Authors: Anne Rice
El castillo de mi padre, sus posesiones y el pueblo cercano constituían todo mi universo. Y yo era inquieto de nacimiento: era el soñador, el irritado, el protestón. No soportaba quedarme junto al fuego charlando de viejas guerras y de los tiempos de El Rey Sol. La historia no significaba nada para mí.
Pero, en ese mundo sombrío y anticuado, me había convertido en el cazador y pescador. Yo traía el faisán, el venado, y la trucha de los torrentes de montaña —todo lo que necesitábamos y se dejaba cazar—, para alimentar a la familia. A esas alturas de mi existencia, la caza y la pesca se habían convertido en mi vida y, al mismo tiempo, en unas actividades que yo no compartía con nadie más. Y era una suerte que me dedicara a ellas, pues había años en que, sin las piezas que cobraba, nos habríamos muerto literalmente de inanición.
Por supuesto, cazar y pescar en las tierras y ríos de los antepasados de uno eran ocupaciones de nobles, y únicamente nosotros teníamos derecho a hacerlo. Ni el más rico de los burgueses podía alzar su arma en mis bosques o probar suene en sus arroyos. Pero, en contrapartida, el burgués no necesitaba ni empuñar un arma. Él tenía el dinero.
Dos veces en mi vida había intentado escapar de aquella existencia, y sólo había conseguido que me devolvieran a ella con las alas rotas. Pero de eso ya hablaré más adelante.
Ahora recuerdo la nieve que cubría todas aquellas montañas, y los lobos que asustaban a los campesinos y nos robaban las ovejas. Y pienso en el viejo dicho que corría por Francia aquellos días, según el cual si uno vivía en Auvernia, no podía llegar nunca más allá de París.
Entended que, como yo era el amo y el único en la familia capaz todavía de montar a caballo y disparar un arma, era lógico que los aldeanos acudieran a mí para quejarse de los lobos y pedirme que los matara. Y era mi deber hacerlo.
Tampoco sentía el menor temor a los lobos. En toda mi vida no había visto ni tenido noticia de que un lobo atacara a un hombre y, por mí, los habría exterminado con veneno, pero la carne, sencillamente, escaseaba demasiado, y la de los lobos me servía como cebo.
Así, pues, a primera hora de una mañana muy fría de enero, tomé las armas para matar a los lobos uno por uno. Disponía de tres pistolas de chispa y de un excelente fusil del mismo tipo, y me llevé las cuatro piezas junto con mis mosquetes y la espada de mi padre. Cuando ya me disponía a dejar el castillo, añadí a este pequeño arsenal un par de armas antiguas a las que no había prestado atención hasta aquel momento.
Nuestro castillo estaba lleno de viejas armaduras. Mis antepasados habían combatido en incontables guerras feudales desde los tiempos de las Cruzadas, con san Luis, y, colgada en las paredes sobre los chirriantes trajes de metal, había una gran cantidad de lanzas, hachas de guerra y mazas.
Esa mañana tomé conmigo dos de estas últimas, una especie de garrote con puntas metálicas y una maza de estrella de buen tamaño, consistente en una bola de hierro unida a una cadena y a un mango, que podía descargarse con inmensa fuerza contra un atacante.
Recordad que estamos en el siglo XVIII, la época en que los parisinos de peluca blanca caminaban de puntillas con zapatillas de satén de tacón alto, tomaban rapé y se daban toquecitos en la nariz con pañuelos de encaje.
Y, mientras, yo salía de caza con botas de cuero sin curtir y abrigo de piel de ante, con aquellas armas antiguas atadas a la silla y mis dos mejores mastines a mi lado, con sus collares de puntas metálicas.
Ésa era mi vida. Idéntica a la que podría haber llevado en la Edad Media. Y yo sabía suficientes cosas de los viajeros ricamente ataviados que pasaban por el camino de postas; ellos me permitían apreciar nuestras profundas diferencias. Los nobles de la capital llamaban «cazaconejos» a los caballeros de provincias como nosotros. Naturalmente, nosotros nos burlábamos de ellos llamándolos lacayos del rey y de la reina. Nuestro castillo había resistido mil años, y ni siquiera el gran cardenal Richelieu, en su guerra contra nuestra clase, había conseguido derribar sus viejas torres. De todos modos, como ya he dicho antes, yo no le prestaba mucha atención a la historia.
Mientras cabalgaba montaña arriba, me sentía desgraciado y furioso.
Deseé librar una buena batalla con los lobos. Según los aldeanos, había cinco animales en la manada, y yo tenía mis armas y dos perros de mandíbulas poderosas, capaces de partirle en un instante el espinazo a una alimaña.
Avancé más de una hora por las laderas a lomos de mi yegua, hasta llegar a un pequeño valle que conocía lo suficiente como para no dejarme confundir por la nieve caída. Y cuando empecé a cruzar la amplia y yerma hondonada en dirección a los árboles desnudos del bosque, escuché el primer aullido.
Segundos después, llegó otro y, a continuación, un tercero; el coro cantaba con tal armonía que no pude precisar el número de animales de la manada. Sólo tuve la certeza de que me habían visto y de que se hacían señales para reunirse; que era precisamente lo que yo había esperado que hicieran.
Creo que en ese instante no tenía miedo alguno, pero, de todos modos, sentí algo que me erizó el vello de los brazos. El campo, en toda su inmensidad, parecía vacío. Preparé las armas y ordené a los perros que dejaran de gruñir y me siguieran, mientras una vaga sensación me urgía a darme prisa en salir de campo abierto y ponerme al abrigo de los árboles.
Los perros dieron la alarma con sus roncos ladridos. Volví la cabeza y vi a los lobos a cientos de metros, avanzando raudos hacia mí, por el valle nevado. Eran tres enormes lobos grises los que me seguían, en fila india.
Aceleré el paso de la yegua hacia el bosque.
Parecía que no me costaría llegar a éste antes de que los tres lobos me dieran alcance, pero estos animales son tremendamente listos y, mientras galopaba hacia los árboles, vi aparecer delante de mí, hacia la izquierda, al resto de la manada: cinco ejemplares adultos. Había caído en una emboscada y no conseguiría llegar a tiempo a la protección de los troncos. Y la manada la componían ocho lobos, no cinco, como me habían asegurado los aldeanos.
Ni siquiera entonces tuve el suficiente buen juicio para sentir miedo. No tuve en cuenta el hecho evidente de que aquellos animales debían estar muy hambrientos o no se habrían acercado tanto al pueblo. Su natural reserva hacia el hombre había desaparecido por completo.
Me apresté a la batalla. Colgué la maza al cinto y apunté con el fusil. Abatí a un gran macho a unos metros de distancia y tuve tiempo de volver a cargar mientras mis perros y la manada se atacaban.
Las alimañas no podían hacer presa en el cuello de los perros debido a los collares de afiladas puntas metálicas y, en la primera escaramuza, mis animales no tardaron en dar cuenta de uno de los lobos con sus poderosas mandíbulas. Volví a disparar y abatí otro.
Pero la manada había rodeado a los perros. Mientras yo seguía disparando, cargando lo mas deprisa que podía y tratando de apuntar bien para no darles a los perros, vi que el menor de éstos caía con las patas traseras rotas. La sangre formaba regueros en la nieve, el segundo perro se mantuvo aparte de la manada mientras ésta trataba de devorar a su agonizante compañero, pero, apenas un par de minutos más tarde, los lobos también le habían abierto el vientre y yacía muerto.
Mis mastines, como ya he dicho, eran animales muy fuertes que yo mismo había alimentado y entrenado, y cada uno pesaba más de noventa kilos. Siempre me los llevaba a cazar y, aunque ahora hablo de ellos como simples perros, entonces sólo los trataba por el nombre y, al verlos morir, comprendí por primera vez a qué me enfrentaba y qué podía suceder.
Pero todo esto había ocurrido en cuestión de minutos.
Cuatro lobos yacían muertos y otro estaba malherido sin remedio. Pero aún quedaban tres más, uno de los cuales había detenido su salvaje festín con las entrañas de los perros para fijar en mí sus ojos rasgados.
Disparé el fusil, fallé, disparé el mosquete, y la yegua se encabritó mientras el lobo se lanzaba hacia mí.
Como movidos por cuerdas, los otros lobos se volvieron, abandonando también sus presas recién muertas. Sacudí bruscamente las riendas y dejé que mi montura corriera a su aire, en línea recta hacia la protección del bosque.
No volví la cabeza ni siquiera cuando escuché los gruñidos y los chasquidos de las mandíbulas casi a mi altura. Pero entonces noté la dentellada de los colmillos en el tobillo. Tomé el otro mosquete, me volví a la izquierda y disparé. Me pareció que el lobo se erguía sobre las patas traseras, pero quedó fuera de mi visión demasiado pronto para asegurarlo, al tiempo que la yegua se encabritaba otra vez. Estuve a punto de caer y noté que sus ancas cedían bajo mi cuerpo.
Casi habíamos alcanzado el lindero del bosque y desmonté antes de que la yegua terminara de caer. Me quedaba una pistola cargada. Me volví, sostuve el arma con ambas manos, apunté de lleno al lobo que se lanzaba sobre mí y le volé el cráneo.
Quedaban ahora dos alimañas. La yegua emitía unos estentóreos relinchos que se convirtieron en un agudo alarido de agonía, el sonido más terrible que he oído nunca a criatura alguna. Los dos lobos habían caído sobre ella.
Di unos rápidos pasos sobre la nieve, notando la solidez de la tierra rocosa bajo mis pies, y llegué a los árboles. Si lograba encaramarme a uno, podría cargar de nuevo las armas y disparar a los lobos desde arriba. Sin embargo, no vi un solo tronco con las ramas lo bastante bajas para trepar por ellas.
Probé a subir por un tronco, pero mis pies resbalaron en la corteza helada y caí de nuevo al suelo mientras los lobos se acercaban. No me daba tiempo a cargar la única pistola que me quedaba. Tendría que valerme sólo de la maza de estrella y la espada, pues el garrote se me había caído hacía un buen trecho.
Creo que, mientras me ponía a duras penas en pie, me di cuenta de que probablemente iba a morir. Sin embargo, en ningún momento me pasó por la cabeza rendirme. Estaba enloquecido, lleno de furia. Casi gruñendo, hice frente a las alimañas y miré directamente a los ojos al más próximo de los dos lobos.
Abrí las piernas para afirmarme sobre el terreno. Con la maza en la mano izquierda, desenvainé la espada con la diestra. Los lobos se detuvieron. El primero, después de sostenerme la mirada, agachó la cabeza y trotó unos pasos hacia un lado. El otro esperó, como si estuviera pendiente de alguna invisible señal. El primero volvió a mirarme un momento con aquel aire extrañamente tranquilo, y luego se lanzó hacia adelante.
Empecé a voltear la maza de modo que la bola con puntas formara círculos a mi alrededor. Capté mis propios jadeos, casi gruñidos, y me di cuenta de que tenía las rodillas dobladas como para saltar adelante. Dirigí el arma hacia el costado de la mandíbula del animal, impulsándola con todas mis fuerzas, pero no conseguí más que rozarle.
El lobo se apresuró a alejarse y su compañero se puso a correr en círculos a mi alrededor, avanzando de vez en cuando hacia mí y retirándose inmediatamente.
No sé cuánto rato se prolongó esto, pero entendí claramente su estrategia. Los lobos se proponían fatigarme y tenían la fuerza y la astucia necesarias para conseguirlo. Para ellos, la caza se había convertido en un juego.
Yo daba vueltas, lanzaba golpes, me defendía hasta casi caer de rodillas en la nieve. Probablemente, el lance no duró más de media hora, pero no hay modo de medir el tiempo en una situación así.
Y, cuando las piernas empezaron a fallarme, intenté una jugada desesperada. Me quedé inmóvil, con los brazos caídos y las armas a los costados. Y los lobos se acercaron para acabar conmigo de una vez, como yo esperaba que hicieran.
En el último instante, volteé la maza, noté cómo la boca golpeaba el hueso, vi la cabeza del lobo levantada a mi derecha y, con el filo de la espada, le abrí la garganta de un tajo.
El otro lobo ya estaba a mi lado y noté cómo sus dientes desgarraban mis pantalones. El animal podía desencajarme la pierna en cuestión de segundos, pero descargué la espada contra el costado de su hocico, reventándole el ojo. La bola de la maza cayó a continuación sobre el lobo y éste soltó la presa. Con un salto hacia atrás, encontré el espacio suficiente para mover la espada otra vez y la hundí hasta la empuñadura en el tórax del animal antes de retirarla de nuevo.
Todo había terminado.
La manada estaba exterminada y yo seguía vivo.
Y los únicos sonidos en el valle solitario cubierto de nieve eran mi propia respiración y los quejumbrosos relinchos de mi yegua moribunda, que yacía a unos metros de mí.
No estoy seguro de que me hallara en mis cabales, en ese instante. No estoy seguro de que las cosas que me pasaran por la mente fueran pensamientos. Tenía ganas de dejarme caer en la nieve y, sin embargo, me encontré alejándome de los lobos en dirección a mi agonizante montura.
Cuando estuve más cerca de ella, la yegua alzó el cuello, luchó por incorporarse sobre sus patas delanteras y volvió a emitir uno de aquellos agudísimos alaridos de súplica. El eco repitió el sonido en las montañas. Y pareció llevarlo hasta el cielo. Me quedé mirándola, contemplando su cuerpo roto y oscuro contra la blancura de la nieve, sus cuartos traseros inútiles y el forcejeo de sus patas delanteras, su hocico alzado hacia el cielo, las orejas echadas atrás y los ojos enormes casi en blanco al emitir sus gimientes relinchos. Parecía un insecto con la mitad posterior aplastada contra el suelo, pero no se trataba de ningún insecto. Era mi yegua, mi agonizante yegua. Vi que trataba de incorporarse otra vez.
Tomé el fusil de la silla, lo cargué y, mientras ella seguía agitando la cabeza y trataba en vano, una vez más, de ponerse en pie con su lastimero alarido, le descerrajé un tiro en el corazón.
Ahora, la yegua parecía en paz. Yacía inmóvil y sin vida, la sangre manaba de ella y el valle había quedado en silencio. Yo estaba temblando. Escuché un desagradable sonido sofocado que salía de mi garganta y vi caer los vómitos en la nieve antes de darme cuenta de que eran míos. Me sentía envuelto por el olor de los lobos, y por el de la sangre. Cuando intenté caminar, estuve a punto de caer rodando.
Sin embargo, sin detenerme ni siquiera un instante, volví entre los lobos muertos y llegué junto al que casi había acabado conmigo, el último en morir. Me lo eché a los hombros y, cargado así, emprendí el trayecto de vuelta al castillo.