Amigos en las altas esferas (21 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

—Ah, la Guardia di Finanza —suspiró ella sin disimular el gozo que le producía la pregunta—. Cómo deseaba que alguien me pidiera que entrase ahí.

—¿No entraría por su cuenta,
signorina?
—preguntó él.

—No, señor —respondió ella, sorprendida de que él creyera necesario preguntar tal cosa—. Sería caza furtiva.

—¿Y si se lo pido yo?

—Eso es caza mayor, comisario —respondió ella, y colgó.

Brunetti llamó entonces al laboratorio y preguntó cuándo le enviarían el informe del edificio frente al que había sido hallado Rossi. Al cabo de unos minutos, le dijeron que el equipo había ido al lugar pero, al ver que había obreros trabajando en el edificio, los técnicos habían desistido de entrar, pensando que estaría demasiado contaminado para poder recoger datos fiables, y habían regresado a la
questura.

Él iba a dejarlo así. Un fallo más, consecuencia de la desidia y la falta de iniciativa, cuando se le ocurrió preguntar:

—¿Cuántos obreros había?

Le dijeron que esperase un momento y, al poco rato, uno de los técnicos del equipo se puso al teléfono.

—¿Sí, comisario?

—Cuando fueron a ese edificio, ¿cuántos obreros había?

—Vi a dos, en el tercer piso.

—¿Había hombres en los andamios?

—No vi a ninguno.

—¿Sólo esos dos?

—Sí, señor.

—¿Dónde estaban?

—En una ventana.

—¿Ya estaban allí cuando ustedes llegaron?

El hombre tuvo que reflexionar un momento antes de responder:

—Se asomaron cuando nosotros golpeamos la puerta.

—Haga el favor de explicarme qué ocurrió exactamente —dijo Brunetti.

—Primero probamos la cerradura y luego golpeamos la puerta. Entonces uno de ellos se asomó a la ventana y preguntó qué queríamos. Pedone les dijo quiénes éramos y por qué estábamos allí, y aquel tipo dijo que ya hacía dos días que trabajaban en el edificio, que habían estado llevando cosas de un lado al otro, que estaba todo muy sucio y revuelto y que nada seguía en el mismo sitio que días atrás. Entonces se asomó el otro hombre. No dijo nada, pero estaba cubierto de polvo, de modo que era evidente que estaban trabajando.

Hubo un largo silencio. Al fin Brunetti preguntó:

—¿Y qué más?

—Entonces Pedone preguntó cómo estaban las ventanas, o sea, delante de las ventanas, porque ahí es donde hubiéramos tenido que mirar, ¿verdad, comisario?

—Sí.

—El hombre explicó que habían estado todo el día metiendo sacos de cemento por las ventanas, y entonces Pedone dijo que sería perder el tiempo.

Brunetti dejó que se hiciera otro silencio y preguntó:

—¿Cómo iban vestidos?

—¿Cómo?

—¿Cómo vestían? ¿Ropa de trabajo?

—No lo sé, comisario. Estaban en la ventana del tercer piso y nosotros, desde la calle, no podíamos verles más que la cabeza y los hombros. —Calló un momento—. El que habló con nosotros quizá llevara chaqueta.

—Entonces, ¿por qué pensaron que era un trabajador?

—Porque lo dijo él, comisario. Además, ¿qué iban a estar haciendo, si no, en el edificio?

Brunetti tenía una clara idea de lo que podían hacer aquellos hombres en el edificio, pero nada hubiera adelantado diciéndolo. Abrió la boca para pedir al hombre que él y su compañero volvieran al edificio e hicieran un examen a fondo, pero desistió. Se limitó a dar las gracias por la información y colgó.

Hacía una década, semejante conversación hubiera provocado en Brunetti una llamarada de indignación, pero ahora no hizo más que consolidar el triste concepto que tenía de sus colegas en general. En sus momentos de pesimismo, se preguntaba si la mayoría de ellos no estarían a sueldo de la mafia, pero sabía que ese incidente no era más que otro ejemplo de una endémica incompetencia y falta de interés. O quizá la manifestación de lo que sentía él mismo: la impresión de que toda tentativa para prevenir, impedir o castigar el crimen estaba condenada al fracaso.

En lugar de permanecer allí, en su Dunkerque particular, guardó bajo llave en el cajón los papeles de los Volpato y salió del despacho. El día trataba de atraerlo con todas sus artes de seducción: los pájaros cantaban alegremente, la wistaria le enviaba sus dulces efluvios desde el otro lado del canal y un gato extraviado se restregó contra su pantorrilla. Brunetti se agachó y rascó al animal detrás de las orejas, mientras decidía qué hacer.

En la
riva
subió al
vaporetto
que iba en dirección a la estación y se bajó en San Basilio, desde donde retrocedió hacia Angelo Rafaelle y la estrecha calle a la que había caído Rossi. Desde la esquina, miró el edificio, pero no vio señales de actividad. No había trabajadores en los andamios y todas las persianas estaban cerradas. Fue hasta el edificio y miró atentamente la cerradura de la puerta. El candado y la cadena seguían en su sitio, pero los tornillos que sujetaban la placa de metal al marco de la puerta estaban flojos y todo el conjunto podía sacarse fácilmente. Así lo hizo él, y la puerta giró lentamente sobre los goznes.

Una vez dentro, probó de volver a poner la placa en su sitio y descubrió que, en efecto, la cadena era lo bastante larga para pasar la mano y meter los tornillos. Hecho esto, cerró la puerta. Desde fuera, la casa parecía estar bien cerrada.

Brunetti dio media vuelta y se encontró en un corredor. Al fondo había una escalera, y fue rápidamente hacia ella. Era de piedra y le permitió subir silenciosamente hasta el tercer piso.

Al llegar arriba, se paró un momento para orientarse, confuso después de tantos recodos. La luz llegaba de su izquierda, y hacia allí se dirigió, suponiendo que sería la parte delantera de la casa.

De lo alto le llegó un sonido, leve y sordo, pero perceptible. Se quedó quieto, preguntándose dónde habría dejado la pistola: en casa, dentro de la caja metálica, en su casilla del centro de tiro o en el bolsillo de la chaqueta que estaba colgada en el armario del despacho. Era inútil pensar dónde podía estar, cuando sabía a ciencia cierta dónde no estaba.

Esperó, respirando por la boca. Percibía claramente una presencia en el piso de arriba. Pasando por encima de una botella de plástico vacía, cruzó una puerta que había a su derecha y se paró. Miró el reloj. Las seis y veinte. Fuera no tardaría en oscurecer y dentro ya estaba oscuro, salvo por la tenue claridad que llegaba de la parte delantera del edificio.

Brunetti esperaba; él sabía esperar. Cuando volvió a mirar el reloj, eran las seis y treinta y cinco. Otra vez oyó el sonido, ahora más cerca y más claro. Un rato, y aquel leve sonido se repitió, ahora descendía por la escalera hacia él y era el ruido inconfundible de una pisada en los peldaños de madera que bajaban de la buhardilla.

Siguió esperando. A la poca luz que hasta allí llegaba, la escalera era un ámbito nebuloso en el que Brunetti sólo percibía un vacío. Dirigió la mirada hacia la izquierda del sonido y divisó la sombra gris de una figura que bajaba. Cerró los ojos y respiró más despacio. Al siguiente sonido, que parecía llegar del rellano situado frente a él, abrió los ojos, vio una forma indistinta y se adelantó bruscamente, gritando con toda la fuerza de que era capaz:

—¡Alto! ¡Policía!

Se oyó un aullido de puro terror animal, y lo que fuera cayó al suelo, a los pies de Brunetti, con un gañido agudo y sostenido que le erizó el vello de la nuca.

El comisario se abalanzó hacia la parte delantera de la casa, tiró de los batientes de la ventana y empujó las persianas, para que entrase la luz del atardecer. Deslumbrado, volvió a la puerta de la escalera, de donde seguía llegando aquel quejido que ahora, ya más suave, podía identificarse como humano.

Nada más verlo, encogido en el suelo, con la cabeza entre los hombros y los brazos alrededor del cuerpo, para protegerse de los seguros golpes y puntapiés, Brunetti lo reconoció. Era uno del trío de drogadictos de poco más de veinte años que solían andar por
campo
San Bartolo de bar en bar, cada vez más apartados de la realidad, según iban pasando los días y los años. Éste era Gino Zecchino, el más alto de los tres, arrestado con frecuencia por tráfico de drogas, agresión o amenazas a turistas. Hacía casi un año que Brunetti no lo veía y lo asustó su deterioro físico. Le faltaban los dientes de delante, tenía el pelo largo y grasiento, las mejillas hundidas, la mandíbula afilada y aspecto de no haber comido en varios días. Era de Treviso, no tenía parientes en la ciudad y vivía con sus dos amigos en un apartamento situado detrás de
campo
San Polo que la policía conocía bien.

—Esta vez la has hecho buena, Gino —gritó Brunetti-—. Arriba, levántate.

Zecchino oyó su nombre pero no reconoció la voz. Dejó de gemir y volvió la cara hacia el sonido sin levantarse del suelo.

—¡Arriba he dicho! —gritó Brunetti en veneciano, poniendo en su voz toda la cólera de que era capaz. Incluso con la poca luz, vio las marcas que Zecchino se había hecho en el dorso de las manos buscándose las venas—. Levántate antes de que te haga rodar por la escalera a puntapiés. —Brunetti utilizaba el lenguaje que durante toda su vida había oído en los bares y en los calabozos de la policía, útil para hacer que la adrenalina del miedo siguiera descargándose en las venas de Zecchino.

El joven se volvió boca arriba y, sin dejar de protegerse el cuerpo con los brazos, hizo girar la cabeza hacia la voz, con los ojos cerrados.

—¡Mírame a la cara cuando te hablo! —ordenó Brunetti.

Zecchino se arrastró hasta la pared y con los ojos entornados miró a Brunetti, que se inclinaba sobre él en la penumbra. Con un único y fluido movimiento, Brunetti agarró al chico por la chaqueta y lo levantó, sorprendido por el poco esfuerzo que había tenido que hacer.

Cuando reconoció a Brunetti, Zecchino abrió mucho los ojos aterrorizado y se puso a gritar:

—Yo no vi nada. Yo no vi nada.

Brunetti tiró de él bruscamente gritándole a la cara:

—¿Qué pasó?

Las palabras salían de la boca de Zecchino atropelladamente, bombeadas por el miedo.

—Oí voces abajo. Discutían. Estaban dentro. Se pararon un momento y volvieron a gritar, pero no podía verlos. Yo estaba ahí arriba —dijo agitando una mano hacia la escalera de la buhardilla.

—¿Qué pasó?

—No lo sé. Les oí subir y les oí gritar. Pero entonces mi chica me dio más mierda y no sé qué pasó después. —Levantó la mirada hacia Brunetti, para ver hasta dónde le había creído.

—Quiero más, Zecchino —dijo Brunetti acercando la cara a la de Zecchino y sintiendo el hedor del aliento que hablaba de dientes podridos y años de mala comida—. Quiero saber quiénes eran.

Zecchino fue a hablar, pero se detuvo y miró al suelo. Cuando volvió a levantar la mirada hacia Brunetti, el miedo había desaparecido de sus ojos que ahora tenían otra expresión. Un secreto cálculo había puesto en ellos una astucia primitiva.

—Cuando me marché, él estaba fuera, en el suelo —dijo al fin.

—¿Se movía?

—Sí. Se arrastraba por el suelo. Pero no tenía… —empezó a decir Zecchino, pero aquella nueva astucia lo hizo callar.

Había dicho bastante.

—¿No tenía qué? —inquirió Brunetti. Como Zecchino no respondía, lo sacudió otra vez, y Zecchino soltó un sollozo ronco y breve. Empezó a caerle moquita de la nariz en la manga de Brunetti. El comisario lo soltó y Zecchino cayó contra la pared.

—¿Quién estaba contigo?

—Mi chica.

—¿Que hacíais aquí?

—Follar —dijo Zecchino—. Siempre venimos aquí. —La idea hizo sentir a Brunetti una viva repugnancia.

—¿Quiénes eran esos hombres? —preguntó Brunetti dando medio paso hacia él.

El instinto de supervivencia había vencido al pánico de Zecchino, y la ventaja de Brunetti había desaparecido, se había esfumado con la misma celeridad que una alucinación. Mirando a aquella ruina, pocos años mayor que su propio hijo, Brunetti comprendió que ya no había ni la menor posibilidad de sacarle la verdad a Zecchino. Se le hacía insoportable la idea de respirar el mismo aire o permanecer en la misma habitación que aquel individuo, pero se obligó a sí mismo a volver a la ventana. Se asomó y miró la calle a la que Rossi había sido arrojado y por la que había tratado de arrastrarse. Frente a la ventana había un semicírculo de unos dos metros completamente limpio, como si lo hubieran barrido. Ni allí ni en el resto de la habitación había sacos de cemento. Habían desaparecido sin dejar huella, lo mismo que los supuestos trabajadores que habían sido vistos en la ventana.

Capítulo 20

Tras dejar a Zecchino delante del portal, Brunetti se encaminó a su casa, sin encontrar consuelo en el aire tibio del anochecer de primavera ni en el largo paseo que se permitió por la orilla. Esta ruta lo obligaba a dar un gran rodeo, pero él necesitaba contemplar grandes vistas, oler el mar y reconfortarse con un vaso de vino en un pequeño bar que conocía, situado cerca de la Accademia, para alejar el recuerdo de Zecchino y, sobre todo, de aquel gesto artero y zafio que había visto en él al final. Pensó en lo que le había dicho Paola, que era una suerte que no le hubieran gustado las drogas, porque temía lo que hubiera podido pasar. Él no tenía una mentalidad tan abierta y nunca las probó, ni cuando era estudiante y a su alrededor todos fumaban unas cosas y otras, y le aseguraban que eran el medio ideal para liberar la mente de los asfixiantes prejuicios de la clase media. Poco se imaginaban cómo deseaba él en aquel entonces poder tener prejuicios —o cualquier otra cosa— de clase media.

El recuerdo de Zecchino continuamente lo distraía de sus pensamientos. Al pie del puente de la Academia dudó un momento y decidió pasar por
campo
San Luca. Empezó a cruzar el puente mirando al suelo y observó que muchas piezas blancas del borde de los peldaños estaban rotas o habían sido arrancadas. ¿Cuánto hacía que habían reconstruido el puente? ¿Tres años? ¿Dos? Y ya había que reparar muchos de los peldaños. Sus pensamientos se desviaron del criterio con que debió de adjudicarse el contrato de aquella obra para volver a lo que Zecchino le había dicho antes de empezar a mentir. Una disputa. Rossi, herido y tratando de escapar. Y una muchacha, dispuesta a subir al cubil de Zecchino en aquella buhardilla, en busca de lo que fuera que le deparara la combinación de drogas y Gino Zecchino.

A la vista del monumental horror de la Cassa di Risparmio, Brunetti torció a la izquierda por delante de la librería y salió a
campo
San Luca. Entró en el bar «Torino» y pidió un
spritz,
que se llevó a la ventana, desde donde contempló a la gente que aún quedaba en el
campo.

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