Brunetti iba a salir a almorzar cuando sonó el teléfono. Era Carraro, que dijo que hacía diez minutos había llamado un hombre, pidiendo confirmación de lo que había leído en el diario de aquella mañana. Carraro le había asegurado que, en efecto, el hospital disponía de un tratamiento absolutamente revolucionario, la única esperanza para quien hubiera sufrido una mordedura.
—¿Cree que puede ser él? —preguntó Brunetti.
—No lo sé —respondió Carraro—. Pero parecía muy interesado. Ha dicho que vendría hoy mismo. ¿Qué piensa usted hacer?
—Ahora voy para allá.
—¿Qué hago si viene?
—Reténgalo. Háblele. Invéntese algún sistema de exploración. Pero no lo deje marchar —dijo Brunetti. Al salir, se asomó a la oficina de los agentes y gritó que enviaran inmediatamente a dos hombres y una lancha a la entrada del Pronto Soccorso.
No tardó más de diez minutos en llegar al hospital a pie. Pidió al
portiere
que lo llevara a la puerta de Pronto Soccorso que utilizaban los médicos, para no ser visto por los pacientes que pudieran estar esperando. Su sensación de urgencia debía de ser contagiosa, porque el hombre salió rápidamente de su garita y condujo a Brunetti por el corredor principal, pasando por delante de la entrada a la Sala de Urgencias, hasta una puerta sin distintivos y un estrecho pasillo que conducía al puesto de enfermeras de Pronto Soccorso.
La enfermera de guardia hizo un gesto de sorpresa cuando Brunetti apareció de improviso por su izquierda, pero Carraro ya debía de haberla prevenido, porque la mujer se puso en pie inmediatamente diciendo:
—Está con el
dottore
Carraro. —Señalaba la puerta de la sala de curas—. Es ahí.
Brunetti entró sin llamar. Vio a Carraro, con su bata blanca, inclinado sobre un hombre corpulento que estaba tendido en la mesa de reconocimiento. Colgados del respaldo de una silla había una camisa y un jersey. Carraro, que estaba auscultando al hombre con el estetoscopio, no oyó entrar a Brunetti, pero el otro sí y cuando se le aceleró el corazón al verlo, Carraro levantó la mirada para averiguar qué era lo que había causado aquella reacción en su paciente.
El médico no dijo nada al ver al comisario. El hombre de la mesa no se movió, pero Brunetti observó que se ponía rígido y la cara se le teñía de rojo. También vio la señal inflamada que el hombre tenía en el antebrazo derecho: una marca ovalada, de bordes nítidos y simétricos.
Brunetti optó por no decir nada. El hombre cerró los ojos y dejó los brazos flácidos. Brunetti observó que Carraro llevaba guantes transparentes. Si hubiera entrado en ese momento, hubiera creído que el hombre dormía. Su propio corazón se calmó. Carraro se apartó de la mesa, fue al escritorio, dejó el estetoscopio y salió de la sala sin decir nada.
Brunetti dio un paso hacia la mesa, pero procuró mantenerse fuera del alcance del hombre. La abultada musculatura del pecho y los hombros, resultado de décadas de trabajo duro, denotaba una fuerza extraordinaria. Las manos eran enormes, una descansaba sobre la mesa con la palma hacia arriba, y Brunetti observó con extrañeza que tenía las yemas de los dedos aplastadas, en forma de espátula.
En reposo, la cara del hombre era inexpresiva. Ni al ver a Brunetti y comprender, quizá, quién era, se alteraron sus facciones. Las orejas eran diminutas y, en general, la cabeza toda, que tenía una curiosa forma cilíndrica, era pequeña en relación con aquel cuerpo enorme.
—
Signore
—dijo Brunetti al fin.
El hombre abrió los ojos y lo miró. Eran unos ojos castaño oscuro que le hicieron pensar en los de un oso, pero quizá fuera por la corpulencia del hombre.
—Ella me dijo que no viniera —murmuró—. Que era una trampa. —Parpadeó, estuvo un rato con los ojos cerrados, los abrió y dijo—: Pero tuve miedo, oí hablar a la gente de lo que decía el periódico y tuve miedo. —Otra vez cerró los ojos largamente, tanto que parecía que se evadía, como el buceacdor que se resiste a volver de las profundidades, donde todo es más hermoso. Abrió los ojos—. Y tenía razón. Ella siempre tiene razón. —Dicho esto, se sentó—. No se alarme, no le haré nada. Que el doctor me cure y luego iré con usted. Pero antes la cura.
Brunetti asintió, comprensivo.
—Llamaré al médico —dijo, y salió al puesto de enfermeras, donde Carraro hablaba por teléfono. La enfermera no estaba.
Al ver a Brunetti, el médico colgó el teléfono y lo miró.
—¿Y ahora? —Volvía a estar furioso, pero Brunetti sospechaba que su cólera nada tenía que ver con la violación del Juramento Hipocrático.
—Le agradeceré que le ponga una vacuna antitetánica, y luego me lo llevaré a la
questura.
—¿Usted me deja ahí solo con un asesino y ahora pretende que vuelva a entrar para ponerle una antitetánica? Debe de estar loco —dijo Carraro, cruzándose de brazos en señal de rebeldía.
—No creo que haya peligro,
dottore.
Y quizá la necesite. Me parece que la mordedura se le ha infectado.
—Ah, y también es usted médico, ¿verdad?
—
Dottore
—suspiró Brunetti mirándose los zapatos—, le estoy pidiendo que se ponga sus guantes de goma, entre ahí conmigo y administre una vacuna antitetánica a su paciente.
—¿Y si me niego? —preguntó Carraro sin beligerancia, lanzando a Brunetti una vaharada de menta y alcohol, las sustancias con que se desayunan los grandes bebedores.
—Si se niega,
dottore
—dijo Brunetti con una calma letal, extendiendo un brazo hacia el médico—, lo meto en esa sala de un empujón y digo a ese hombre que se niega usted a ponerle la inyección que lo curará. Y luego lo dejo a solas con él.
Observaba a Carraro mientras hablaba y veía que el médico le creía, lo que era suficiente para sus fines. Carraro dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo y masculló entre dientes algo que Brunetti fingió no oír.
El comisario sostuvo la puerta abierta para que entrara Carraro y lo siguió a la sala. El hombre se abrochaba la camisa sobre el ancho tórax sentado en el borde de la mesa de reconocimiento, con sus largas piernas colgando.
En silencio, Carraro fue a una vitrina de un extremo de la sala, la abrió y sacó una jeringuilla. Luego se inclinó y rebuscó ruidosamente entre cajas de medicinas hasta encontrar la que quería. Sacó de ella una pequeña ampolla con tapón de caucho y volvió a su escritorio. Allí se calzó cuidadosamente unos guantes nuevos, abrió el envase de plástico, sacó la jeringuilla y clavó la aguja en el tapón de caucho del frasquito. Extrajo todo el líquido con la jeringuilla y se volvió hacia el hombre, que ya se había metido los faldones de la camisa en el pantalón y se había subido una manga.
Brunetti lo vio extender el brazo hacia el médico, volver la cara y cerrar los ojos con fuerza, como hacen los niños cuando los vacunan. Carraro puso la jeringuilla en la mesa, al lado del hombre, le tomó el brazo y le subió la manga por encima del bíceps. Clavó la aguja en el músculo con más fuerza de la necesaria e introdujo el líquido. Sacó la aguja y levantó el brazo del hombre bruscamente, para impedir que sangrara y volvió a la mesa.
—Gracias,
dottore
—dijo el hombre—. ¿Es la cura?
Como Carraro no parecía dispuesto a hablar, Brunetti dijo:
—Sí. Ya no debe preocuparse por nada.
—No me ha dolido. No mucho —dijo el hombre mirando a Brunetti—. ¿Hemos de irnos ya?
Brunetti asintió. El hombre bajó el brazo y miró el pinchazo. Sangraba.
—Me parece que su paciente necesita una venda,
dottore
—dijo Brunetti, aunque sabía que Carraro no haría nada. El médico se quitó los guantes y los arrojó hacia la mesa, sin que pareciera importarle que fueran a parar al suelo, bastante lejos del objetivo. Brunetti fue a la vitrina y miró las cajas del estante superior. En una había apósitos adhesivos. Sacó uno y fue hacia el hombre. Abrió la bolsa de papel estéril e iba a ponerlo en el brazo del hombre cuando éste lo detuvo con un gesto de la otra mano.
—Deje que lo haga yo,
signore.
Quizá no esté curado todavía. —Tomó la tira y, torpemente, con la mano izquierda, se la puso en la herida alisando los extremos para fijarlos a la piel. Se bajó la manga, se puso en pie y se inclinó a recoger el jersey.
Al llegar a la puerta de la sala, el hombre se detuvo y miró a Brunetti desde su superior estatura:
—Sería terrible si yo pillara eso, ¿comprende? —dijo—. Sería terrible para la familia. —Asintió en muda confirmación de sus palabras y se hizo a un lado dejando paso a Brunetti. A su espalda, Carraro cerró violentamente la puerta del armario de las medicinas, pero el mobiliario que se fabrica para el gobierno es robusto y no se rompió el cristal.
En el corredor principal estaban los dos agentes uniformados que Brunetti había pedido y en el embarcadero esperaba la lancha de la policía, con el taciturno Bonsuan al timón. Salieron por la puerta lateral y recorrieron los pocos metros que la separaban de la lancha amarrada. El hombre llevaba la cabeza inclinada y los hombros encogidos en la actitud que había adoptado al ver los uniformes.
Caminaba pesadamente con paso desigual, desprovisto de toda fluidez de movimiento, como si hubiera interferencias en la línea que conectaba el cerebro a los pies. Cuando estuvo en la lancha, con un agente a cada lado, el hombre se volvió hacia Brunetti y preguntó:
—¿Puedo sentarme abajo,
signore
?
Brunetti señaló los cuatro peldaños que arrancaban de la cubierta y el hombre los bajó y se sentó en una de las banquetas tapizadas que discurrían a uno y otro lado de la cabina. Puso las manos entre las rodillas y se quedó cabizbajo, mirando al suelo.
Cuando llegaron al muelle de la
questura,
los agentes saltaron a tierra y amarraron la lancha, y Brunetti gritó desde lo alto de la escalera.
—Ya hemos llegado.
El hombre alzó la cabeza y se puso en pie.
Durante el viaje, Brunetti se había planteado llevar al hombre a su despacho para, interrogarlo, pero luego decidió que una de las feas salas de interrogatorios, sin ventanas, con las paredes deterioradas y una luz cruda, sería un lugar más apropiado para lo que tenía que hacer.
Precedidos por los agentes, subieron al primer piso y avanzaron por el corredor hasta la tercera puerta de la derecha. Brunetti la abrió y la sostuvo mientras entraba el hombre que pasó ante él en silencio, se paró y se volvió a mirarlo. Brunetti le señaló una de las sillas que había alrededor de una castigada mesa.
El hombre se sentó, Brunetti cerró la puerta y se instaló al otro lado de la mesa.
—Me llamo Guido Brunetti. Soy comisario de policía —dijo—. En esta habitación hay un micrófono por el que se grabará todo lo que digamos. —Dio la fecha y la hora y miró al hombre—: Lo he traído aquí para interrogarlo acerca de tres muertes: la muerte de un joven llamado Franco Rossi, la muerte de otro joven llamado Gino Zecchino y la muerte de una joven cuyo nombre no conocemos aún. Dos de ellos murieron en el interior o en las inmediaciones de un edificio situado cerca de Angelo Raffaele y el otro murió a consecuencia de una caída desde ese mismo edificio. —Aquí calló un momento y prosiguió—: Antes de seguir adelante, debo pedirle que me diga su nombre y me presente un documento de identidad. —En vista de que el hombre no respondía, insistió—: ¿Me dice usted cómo se llama,
signore
?
El detenido levantó la mirada y preguntó con infinita tristeza:
—¿Es necesario?
Brunetti dijo con resignación:
—Me temo que sí.
El hombre bajó la cabeza y contempló la mesa.
—Ella se enfadará —susurró. Miró a Brunetti y, sin alzar la voz, dijo—: Giovanni Dolfin.
Brunetti buscaba algún parecido entre aquel gigantón torpe y la mujer flaquita y encorvada que había visto en la oficina de Dal Carlo. Al no encontrarlo, no se atrevió a preguntar qué parentesco tenían, ya que sabía que valía más dejar hablar al hombre mientras él desempeñaba el papel del que ya está al cabo de la calle de todo lo que pueda decirse y sólo desea hacer preguntas sobre cuestiones secundarias y detalles cronológicos.
Se hizo el silencio. Brunetti dejó que se dilatara hasta que la habitación se llenó de él. Sólo la respiración fatigosa de Dolfin lo turbaba.
Finalmente, éste miró a Brunetti con gesto dolorido:
—Soy conde, ¿comprende? Nosotros somos los últimos, ya no hay nadie más, porque Loredana… en fin, no se ha casado y… —Miró otra vez la mesa, que seguía negándose a decirle cómo explicar esas cosas. Suspiró y volvió a empezar—: Yo no me casaré. A mí no me interesan todas esas… todas esas cosas —dijo haciendo un vago ademán para rechazar «todas esas cosas»—. Así que nosotros somos los últimos y por eso es importante defender el nombre y el honor de la familia. —Mirando a Brunetti fijamente preguntó—: ¿Usted lo comprende?
El comisario no tenía ni idea de lo que podía significar «honor» para aquel hombre ni para quien presumiera de ochocientos años de abolengo.
—Todos hemos de vivir con honor —fue lo único que se le ocurrió decir.
Dolfin asintió varias veces.
—Eso es lo que me dice Loredana. Es lo que me ha dicho siempre. Dice ella que no importa que no seamos ricos, que no importa nada. Pero tenemos el apellido. —Hablaba con el énfasis que suele poner la gente al repetir frases e ideas que en realidad no comprende, cuando la convicción toma el lugar de la razón. Ahora parecía que en el cerebro de Dolfin se había disparado un mecanismo, porque volvió a bajar la cabeza y empezó a recitar la historia de su famoso antepasado, el dux Giovanni Dolfin. Brunetti lo escuchaba extrañamente reconfortado por el sonido, que le hacía volver a la época de su niñez, en la que las vecinas iban a rezar el rosario a su casa, y él se dejaba arrullar por el suave murmullo de las oraciones repetidas. Estuvo rememorando aquellos lejanos susurros hasta que oyó decir a Dolfin:
—… de la peste, en 1361.
Entonces Dolfin levantó la mirada y Brunetti asintió en señal de aprobación.
—Es algo muy importante, un apellido como el suyo —convino, pensando que era la manera de hacerle hablar—. Hay que protegerlo bien.
—Eso mismo me dijo Loredana, justo lo mismo. —Dolfin miró a Brunetti con incipiente respeto: aquél era un hombre que comprendía las obligaciones a las que ambos vivían sujetos—. Me dijo que, especialmente esta vez, debíamos hacer todo lo posible por protegerlo. —Se le trabó la lengua en las últimas palabras.