Authors: Anne Rice
Dimos largos paseos por las laderas rocosas, tomamos pan y vino al sol, sobre la hierba, y recorrimos las ruinas de un viejo monasterio al sur del pueblo. A veces nos quedábamos en mis habitaciones o subíamos a las almenas. Y luego, cuando estábamos demasiado bebidos y armábamos demasiado alboroto como para que los demás nos soportaran, volvíamos a nuestra habitación de la posada.
Con el paso de las semanas, fuimos abriéndonos cada vez más el uno al otro. Nicolás me habló de su infancia en la escuela, de las pequeñas decepciones de sus primeros años, de la gente que él había conocido y querido.
Y yo empecé a contarle mis aflicciones..., hasta terminar con la vieja vergüenza de mi escapada con los actores italianos.
Me vino a los labios una noche, durante una nueva visita a la posada, mientras estábamos ebrios como de costumbre. De hecho, estábamos en ese momento de la borrachera que los dos habíamos dado en llamar el Instante de Oro, en el que todo tenía sentido. Siempre tratábamos de prolongar ese momento, hasta que, inevitablemente, uno de nosotros confesaba: «No puedo seguir más; creo que el Instante de Oro ha pasado».
Esa noche, mientras contemplaba la Luna sobre las montañas por la ventana, afirmé que, en ese Instante de Oro, no era tan terrible que no estuviéramos en París, que no nos halláramos en la Opera o en la Comedie, esperando a que se levantara el telón.
—Tú y tus teatros de París —replicó él—. Hablemos de lo que hablemos, siempre vuelves al tema de los teatros y los actores...
Sus ojos pardos eran enormes y confiados. E, incluso borracho como estaba, conservaba la elegancia con su levita de terciopelo rojo parisiense.
—Los actores y actrices hacen magia —afirmé—. Hacen que se produzcan cosas en el escenario, inventan, crean...
—Espera a ver cómo les corre el sudor por los rostros pintarrajeados bajo el resplandor de las luces.
—¡Ah, ya estamos con ésas otra vez! ¡Precisamente tú, el que lo ha abandonado todo para tocar el violín!
De repente, Nicolás se puso terriblemente serio, abatido, como si estuviera cansado de sus propias luchas.
—Sí, eso hice —confesó.
Para entonces, el pueblo entero sabía ya de la batalla entre él y su padre. Nicolás no volvería a estudiar en París.
—Cuando actúas, creas vida —insistí—. Haces surgir algo de la nada. Haces que suceda algo bueno. Y, para mí, eso es una bendición.
—Yo hago música, y eso me hace feliz —respondió—. ¿Qué tiene de bueno o de bendito?
Hice caso omiso de su comentario, como siempre hacía ahora con sus muestras de cinismo.
—Yo he vivido todos estos años entre gente que no crea nada ni cambia nada —declaré—. Los actores y los músicos..., para mí son santos.
—¿Santos? —repitió él—. ¿Bondad? ¿Bendición? ¡Lestat, tu léxico me asombra!
Sonreí y sacudí la cabeza.
—No entiendes. Estoy hablando de la naturaleza de los seres humanos, no de las creencias. Hablo de los que no aceptarían una mentira inútil por el solo hecho de haber nacido para ello. Me refiero a los que serían algo mejor. Se esfuerzan, se sacrifican, hacen cosas...
Le vi conmovido por mis palabras y me sorprendió un poco haberlas pronunciado. Sin embargo, sentí que, de alguna manera, le había herido.
—Hay beatitud en ello. Hay santidad. Y, con Dios o sin Él, hay bondad. Lo sé como sé que ahí fuera están las montañas, como sé que las estrellas brillan.
Me dirigió una mirada triste. Aún parecía dolido. Pero, en aquel momento, yo no pensaba en él.
Pensaba en la conversación que había tenido con mi madre y en mi creencia de que no podía ser bueno si desafiaba a mi familia. Pero si realmente creía en lo que estaba diciendo...
Como si leyera los pensamientos, Nicolás me preguntó:
—¿Pero de verdad estás convencido de esas cosas?
—Quizá sí, quizá no —respondí. No podía soportar verle tan triste.
Y creo que, más por ello que por cualquier otra causa, le conté toda la historia de cómo había escapado yo con los actores. Le conté lo que no había explicado nunca a nadie, ni siquiera a mi madre, sobre aquellos pocos días y la felicidad que me habían proporcionado.
—Y bien —le pregunté a continuación—, ¿cómo podría no ser bueno dar y recibir tal felicidad? Dimos vida a esa ciudad cuando representamos nuestra obra. Es magia, te lo digo. Podría curar a los enfermos, seguro que sí.
Él movió la cabeza y me di cuenta de que, por respeto a mí, callaba algunas cosas que deseaba decir.
—No entiendes, ¿verdad? —insistí.
—Lestat, el pecado siempre sienta bien —afirmó él con voz grave—. ¿No lo ves? ¿Por qué crees que la Iglesia ha condenado constantemente a los actores? El teatro procede de Dioniso, el dios del vino. Lo puedes leer en Aristóteles. Y Dioniso fue un dios que conducía a los hombres al desenfreno. Te sentó bien salir a ese escenario porque era un acto de abandono y lujuria y libertinaje, el ancestral culto al dios de la uva, y te lo pasaste en grande por el hecho de desafiar a tu padre...
—No, Nicolás. No y mil veces no.
—Lestat, somos compañeros de pecado —dijo él, sonriendo por fin—. Siempre lo hemos sido. Los dos nos hemos portado mal y los dos estamos totalmente desacreditados. Eso es lo que nos une.
Ahora había llegado mi turno de mostrarme triste y dolido. Y el Instante de Oro era ya imposible de recuperar..., a menos que sucediera algo nuevo.
—Vamos —dije de pronto—. Coge el violín y vámonos a algún rincón del bosque donde no despertemos a nadie con la música. Ya veremos si no hay bondad en ella.
—¡Eres un loco! —exclamó él, pero agarró por el cuello la botella sin abrir y se encaminó hacia la puerta inmediatamente.
Yo fui tras él.
Cuando salió de su casa con el violín, me propuso:
—¡Vamos al lugar de las brujas! Mira, hay media luna y tendremos suficiente luz. Bailaremos la danza del diablo y tocaremos para los espíritus de las brujas.
Me eché a reír. Tenía que estar borracho para continuar con aquello.
—Volveremos a consagrar el sitio —insistí— mediante una música buena y pura.
Llevaba años y años sin pisar el lugar de las brujas.
El claro de luna que lo bañaba permitía ver, como Nicolás había descrito, las estacas chamuscadas formando el círculo siniestro y la zona de terreno donde seguía sin crecer nunca nada, transcurridos cien años de la quema. Los arbolillos jóvenes del bosque se mantenían a distancia, y ello hacía que el viento azotara el claro. Arriba, aferrado a la rocosa ladera, el pueblo se cernía en sombras.
Me recorrió un leve escalofrío, pero no fue más que la mera sombra de la angustia que había sentido de niño al escuchar las terribles palabras «asados vivos», cuando había imaginado el sufrimiento.
El encaje blanco de Nicolás destacaba bajo la pálida luz; empezó de inmediato a tocar una canción gitana y a bailar dando vueltas en círculo al mismo tiempo.
Me senté en un gran tocón quemado y eché un trago de la botella. Y me embargó aquel sentimiento desgarrador que me invadía cada vez que Nicolás interpretaba la música. ¿Qué otro pecado había allí, pensé, salvo el de desperdiciar mi existencia en aquel horrible lugar? Muy pronto me encontré llorando en silencio y a hurtadillas.
Aunque me parecía que la música no había cesado, vi a Nicolás consolándome. Nos sentamos uno al lado del otro y me dijo que el mundo está lleno de injusticia, y que los dos, tanto él como yo, éramos prisioneros de aquel horrible rincón de Francia, y que algún día escaparíamos de allí. Yo pensé en mi madre, allá en el castillo en lo alto de la montaña, y la tristeza me embargó hasta que me resultó insoportable, y Nicolás empezó a tocar de nuevo, instándome a bailar y a olvidarlo todo.
Sí, quise decir, eso era lo que podría impulsar a uno a obrar. ¿Era eso pecado? ¿Cómo podría ser malo? Fui tras Nicolás, que se puso a bailar en un círculo. Las notas parecían surgir y elevarse del violín como si fueran de oro. Casi podía verlas destellar. Di vueltas y vueltas en torno a Nicolás y él se sumergió en una música más frenética y profunda. Desplegué las alas de mi capa forrada de piel y eché la cabeza hacia atrás para contemplar la Luna. La música se alzó a mi alrededor como si fuera humo, y el lugar de las brujas dejó de existir. Encima de mí, sólo estaba el cielo, formando un gran arco que bajaba hasta las montañas.
Debido a todo esto, Nicolás y yo nos sentimos más unidos en los días que siguieron.
Pero, unas noches después, sucedió algo extraordinario.
Era tarde. Volvíamos a encontrarnos en la habitación de la posada, y Nicolás, que no dejaba de deambular por la estancia y de gesticular teatralmente, puso al fin en palabras lo que había estado rondando nuestras mentes desde hacía tiempo.
Dijo que debíamos huir a París aunque no tuviéramos un céntimo. Que era mejor eso que quedarse allí. ¡Aunque tuviéramos que vivir como mendigos en la capital! Tenía que ser mejor.
Como es lógico, los dos habíamos llegado gradualmente a aquella conclusión.
—Bien —asentí—. Aunque tengamos que ser mendigos callejeros, Nicolás. Porque antes prefiero condenarme al infierno que interpretar el papel de primo del pueblo que llega sin un céntimo a suplicar a la puerta de las grandes mansiones.
—¿Crees que quiero verte hacer tal cosa? —replicó él—. Te estoy hablando de huir lejos de ellos, Lestat. De vengarnos de todos ellos.
Me pregunté si realmente quería seguir adelante con aquello. Sin duda, nuestros padres nos maldecirían. Pero, al fin y al cabo, nuestra vida en el pueblo era completamente vacía.
Por supuesto, los dos sabíamos que, esta vez, nuestra huida juntos sería mil veces más seria que nada de cuanto habíamos hecho hasta entonces. Ya no éramos adolescentes, sino hombres hechos y derechos. Nuestros padres nos maldecirían, sin duda, y eso era algo que ninguno de los dos podíamos tomarnos a risa.
Y también teníamos edad suficiente para conocer el significado de la pobreza.
—¿Qué voy a hacer en París cuando tengamos hambre? —pregunté—. ¿Cazar ratas para cenar?
—Si es preciso, yo tocaré el violín por unas monedas en el boulevard du Temple. Y tú puedes ir a los teatros. —Nicolás me estaba retando de verdad. Me estaba diciendo: « ¿Qué era todo eso, Lestat: sólo palabras?» —. Con tu apariencia, seguro que subirás a algún escenario del boulevard du Temple en un abrir y cerrar de ojos.
Me alegré de este cambio en «nuestra conversación». Me encantó ver que Nicolás estaba convencido de que podíamos hacerlo. Se había desvanecido todo su cinismo, aunque seguía empleando la palabra «resentimiento» cada par de frases, más o menos.
Y la idea de que nuestra vida en el pueblo carecía de sentido empezó a inflamarnos.
Insistí en el argumento de que la música y el teatro eran buenos porque hacían retroceder el caos. El caos era el vacío sin sentido de la vida cotidiana y, si moríamos en aquel momento, nuestras existencias no habrían sido más que un vacío sin sentido. De hecho, me puse a pensar que la proximidad de la muerte de mi madre carecía de sentido y le confié a Nicolás lo que ella me había dicho: «Estoy absolutamente horrorizada. Tengo miedo».
El Instante de Oro, si en algún momento se había producido, había desaparecido de la estancia y empezaba a dar paso a otra cosa distinta.
Debería denominarla el Instante Tenebroso, aunque seguía siendo una situación exaltada y llena de una luz espectral. Nicolás y yo hablábamos con animación, maldecíamos aquella existencia sin sentido, y, cuando mi interlocutor se sentó por fin y apoyó la cabeza entre las manos, yo tomé unos rápidos y copiosos tragos de vino y me puse a gesticular y a deambular por la estancia como él había hecho antes.
Mientras lo decía en voz alta, en mitad de la frase comprendí que ni siquiera al morir encontraríamos respuesta, probablemente, al porqué de nuestra existencia. Incluso el ateo declarado piensa que en la muerte hallará una respuesta: o bien encontrará allí a Dios, o no habrá nada en absoluto.
—Pero lo que sucede —dije— es que en ese último trance no hacemos ningún descubrimiento. ¡Sencillamente, dejamos de existir! Pasamos a la no existencia sin averiguar absolutamente nada.
Vi el universo, una imagen del Sol, los planetas, las estrellas y una noche negra que se prolongaba eternamente. Y me puse a reír.
—¿Te das cuenta? ¡Nunca, ni siquiera cuando todo haya terminado, sabremos por qué diablos han sucedido las cosas como lo han hecho! —le grité a Nicolás, quien, recostado en el lecho, asentía mientras daba tientos a un botellón de vino—. Moriremos sin saber nada. Jamás conoceremos nada, y este vacío se prolongará indefinidamente. Y nosotros dejaremos de ser testigos de él; ni siquiera tendremos esa mínima capacidad para darle sentido en nuestras mentes. Estaremos muertos, muertos, muertos... ¡sin alcanzar jamás a saber!
Mientras decía estas palabras, dejé de reírme. De pie en la estancia, inmóvil, comprendí en toda su magnitud lo que mis labios estaban diciendo.
No había día del juicio, no había una explicación final, no había ningún momento luminoso en el cual todos los terribles errores cometidos fueran corregidos y todos los horrores fueran compensados.
Las brujas quemadas en la hoguera no serían vengadas jamás.
¡Nadie iba a decirnos nunca nada!
En aquel instante, no sólo lo comprendí así. ¡Lo vil Lancé una exclamación: «¡Oh!»; la repetí: «¡Oh!», y continué emitiéndola, gritando cada vez más, al tiempo que dejaba caer al suelo la botella de vino. Me llevé las manos a la cabeza y proseguí las exclamaciones y pude ver que tenía la boca abierta en aquel círculo perfecto del que había hablado a mi madre, y continué gritando: «¡Oh, oh, oh!».
Era como un intenso ataque de hipo que era incapaz de detener. Y Nicolás me sujetó y empezó a sacudirme, mientras me chillaba:
—¡Lestat, basta!
Pero yo no podía parar. Corrí a la ventana, corrí el pestillo y abrí el pesado cristal para contemplar las estrellas. Su visión me resultó insoportable. No podía tolerar su inmenso vacío, su silencio, la ausencia absoluta de cualquier respuesta, y empecé a soltar alaridos mientras Nicolás me apartaba del alféizar y cerraba el cristal.
—Te pondrás bien —repitió una y otra vez. Alguien llamaba a la puerta. Era el posadero, exigiendo que acabáramos con aquel alboroto.
—Por la mañana te encontrarás mejor —insistió Nicolás—. Ahora tienes que dormir.