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Authors: Anne Rice

Lestat el vampiro (8 page)

Pero apenas me había servido el primer vaso cuando apareció Nicolás, un gran torbellino de color en la puerta abierta del local.

Por fortuna, no iba vestido con la elegancia de la otra vez, pero, aun así, todo cuanto llevaba —seda, terciopelo y cuero nuevo— rezumaba riqueza.

En cambio, venía sonrojado como si hubiera estado corriendo; llevaba el cabello revuelto y enredado y tenía un brillo de excitación en los ojos. Me hizo una reverencia, esperó a que le invitara a sentarse y luego me preguntó:

—¿Cómo hicisteis, monseñor, para matar esos lobos?

Cruzó los brazos sobre la mesa y me miró fijamente.

—¿Por qué no me contáis vos cómo es París, monseñor? —repliqué, y advertí de inmediato que mis palabras habían sonado burlonas y bruscas—. Lo siento —añadí al instante—. Me gustaría saberlo, de veras. ¿Habéis estudiado en la Universidad? ¿De veras os ha dado Mozart clases? ¿Qué hace la gente en París? ¿De qué conversan? ¿Qué piensan?

Nicolás se rió por lo bajo ante la andanada de preguntas. No pude evitar reírme también. Pedí otro vaso y le acerqué la botella.

—Decidme, ¿estuvisteis en los teatros de París? ¿Visteis la Comedie Française?

—Muchas veces —respondió él, sin mucho entusiasmo—. Pero escuchad, la diligencia va a llegar en cualquier momento y se armará aquí mucho alboroto. Permitidme el honor de invitaros a cenar en una estancia privada del piso de arriba. Me encantaría que aceptarais...

Y, sin darme tiempo a formular una protesta de cortesía, dio las órdenes pertinentes y fuimos conducidos a una pequeña habitación, tosca pero acogedora.

Yo no había entrado casi nunca en una estancia pequeña de madera, y ésta me encantó desde el primer momento. La mesa estaba ya puesta para la comida que traerían más tarde, el fuego caldeaba de verdad el lugar, al contrario que las llamas directas y rugientes de las chimeneas del castillo, y el grueso cristal de la ventana estaba lo bastante limpio para poder divisar el azul invernal sobre las montañas cubiertas de nieve.

—Ahora os contaré todo lo que queráis saber sobre París —aceptó mi interlocutor, mientras esperaba gentilmente a que yo me sentara primero—. Sí, estuve en la Universidad —dijo, una vez que nos hubimos acomodado, y lanzó una risilla despectiva como si no mereciera la pena extenderse en ello—. Y estudié con Mozart, quien, de no haber andado escaso de alumnos, me habría dicho que yo era un caso perdido para la música. En fin, ¿por dónde queréis que empiece? ¿Por el hedor de la ciudad, o por su ruido infernal? ¿Por las multitudes hambrientas que le atosigan a uno en todas partes? ¿Por los ladrones dispuestos a rebanaros el gaznate detrás de cualquier esquina?

Deseché todo aquello con un ademán. La sonrisa de Nicolás era muy distinta a su tono de voz; sus gestos eran abiertos y atrayentes.

—Uno de esos grandes teatros parisinos... —dije—. Describídmelo..., ¿cómo es?

Creo que estuvimos en la pequeña habitación cuatro horas completas, sin hacer otra cosa que beber y conversar.

Nicolás trazó planos de los teatros sobre la mesa; utilizaba para ello un dedo mojado. Me habló de las obras que había visto, de los actores famosos, de las casitas de los bulevares. Pronto me estaba describiendo todas las cosas de París, olvidado ya su cinismo. Mi curiosidad le daba alas para hablar de la Ile de la Cité, y del Barrio Latino, de la Sorbona, del Louvre.

Nos adentramos en asuntos más abstractos, en cómo se presentaban los sucesos en los periódicos, en las tertulias de los estudiantes en los cafés. Me contó que el pueblo estaba inquieto y que era desafecto a la monarquía. Que aspiraba a un cambio en el gobierno y que no tardaría mucho en rebelarse. Me habló de los filósofos, Diderot, Voltaire, Rousseau.

No entendí todo lo que me contaba, pero, con su hablar rápido, sarcástico a veces, me proporcionó una imagen maravillosamente completa de lo que estaba sucediendo en París.

Por supuesto, no me sorprendió saber que la gente instruida no creía en Dios, sino que estaba infinitamente más interesada en la ciencia; que la aristocracia era objeto de grandes antipatías; y que lo mismo sucedía con la Iglesia. Ésta era una época guiada por la razón, no por la superstición, y cuantas más cosas decía Nicolás, mejor lo entendía yo.

Pronto se puso a describirme la Enciclopedia, la gran recopilación de conocimientos supervisada por Diderot. Luego me habló de los salones a los que había asistido, las juergas, las veladas con las actrices. Me describió los bailes públicos en la Palais Royal, donde solía aparecer María Antonieta entre la gente del pueblo.

—He de confesar —dijo finalmente— que todo esto suena mucho mejor en esta habitación de lo que es en realidad.

—No os creo —repliqué yo con suavidad. No quería que dejase de hablar. Quería que siguiera contando cosas eternamente.

—Estamos en tiempo de incredulidad, monseñor —comentó Nicolás mientras llenaba los vasos de ambos con una nueva botella de vino—. Muy peligrosos.

—¿Peligrosos? ¿Por qué? —repliqué—. ¿Por poner fin a la superstición? ¿Qué otra cosa podría haber mejor?

—Habláis como un auténtico hombre del siglo XVIII, monseñor —respondió él con una sonrisa de ligera melancolía—. Pero ya nadie da valor a nada. No hay más que moda. Incluso el ateísmo es una moda.

Yo siempre había tenido una mentalidad escéptica en religión, aunque por ninguna razón filosófica. En mi familia, nadie creía mucho en Dios, ni entonces ni en el pasado. Por supuesto, ellos decían que sí a la costumbre, y todos asistíamos a misa. Sin embargo, todo eso eran obligaciones sociales. Hacía mucho tiempo que la religión había muerto en nuestra familia, igual quizá que en miles de familias de aristócratas. Por mi parte, ni siquiera en el monasterio había creído en Dios. Había creído en los monjes que me rodeaban.

Traté de explicárselo a Nicolás en palabras sencillas sin que se ofendiera, porque para su familia las cosas eran de otra manera. Incluso su miserable y ambicioso padre (a quien yo admiraba en secreto) era fervientemente religioso.

—Sin embargo, ¿pueden los hombres vivir sin esas creencias? —preguntó él casi con tristeza—. ¿Pueden los hijos afrontar el mundo sin ellas?

Empecé a comprender la razón de su sarcasmo y cinismo. Todavía estaba muy reciente su pérdida de fe, y hablar de ello era un trago amargo para él.

Con todo, por acerbo que fuera su sarcasmo, emanaba de mi interlocutor una gran energía, una pasión irreprimible. Y eso me atrajo de él. Creo que sentí amor por él. Un par de vinos más y quizá terminaría confesándole algo absolutamente ridículo por el estilo.

—Yo he vivido siempre sin creencias —afirmé.

—Sí, ya lo sé —respondió él—. ¿Recordáis la historia de las brujas, esa vez que llorasteis en el lugar de las brujas?

—¿Que lloré por las brujas?

Le miré unos instantes sin saber a qué se refería, pero pronto se agitó dentro de mí un doloroso sentimiento de humillación. Demasiados de mis recuerdos tenían aquel mismo regusto. Y en aquel momento tenía que recordar haber llorado por unas brujas.

—No recuerdo —contesté.

—Éramos pequeños y el sacerdote nos estaba enseñando las oraciones. Un día el sacerdote nos llevó a ver el lugar donde habían quemado a las brujas muchos años antes, y encontramos las viejas estacas y el suelo ennegrecido.

—¡Ah, ese lugar! —Me recorrió un escalofrío—. ¡Qué sitio tan horrible!

—Os pusisteis a gritar y a llorar. Incluso mandaron llamar al propio marqués, porque vuestra niñera no conseguía calmaros.

—Era un niño terrible —murmuré, tratando de quitarle importancia al asunto. Por supuesto que lo recordaba todo ahora: los gritos, el traslado a casa, las pesadillas con las hogueras. Alguien que me humedecía la frente y decía: «Lestat, despierta».

Pero no había revivido la escena desde hacía años. Cuando pasaba por las cercanías de aquel lugar, lo único que evocaba era el emplazamiento en sí: el bosquecillo de estacas ennegrecidas, las imágenes de hombres, mujeres y niños quemados vivos.

Nicolás me estudiaba.

—Cuando vuestra madre acudió a buscaros, dijo que todo aquello era obra de la ignorancia y la crueldad. Estaba furiosa con el sacerdote por contaros esas viejas historias.

Asentí.

El horror último había sido oír que toda aquella gente de nuestro propio pueblo, olvidada desde hacía tanto tiempo, había muerto por nada; que eran inocentes. «Víctimas de la superstición», había declarado ella. «No había brujas de verdad.» No era extraño que yo no dejara de gritar y gritar.

—Mi madre, en cambio —dijo Nicolás—, me contó una historia diferente: que las brujas estaban en alianza con el diablo y que habían arruinado las cosechas y que, convertidas en lobos, mataban ovejas y niños...

—¿Acaso no sería mejor el mundo si nunca más se quemara a nadie en el nombre de Dios? —pregunté—. ¿Si no se continuara creyendo que Dios puede ordenar al hombre hacer tal cosa a su semejante? ¿Cuál es el peligro de un mundo racional donde horrores como éste no se produzcan?

Él se inclinó hacia adelante y frunció el entrecejo con aire malicioso.

—Los lobos no os hirieron en la montaña, ¿verdad? —inquirió en tono festivo—. ¿No os habréis convertido en hombre lobo, monseñor, sin que nadie lo haya advertido? —Acarició el forro de la capa de terciopelo que aún cubría mis hombros y continuó—: Recordad lo que dijo el buen cura: que en esa época habían quemado a un buen número de hombres lobo. Entonces constituían una amenaza habitual.

Me eché a reír.

—Si me volviera lobo —respondí—, una cosa os puedo asegurar. No me quedaría por aquí a matar niños. Me alejaría de este pueblo repugnante y miserable donde todavía asustan a los niños con cuentos de quemas de brujas. Huiría camino de París y no me detendría hasta ver sus murallas.

—Y entonces descubriríais que París es otro agujero repugnante y miserable —replicó él—, donde a los ladrones les rompen los huesos en la rueda a la vista del populacho en la place de Gréve.

—No —insistí—. Vería una ciudad espléndida donde nacen grandes ideas en las mentes de ese populacho, ideas que habrán de iluminar hasta el rincón más oscuro de este mundo.

—¡Ah, sois un soñador! —exclamó Nicolás, pero estaba encantado. Cuando sonreía, su belleza destacaba todavía más.

—Y conoceré gente como vos —proseguí—, gente que tiene ideas en la cabeza y verbo fácil para expresarlas, y nos sentaremos en los cafés y beberemos juntos y nos enfrentaremos apasionadamente con palabras y seguiremos conversando el resto de nuestras vidas en un divino frenesí.

El alargó el brazo, me lo pasó en torno al cuello y me besó. Casi volcamos la mesa de lo felices y borrachos que estábamos.

—Mi señor, el matador de lobos —me susurró.

Con la tercera botella de vino, empecé a contar mi vida como nunca lo había hecho: expliqué lo que sentía cada día al adentrarme a caballo por las montañas, al alejarme hasta perder de vista las torres del castillo de mi padre, a cabalgar por los campos arados hasta el lugar donde el bosque parecía casi encantado.

Las palabras comenzaron a fluir de mis labios como antes lo habían hecho de los suyos, y pronto nos encontramos hablando de mil cosas que habíamos sentido en nuestros corazones, confidencias de secretas soledades, y las palabras parecían fundamentales, como lo habían sido en aquellas raras ocasiones con mi madre. Y mientras describíamos nuestras mutuas añoranzas e insatisfacciones, nos expresábamos con gran vivacidad, con cosas como «¡sí, sí!» y «¡exactamente!», y «entiendo perfectamente a qué os referís», y «sí, claro, uno siente que no puede soportarlo», etcétera.

Otra botella y un nuevo fuego. Le pedí a Nicolás que tocara el violín para mí y corrió a buscarlo inmediatamente a su casa.

Caía ya la tarde. El sol entraba al sesgo por la ventana y el fuego del hogar estaba muy vivo. Y... estábamos muy borrachos. No habíamos llegado a pedir la cena y yo me sentía más feliz que nunca en mi vida. Me acosté en el apelmazado colchón de paja del camastro con las manos detrás de la cabeza, observándole mientras sacaba el instrumento.

Se llevó el violín al hombro y empezó a puntear las cuerdas mientras las afinaba ajustando las clavijas.

Después levantó el arco y lo dejó caer con fuerza sobre las cuerdas para hacer sonar la primera nota.

Me incorporé hasta quedar sentado y apoyado con la espalda contra la pared de madera; le miré fijamente, pues no podía creer en el sonido que empecé a escuchar.

Entró en la melodía desgarrándola, arrancando las notas del violín. Y cada una de ellas era translúcida y vibrante. Nicolás tenía los ojos cerrados, la boca un poco distorsionada, el labio inferior ligeramente ladeado; y lo que me encogió el corazón casi tanto como la propia tonada fue ver cómo todo su cuerpo se fundía en la música, cómo su alma se apretaba al instrumento como si fuera un sensible oído más.

Jamás había escuchado música como aquélla, tales vigor e intensidad, los rápidos y brillantes torrentes de notas que surgían de las cuerdas. Estaba interpretando una pieza de Mozart y tenía toda la alegría, la ligereza y el intenso encanto de cuanto Mozart escribió.

Cuando terminó, yo estaba mirándole, y me di cuenta de que yo tenía mi cabeza apretada entre ambas manos.

—¿Qué os sucede, monseñor? —exclamó él, casi con impotencia. Me puse en pie y le estreché entre mis brazos y le besé en ambas mejillas y besé el violín.

—Deja de llamarme monseñor —le dije—. Llámame por mi nombre.

Me tendí de nuevo en la cama y hundí el rostro en el brazo y rompí a llorar y, una vez hube empezado, no pude parar.

El se sentó a mi lado, me abrazó y me preguntó por qué lloraba, y, aunque no pude explicárselo, advertí que estaba abrumado por el efecto que me había producido su música. En ese instante, no había en Nicolás el menor sarcasmo, la más mínima amargura.

Creo que, esa noche, él me llevó al castillo de mi familia.

Y, a la mañana siguiente, yo estaba en la zigzagueante calle empedrada, delante de la tienda de su padre, arrojando piedrecitas a su ventana.

Y, cuando al fin asomó la cabeza, le pregunté:

—¿Quieres bajar a continuar nuestra conversación?

5

A partir de entonces, cuando no andaba de caza, mi vida estaba con Nicolás y evocando «nuestra conversación».

Se acercaba la primavera, las montañas estaban salpicadas de verde y el huerto de manzanos empezaba a revivir. Y Nicolás y yo estábamos siempre juntos.

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