—Pero, de todos modos, siempre me toca eliminar la porquería.
—Eso lo has dicho tú, no yo —respondió Paola—. Brunetti no dijo nada y ella, tras dejar caer el último guisante en el plato, se levantó y lo puso en la encimera—. En cualquier caso, tengo la impresión de que preferirás hacerlo con el estómago lleno.
Y con el estómago lleno empezó a hacerlo aquella misma tarde, nada más llegar a la
questura.
Empezó —no cabía mejor manera— por una visita a la
signorina
Elettra.
Ella lo recibió con una sonrisa. Vestía un modelo de carácter marcadamente náutico, con falda azul oscuro y blusa de seda con cuello de marinera. Brunetti estaba pensando que no le faltaba más que el gorro cuando descubrió, al lado del ordenador, un sombrerito bombonera blanco.
—Volpato —dijo él, sin darle tiempo a preguntar cómo estaba—. Angelina y Massimo. Sesenta y tantos años.
—¿Residen aquí?
—Creo que sí.
—¿Alguna idea de dónde?
—No —reconoció él.
—Será fácil averiguarlo —dijo ella tomando nota—. ¿Qué le interesa?
—Sobre todo, datos financieros, inversiones, propiedades registradas a su nombre, todo lo que pueda usted encontrar. —Hizo una pausa mientras ella escribía y agregó—: Vea también si tenemos algo sobre ellos.
—¿Registro de llamadas?
—No. Todavía no. Sólo finanzas.
—¿Para cuándo lo quiere?
Él la contempló sonriendo.
—¿Para cuándo lo quiero todo?
Ella se subió la manga y miró el pesado reloj de submarinista que llevaba en la muñeca izquierda.
—Creo que la información de las oficinas municipales podré conseguirla esta misma tarde.
—Los bancos ya han cerrado, así que lo otro tendrá que ser mañana.
Ella le sonrió.
—Los archivos nunca cierran —le dijo—. Quizá lo tenga todo dentro de un par de horas.
Se inclinó y abrió un cajón del que sacó un fajo de papeles.
—Aquí tengo estas… —empezó, pero se interrumpió mirando hacia la izquierda, donde estaba la puerta del despacho.
Brunetti intuyó más que percibió un movimiento y al volverse vio al
vicequestore,
Patta, que venía de almorzar.
—
Signorina
Elettra —dijo, como si no viera a Brunetti de pie delante de la mesa.
—¿Sí,
dottore?
—Haga el favor de venir a mi despacho a tomar nota de una carta.
—Ahora mismo,
dottore
—dijo ella, dejando en el centro de la mesa los papeles que acababa de sacar del cajón y golpeándolos con el índice de la mano izquierda, movimiento que Patta no pudo ver porque el cuerpo de Brunetti se lo impedía. Ella abrió el cajón central y sacó un anticuado bloc de taquigrafía. ¿Aún había gente que dictara cartas y secretarias que se sentaran con las piernas cruzadas como Joan Crawford y trazaran rápidamente arcos, cruces y ganchitos? Mientras lo pensaba, Brunetti descubrió que él siempre había dejado que fuera la
signorina
Elettra quien redactara las cartas y eligiera la elaboración retórica necesaria para disfrazar las cosas más simples o suavizar peticiones que forzaban los límites del estricto poder policial.
Patta pasó por su lado y abrió la puerta del despacho, y Brunetti tuvo la clara sensación de estar comportándose como un tímido animal de la selva, quizá un lémur, que se paraliza al sonido más leve, imaginándose invisible por efecto de su inmovilidad y, por consiguiente, a salvo de cualquier feroz merodeador. Antes de que pudiera decir algo a la
signorina
Elettra, la vio levantarse y seguir a Patta a su despacho, aunque no sin antes lanzar una mirada a los papeles que había dejado encima de la mesa. Y en ella no observó Brunetti ni asomo de timidez al cerrarse la puerta.
El comisario se inclinó sobre la mesa, recogió los papeles y, antes de marcharse, escribió rápidamente una nota para pedirle que buscara el nombre del dueño del edificio ante el que había sido hallado Rossi.
Mientras subía a su despacho, Brunetti miraba los papeles que se había llevado de la mesa de la
signorina
Elettra: eran varias hojas con los números a los que Rossi había llamado desde su casa y desde el despacho. Al margen ella había anotado que el nombre de Rossi no aparecía en la lista de clientes de ninguna de las empresas de telefonía móvil, lo que indicaba que el aparato por el que le había llamado pertenecía al Ufficio Catasto. Desde el despacho Rossi había llamado cuatro veces a un mismo número, con prefijo de Ferrara, que Brunetti supuso correspondía al bufete de Gavini y Cappelli. Cuando llegó a su despacho, lo comprobó y vio que no le había fallado la memoria. Todas las llamadas habían sido hechas durante un período de menos de dos semanas, la última, la víspera del día en que Cappelli fue asesinado. Después de aquello, nada.
Brunetti se quedó un rato sentado ante su mesa, pensando en la posible relación entre los dos muertos. Ahora se dio cuenta de que ya consideraba que los dos habían sido asesinados.
Mientras esperaba a la
signorina
Elettra, Brunetti pensó en muchas cosas: la ubicación del despacho de Rossi en el Ufficio Catasto y el grado de privacidad que le habría permitido; la designación del
magistrato
Righetto para la investigación del asesinato de Cappelli; la posibilidad de que un sicario se confundiera de objetivo y por qué, después de aquel asesinato, no se habían hecho más tentativas contra la supuesta víctima real. Pensó en éstas y en otras cosas, y luego volvió a la lista de las personas que podían estar en disposición de facilitarle información, pero se quedó encallado al comprender que no estaba seguro de la clase de información que deseaba. Desde luego, necesitaba saber cosas de los Volpato, pero también acerca de los manejos financieros de la ciudad y los secretos procesos por los que el dinero entraba y salía de los bolsillos de sus habitantes.
Al igual que la mayoría de sus conciudadanos, Brunetti sabía que en el Ufficio Catasto se guardaban los registros de venta y los títulos de transferencia de propiedad. Por lo demás, su idea de cuáles pudieran ser sus actividades era vaga. Recordó el entusiasmo de Rossi por la unificación de los archivos de varias oficinas, con objeto de ahorrar tiempo y facilitar la obtención de datos. Ahora lamentaba no haber dedicado más tiempo a pedir información a Rossi.
Sacó la guía telefónica del cajón de abajo, la abrió por la «B» y buscó un número. Cuando lo encontró, marcó y esperó hasta que una voz femenina contestó:
—Agencia Inmobiliaria Bucintoro.
—
Ciao,
Stefania.
—¿Qué quieres, Guido? —preguntó la mujer sorprendiéndolo y haciéndole preguntarse a su vez qué habría notado ella en su voz.
—Información —respondió Brunetti con la misma brusquedad.
—¿Y por qué si no ibas a llamarme? —dijo ella sin aquel coqueteo que solía asumir al hablar con él.
Él optó por hacer caso omiso tanto del reproche implícito en el tono como del reproche explícito en las palabras.
—Necesito que me hables del Ufficio Catasto.
—¿El qué? —preguntó ella alzando la voz con extrañeza fingida.
—El Ufficio Catasto. Necesito saber qué es lo que hacen exactamente, quiénes trabajan allí y de quiénes puedes fiarte.
—Es un pedido de envergadura.
—Por eso te llamo.
De pronto, volvía a haber coqueteo en la voz.
—Y yo, aquí sentada, esperando día tras día que me llames para pedirme otra cosa.
—¿El qué, tesoro? No tienes más que insinuarlo —declamó él con su voz de Rodolfo Valentino. Stefania estaba felizmente casada y era madre de gemelos.
—Que te venda un apartamento, naturalmente.
—Pues quizá tenga que pedírtelo —dijo él poniéndose serio de repente.
—¿Por qué?
—Me han dicho que nuestra casa puede ser condenada.
—¿Qué quieres decir con «condenada»?
—Que quizá tengamos que derribarla.
Un segundo después de decirlo, Brunetti oyó la aguda carcajada de Stefania, pero no sabía si la causa era el escandaloso despropósito o la sorpresa de que a él pudiera parecerle absurdo. Después de varios sonidos más de hilaridad, ella dijo:
—No puedes decirlo en serio.
—Ésa es también mi impresión. Pero es exactamente lo que me dijo una persona del Ufficio Catasto. No han encontrado constancia de que el apartamento haya sido construido ni de que se hayan expedido permisos para su construcción, de modo que quizá decidan que hay que derribarlo.
—Habrás entendido mal.
—Aquel hombre parecía hablar muy en serio.
—¿Cuándo fue?
—Hace varios meses.
—¿Has sabido algo más?
—No. Por eso te llamo.
—¿Por qué no los llamas a ellos?
—Antes quería hablar contigo.
—¿Por qué?
—Para saber cuáles son mis derechos. Y para saber quiénes son los que toman allí las decisiones.
Stefania no respondía, y él preguntó:
—¿Tú los conoces?
—No más que cualquiera que trabaje en el ramo.
—¿Quiénes son?
—El más importante es Fabrizio dal Carlo, jefe de todo el Ufficio. —Con displicencia, agregó—: Un mierda arrogante. Tiene un adjunto, Esposito, que es un cero a la izquierda, porque Dal Carlo acapara todo el poder. Y luego está la
signorina
Dolfin, Loredana, cuya existencia, por lo que tengo entendido, tiene sólo dos objetivos: el primero es no permitir que la gente olvide que, aunque no es más que una secretaria del Ufficio Catasto, desciende del dux Giovanni Dolfin. No recuerdo el año —agregó como si este detalle tuviera importancia.
—Fue dux de 1356 a 1361, en que murió de la peste —apostilló Brunetti sin vacilar—. ¿Y cuál es su segundo objetivo? —preguntó, para animarla a seguir hablando.
—Disimular su adoración por Fabrizio dal Carlo. —Dejó que la frase surtiera efecto y agregó—: Según se dice, se le da mucho mejor lo primero que lo segundo. Dal Carlo la hace trabajar como una esclava, pero probablemente eso es lo que ella quiere, aunque para mí es un misterio que alguien pueda sentir por ese hombre algo más que desprecio.
—¿Hay algo entre ellos?
En la línea explotó la risa de Stefania.
—¡No, por Dios, si podría ser su madre! Además, él tiene esposa y, por lo menos, otra mujer, de manera que poco tiempo le quedaría para ella aunque no fuera fea como un pecado. —Steffi reflexionó un momento y agregó—: En el fondo, es patético. Esa mujer ha dedicado años y años de su vida a ser la servidora fiel de ese Casanova de pacotilla, probablemente, confiando en que un día él se dé cuenta de lo mucho que ella lo quiere y se desmaye, abrumado por la idea de que una Dolfin se haya enamorado de él. Una lástima. Si no fuera tan triste, sería grotesco.
—Hablas de eso como si fuera del dominio público.
—Y lo es. Por lo menos, entre los que trabajan con ellos.
—¿Hasta lo de que él tiene amantes?
—Bueno, yo diría que eso se supone que es un secreto.
—¿Y no lo es?
—No. En esta ciudad no hay secretos.
—No, desde luego —admitió Brunetti, felicitándose por ello.
—¿Hay algo más? —preguntó.
—No se me ocurre nada más. No más chismes. Pero yo en tu lugar los llamaría para preguntar qué hay de tu apartamento. Por lo que yo sé, esa idea de unificar archivos no es más que una cortina de humo. Nunca se hará.
—¿Una cortina de humo para tapar qué?
—Corría el rumor de que cierta persona de la administración municipal, en vista de que había tantas obras ilegales… es decir, eran tantos los trabajos realizados que no se ajustaban a los proyectos especificados en las solicitudes del permiso, que decidió que lo mejor sería hacer desaparecer solicitudes y permisos. Así nadie podría cotejar los planos con la realidad. Y se le ocurrió la idea de unificarlo todo.
—Me parece que me he perdido, Stefania.
—Si es muy sencillo, Guido —reprendió ella—. En el trasiego de papeles de una oficina a otra y de una parte de la ciudad a otra, es inevitable que se extravíen cosas.
A Brunetti le pareció una solución imaginativa y eficaz, y tomó nota, para utilizarla para explicar la inexistencia de los planos de su propia casa, si un día se los reclamaban.
—Así pues —continuó Brunetti por ella—, en el caso de que se suscitaran dudas acerca de la construcción de una pared o la apertura de una ventana, el dueño no tendría más que presentar sus propios planos, los cuales…
—… casarían perfectamente con la obra realizada. —concluyó Stefania.
—Y, a falta de los planos oficiales, convenientemente extraviados durante la reorganización de los archivos —dedujo Brunetti, entre sonidos de aprobación de Stefania, complacida de que él hubiera empezado a comprender—, en lo sucesivo, ningún inspector municipal ni posible comprador podría demostrar que las obras realizadas fueran diferentes de las solicitadas y autorizadas sobre los planos perdidos. —Cuando acabó de decirlo, Brunetti calló un momento, como el que da un paso atrás para admirar un descubrimiento. Desde niño, había oído decir de Venecia:
«Tutto crolla, ma nulla crolla.»
Parecía lógico: desde que en aquellos pantanos se levantaron los primeros edificios habían transcurrido más de mil años, por lo que muchos de ellos debían de estar a punto de derrumbarse, pero ninguno se derrumbaba. Se inclinaban, ladeaban, arqueaban y combaban, pero él no recordaba ni uno solo que hubiera llegado a caerse. Había visto, sí, casas abandonadas con la techumbre hundida, puertas tapiadas, muros derruidos, pero, que él supiera, nunca una casa se había derrumbado sobre sus habitantes.
—¿De quién fue la idea?
—Eso lo ignoro —dijo Stefania—. Son cosas que nunca llegan a saberse.
—¿Están enterados los de otras oficinas?
En lugar de darle una respuesta directa, ella dijo:
—Piensa, Guido. Alguien ha de encargarse de hacer que desaparezcan determinados papeles, que se pierdan según qué carpetas. Es seguro que otros se perderán por la incompetencia habitual, pero alguien ha de procurar que dejen de existir precisamente esos papeles.
—¿Y quién puede estar interesado en eso?
—Pues, probablemente, los propietarios de las casas en las que se hicieron obras ilegales, o quizá los que debían inspeccionar las restauraciones y no las inspeccionaron. —Hizo una pausa—. O las inspeccionaron y se dejaron convencer —agregó acentuando esta palabra con ironía— para aprobarlas sin mirar los planos.