahora, pero sería posible. Es decir —tras una tímida vacilación—, pudo ser posible.

—¿Por qué lo dice? —preguntó Brunetti, aunque estaba casi seguro de que aquello no era más que un intento bastante evidente de utilizar a Rossi para tapar su propia probable venalidad.

Por primera vez, Dal Carlo miró a Brunetti a los ojos. Si aún hubiera necesitado una prueba de que aquel hombre mentía, Brunetti no hubiera podido hallarla más segura.

—Comprenderá usted que no se trata de algo concreto que pueda mencionar o describir. Durante los últimos meses, su comportamiento había cambiado. Parecía nervioso, furtivo. Pero hasta ahora que usted me ha preguntado no se me había ocurrido tal posibilidad.

—¿Hubiera sido fácil? —preguntó Brunetti, y como Dal Carlo pareciera no comprender, aclaró—: ¿Dejarse sobornar?

Casi esperaba que Dal Carlo dijera que nunca había pensado tal cosa, en cuyo caso Brunetti no sabía si hubiera podido conservar la seriedad. Al fin y al cabo, estaban en una oficina municipal. Pero el ingeniero se contuvo y dijo finalmente:

—Supongo que sería posible.

Brunetti callaba. Tanto callaba que Dal Carlo se vio obligado a preguntar:

—¿Por qué hace estas preguntas, comisario?

Al fin Brunetti dijo:

—No estamos totalmente seguros —siempre le había resultado más eficaz hablar en plural— de que la muerte de Rossi fuera accidental.

Esta vez Dal Carlo no pudo disimular la sorpresa, aunque no había forma de averiguar si era sorpresa por la posibilidad o sorpresa porque la policía lo hubiera descubierto. Mientras varias ideas danzaban en su cerebro, lanzó a Brunetti una mirada de cálculo que le recordó la que había visto en los ojos de Zecchino.

Pensando en el joven drogadicto, Brunetti dijo:

—Quizá tengamos un testigo de que fue otra cosa.

—¿Un testigo? —repitió Dal Carlo en una voz alta e incrédula, como si nunca hubiera oído semejante palabra.

—Sí, una persona que estaba en el edificio. —Brunetti se levantó bruscamente—. Muchas gracias por su ayuda,
dottore
—dijo tendiendo la mano. Dal Carlo, visiblemente desconcertado por el extraño rumbo que había tomado la conversación, se levantó a su vez y extendió la mano. Su apretón fue menos cordial que a la llegada.

Finalmente, cuando ya había abierto la puerta, el
ingeniere
dio voz a su sorpresa:

—Me parece increíble —dijo—. Quién iba a querer matarlo. No hay motivo para tal cosa. Y ese edificio está vacío. ¿Cómo iba alguien a ver lo que ocurrió?

En vista de que ni Brunetti ni Vianello contestaban, Dal Carlo cruzó el antedespacho, sin mirar a la
signorina
Dolfin, que tecleaba en su ordenador, y acompañó a los dos policías hasta la puerta del pasillo. Nadie se entretuvo en despedidas.

Capítulo 21

Aquella noche, Brunetti durmió mal. Se despertaba una y otra vez dando vueltas a los sucesos del día. Pensaba que, probablemente, Zecchino le había mentido al hablar del asesinato de Rossi y que había visto u oído mucho más de lo que decía. ¿Por qué, si no, tantas evasivas? La noche interminable traía más recuerdos poco gratos: la resistencia de Patta a considerar criminal la conducta de su hijo, la aversión de su amigo Luca hacia su esposa, la general incompetencia que obstaculizaba su trabajo diario. Con todo, lo que más le dolía era pensar en aquellas dos muchachas: una, tan maltratada por la vida como para consentir en mantener relaciones sexuales con Zecchino en aquella sórdida buhardilla y la otra, doblemente martirizada por la pérdida de Marco y por el conocimiento de lo que le había causado la muerte. La experiencia había hecho perder a Brunetti toda su caballerosidad, pero no podía dejar de sentir una viva compasión por aquellas muchachas.

¿Habría estado la primera en el piso de arriba cuando él encontró a Zecchino? Era tanta su prisa por salir de la casa que no subió a ver si había alguien en la buhardilla. El que Zecchino estuviera bajando la escalera no significaba que pensara marcharse; también podía bajar a averiguar la causa del ruido producido por la llegada de Brunetti y haberla dejado a ella arriba. Por lo menos, Pucetti había conseguido descubrir el nombre de la otra: Anna Maria Ratti, que vivía con sus padres y su hermano en Castello, y estudiaba arquitectura en la universidad.

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