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Authors: Anne Rice

Lestat el vampiro

 

Muy diferentes de los vampiros clásicos, aunque también sea inmortal y se alimente de sangre humana, el vampiro Lestat tiene poco que ver con los muertos: al contrario, es un personaje lleno de vida cuya apasionante biografía abarca desde el lascivo París del siglo XVIII a la Roma de Augusto y la Bretaña de los druidas; desde el Egipto satánico de la prehistoria al mundo frenético de las estrellas del rock..Toda la historia, prácticamente, mientras busca el secreto de su propia inmortalidad. 

Anne Rice

Lestat el vampiro

Crónicas Vampíricas

ePUB v1.0

Siwan
18.06.11

Sábado noche en la ciudad 1984

Soy el vampiro Lestat. Soy inmortal. Más o menos. La luz del sol, el calor prolongado de un fuego intenso... tales cosas podrían acabar conmigo. Pero también podrían no hacerlo.

Mido un metro ochenta, una estatura que resultaba bastante impresionante hacia 1780, cuando yo era un joven mortal. Ahora no está mal. Tengo el cabello rubio y tupido, largo hasta casi los hombros y bastante rizado, que parece blanco bajo una luz fluorescente. Mis ojos son grises pero absorben con facilidad los tonos azules o violáceos de la piel que los rodea. También tengo una nariz fina y bastante corta, y una boca bien formada, aunque resulta demasiado grande para el resto del rostro. Una boca que puede parecer muy mezquina, o extremadamente generosa, pero siempre sensual. Mis emociones y estados de ánimo se reflejan siempre en mi expresión. Mi rostro está continuamente animado.

Mi condición de vampiro se pone de relieve en la piel, extremadamente blanca y que refleja excesivamente la luz: ello me obliga a maquillarme para aparecer ante cualquier tipo de cámara.

Cuando estoy sediento de sangre, mi aspecto produce verdadero horror: la piel contraída, las venas como sogas sobre los contornos de mis huesos... Pero ya no permito que tal cosa suceda, y el único indicio firme de que no soy humano son las uñas de mis dedos. A todos los vampiros nos sucede lo mismo: nuestras uñas parecen de cristal. Y hay gente que se fija sólo en eso aunque no advierta nada más.

Ahora soy lo que en Norteamérica llaman una superestrella del rock. He vendido cuatro millones de copias de mi primer álbum y voy camino de San Francisco para dar el primer concierto de una gira nacional que me llevará de costa a costa con mi grupo. MTV, el canal por cable de música rock, lleva dos semanas pasando mis video-clips día y noche. También los pasan en el «Top of the Pops» inglés y en el continente, así como en algunas partes de Asia además de en el Japón. Las cintas que recogen la serie completa de video-clips se están vendiendo por todo el mundo.

También soy autor de una autobiografía que se publicó la semana pasada.

Respecto a mi inglés, idioma que utilizo en la autobiografía, lo empecé a aprender de boca de los marineros que conducían las barcazas por el Mississippi hasta Nueva Orleans, doscientos años atrás. Después, aumenté mis conocimientos con las obras de los escritores anglosajones, desde Shakespeare a Mark Twain y Rider Haggard, a quienes leí con el transcurso de las décadas. El último aporte lo recibí de los relatos policíacos de la revista Black Mask, a principios del siglo XX.

Eso fue en Nueva Orleans, en 1929.

Cuando escribo, tiendo a emplear un vocabulario que me habría resultado natural en el siglo XVIII, a utilizar frases en el estilo de los autores que he leído. Cuando hablo, en cambio, a pesar de mi acento francés, parezco una mezcla entre marinero fluvial y el detective Sam Spade. Por lo tanto, espero que no me lo tengáis en cuenta si a veces mi estilo resulta contradictorio. Si, de vez en cuando, hago añicos la atmósfera de alguna escena dieciochesca.

Desperté en el siglo XX el año pasado.

Dos cosas fueron las que me hicieron volver a la actividad.

En primer lugar, la información que me estaba llegando a través de las voces amplificadas que habían empezado a llenar el aire con sus cacofonías por la misma época en que me había retirado a dormir.

Me refiero, por supuesto, a las voces de las radios y de los fonógrafos y, más adelante, de los aparatos de televisión. Oía las radios de los coches que pasaban por las calles del viejo Garden District, cerca de donde yo yacía, y me llegaba el sonido de los fonógrafos y televisores de las casas que rodeaban mi morada.

Veréis: cuando un vampiro deja de beber sangre y se limita a reposar en la tierra —es decir, en nuestra jerga, cuando «se entierra»—, pronto queda demasiado débil para resucitarse a sí mismo, y entra en un estado de sopor.

En ese estado, fui absorbiendo las voces lentamente, envueltas en mis propias imágenes mentales, como les sucede a los mortales cuando sueñan. Sin embargo, en algún momento de los últimos cincuenta y cinco años empecé a «recordar» lo que estaba oyendo, a seguir los programas de esparcimiento, a escuchar los boletines de noticias, las letras y los ritmos de las canciones populares.

Y, muy lentamente, empecé a entender el calibre de los cambios que había experimentado el mundo. Comencé a prestar atención a ciertos tipos concretos de información sobre guerras o nuevos intentos, a ciertos nuevos modos de hablar.

A continuación, fui despertándome a un estado de vigilia. Me di cuenta de que ya no estaba soñando. Estaba pensando en lo que oía. Estaba perfectamente despierto. Me hallaba sepultado bajo tierra y me sentía sediento de sangre viva. Medité sobre que tal vez estaban ya curadas todas las viejas heridas que yo había recibido. Quizá me habían vuelto las fuerzas. Quizás incluso habían aumentado, como sin duda habría sucedido, con el paso del tiempo, de no haber sido herido. Deseé averiguarlo.

Comencé a obsesionarme con la idea de beber sangre humana.

La segunda cosa que me hizo volver a la actividad —el motivo decisivo, en realidad— fue la repentina presencia, cerca de mi lugar de reposo, de un grupo de jóvenes cantantes de rock que se hacían llamar La Noche Libre de Satán.

Los jóvenes se instalaron en una casa de Sixth Street —a menos de una manzana de donde yo dormitaba bajo mi casa de Prytania, cerca del cementerio Lafayette— y empezaron a ensayar sus piezas de rock en el desván en algún momento de 1984.

Yo escuchaba el fragor de sus guitarras eléctricas, el frenesí de sus voces. Eran canciones tan buenas como las que oía por las emisoras de radio o los equipos estéreos, y más melodiosas que la mayoría. Pese a la contundencia de la batería, su música tenía algo de romántica. El piano eléctrico sonaba como un clavicordio.

Capté imágenes de los pensamientos de los músicos y así supe qué aspecto tenían, qué veían cuando se miraban entre ellos o ante un espejo. Eran unos jóvenes mortales esbeltos, nervudos y, en conjunto, encantadores; dos chicos y una chica, seductoramente andróginos y hasta un poco salvajes en sus movimientos y en su indumentaria.

Cuando se ponían a tocar, su música sofocaba todas las demás voces amplificadas a mi alrededor. Sin embargo, eso, para mí, no resultaba ningún problema.

Tuve ganas de levantarme y de unirme a aquel grupo de rock llamado La Noche Libre de Satán. Sentí deseos de cantar y de bailar.

Pero no puedo decir que, en un primer momento, esos deseos tuvieran mucho de pensamiento elaborado. Me guiaba, más bien, un impulso irrefrenable, lo bastante poderoso como para hacerme salir de las entrañas de la tierra.

Me sentía fascinado por el mundo de la música rock, por cómo sus cantantes podían gritar sobre el bien y el mal, proclamarse ángeles o demonios, entre las ovaciones y el entusiasmo de los mortales. A veces, parecían la personificación de la locura. Y, sin embargo, la complejidad de sus actuaciones resultaba tecnológicamente deslumbrante. Era un espectáculo bárbaro y cerebral como no creo que el mundo haya visto nunca en el pasado.

Por supuesto, todo aquel delirio era metafórico. Ninguno de aquellos cantantes creía en ángeles o demonios, por muy bien que interpretaran sus papeles. Y también los actores de la antigua Commedia italiana habían parecido igual de osados, de inventivos, de escandalosos.

Sin embargo, había en ellos algo totalmente nuevo: los extremos a que llevaban la actuación, la brutalidad y el desafío que expresaban..., y el modo en que eran aceptados por el mundo, desde el más rico al más pobre.

También había algo de vampirismo en la música rock. Debía sonarle sobrenatural incluso a quienes no creían en lo sobrenatural. Me refiero a cómo la electricidad podía sostener indefinidamente una nota, a cómo se podía superponer una armonía tras otra hasta que uno se sentía disolver en el sonido. ¡Qué profunda sensación de temor reverencial despertaba aquella música! El mundo no la había experimentado nunca de la misma forma hasta entonces.

Sí, quise acercarme más a ella. Quise hacerla. Tal vez llevar a la fama a aquel grupito desconocido. La Noche Libre de Satán. Estaba dispuesto a volver a la vida.

Me llevó alrededor de una semana hacerlo. Me alimenté con la sangre fresca de los animalillos que viven bajo tierra, cuando podía capturarlos. Después, empecé a excavar con las manos hacia la superficie, donde pude recurrir a las ratas. Después, no me costó mucho cazar algunos felinos, hasta llegar, finalmente, a la inevitable primera víctima humana, aunque tuve que esperar mucho para encontrar el tipo concreto de individuo que buscaba: un hombre que hubiera matado a otros mortales y no sintiera remordimientos de ello.

Por fin, caminando muy pegado a la verja, se acercó alguien así, un joven de barba entrecana que había matado a otro en cierto lugar muy lejano, al otro lado del mundo. Un auténtico homicida, sin la menor duda. ¡Y, ah, ese primer sabor a lucha humana y a sangre humana!

Robar ropas de las casas próximas y recuperar parte del oro y las joyas que había escondido en el cementerio Lafayette no me representó ningún problema.

Naturalmente, de vez en cuando tenía un sobresalto. El hedor de gasolina y a productos químicos me ponía enfermo. El zumbido de los aparatos de aire acondicionado y el ruido de los aviones al pasar sobre mi cabeza me producían dolor de oídos.

Con todo, a la tercera noche de haber reaparecido, ya circulaba rugiendo por Nueva Orleans en una gran motocicleta Harley-Davidson de color negro, haciendo un ruido ensordecedor. Buscaba más homicidas de los que alimentarme. Llevaba unas espléndidas ropas de cuero negro que había quitado a mis víctimas y, en el bolsillo, un pequeño walkman Sony estéreo cuyos minúsculos auriculares hacían sonar dentro de mi cabeza el Arte de la Fuga, de Bach, mientras daba gas por las avenidas.

Volvía a ser el vampiro Lestat. Estaba de nuevo en acción. Nueva Orleans volvía a ser mi territorio de caza.

En cuanto a mis fuerzas, se habían triplicado respecto a lo que eran antes. De un salto, podía alcanzar el tejado de una casa de cuatro pisos desde la calle. Podía arrancar rejas de las ventanas y doblar por la mitad una moneda. Si quería, podía escuchar las voces y los pensamientos humanos a manzanas de distancia.

Al final de la primera semana, contraté en un rascacielos de acero y cristal del centro de la ciudad a una bella abogada que me ayudó a conseguir un certificado legal de nacimiento, una cartilla de la Seguridad Social y un permiso de conducir. Buena parte de mis viejas riquezas estaban ya camino de Nueva Orleans desde unas cuentas numeradas del inmortal Banco de Inglaterra y de la Banca Rothschild.

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