Authors: Anne Rice
Pero lo más importante de todo era que yo me encontraba muy concentrado en hacer comprobaciones. Y constaté que cuanto me habían contado las voces amplificadas acerca del siglo XX era verdad.
He aquí lo que descubrí mientras deambulaba por las calles de Nueva Orleans en 1984:
El sombrío y aterrador mundo industrial, del que hacía tanto tiempo me había retirado a mi largo sueño, se había consumido por fin, y la vieja conformidad y pacata pudibundez burguesa habían perdido su dominio de la mentalidad norteamericana.
La gente volvía a ser atrevida y erótica como en los viejos tiempos, antes de las grandes revoluciones de la clase media de fines del siglo XVIII. Incluso su aspecto recordaba al de esos tiempos.
Los hombres ya no lucían el uniforme a lo Sam Spade —traje y sombreros grises, camisa y corbata—, sino que, si lo deseaban, podían vestirse con sedas y terciopelos y colores chillones. Tampoco tenían ya que cortarse el cabello como legionarios romanos; cada uno lo llevaba a la medida que quería.
Y las mujeres... ¡ah!, daba gloria ver a las mujeres, desnudas bajo el calor primaveral como si estuvieran en tiempo de los faraones egipcios, con reducidísimas faldas cortas o vestidos como túnicas, o luciendo pantalones de hombre y camisetas ajustadas sobre sus cuerpos curvilíneos, a su elección. Se maquillaban y lucían aderezos de oro o de plata aunque fuera para ir a la tienda de la esquina, o bien aparecían sin adornos y con el rostro absolutamente limpio de cosméticos: no importaba. Se rizaban el cabello como María Antonieta, o lo llevaban corto, o se dejaban melena y la llevaban suelta.
Quizá por primera vez en la historia, resultaban tan fuertes e interesantes como los hombres.
Y todo esto sucedía no sólo entre los ricos, que siempre han poseído un cierto carácter andrógino y una cierta alegría de vivir que los revolucionarios de las clases medias llamaron, en el pasado, decadencia, sino entre la gente normal del país.
La antigua sensualidad aristocrática pertenecía ahora a todo el mundo. Estaba vinculada a las promesas de la revolución de las clases medias y todos los individuos tenían derecho al amor, al lujo y a las cosas elegantes.
Los grandes almacenes se habían convertido en palacios de embrujo casi oriental con sus mercaderías expuestas entre moquetas de tonos suaves, música espectral y luz ámbar. En las droguerías, abiertas las veinticuatro horas, las botellas de champú verdes y violetas brillaban como piedras preciosas en las refulgentes estanterías de cristal. Las camareras acudían al trabajo en automóviles de finas líneas tapizadas de cuero. Los trabajadores portuarios se daban un baño en la piscina climatizada del jardín de su casa cuando volvían del trabajo. Las mujeres de la limpieza y los fontaneros, al final de la jornada, vestían ropas de buena calidad y corte exquisito.
De hecho, la pobreza y la suciedad, habituales en las grandes ciudades de la Tierra desde tiempos inmemoriales, habían desaparecido casi por completo.
No encontraba uno inmigrantes cayendo muertos de inanición en cualquier calleja. No había barrios pobres superpoblados donde durmieran ocho o diez personas en una habitación. Nadie arrojaba los desperdicios a las alcantarillas. El número de mendigos, tullidos, huérfanos y enfermos incurables se había reducido hasta el punto de no apreciarse en absoluto su presencia por las calles inmaculadas de la ciudad.
Hasta los borrachos y lunáticos que dormían en los bancos de los parques y en las estaciones de autobuses comían carne con regularidad e incluso tenían radios que escuchar y llevaban ropas que habían sido lavadas.
Pero esto era sólo en la superficie. Me quedé asombrado al comprobar otros cambios más profundos provocados por aquel pasmoso sistema de vida.
Por ejemplo, algo completamente mágico había sucedido con las épocas.
Lo viejo ya no era sustituido rutinariamente por lo nuevo. Al contrario, el inglés que oía a mi alrededor era el mismo que conocía del siglo XIX. Incluso la antigua jerga «no hay moros en la costa» o «mala suerte» o «ahí está el asunto» seguía «funcionando». Al propio tiempo, otras frases novedosas y fascinantes como «te han lavado el cerebro» o «es muy freudiano» estaban en labios de todos.
En el mundo artístico y del espectáculo, todos los siglos anteriores estaban siendo «reciclados». Los músicos interpretaban por igual a Mozart que una música de jazz o de rock. La gente iba a ver Shakespeare una noche, y una película francesa al día siguiente.
Uno podía comprar cintas de madrigales medievales en una enorme tienda iluminada con fluorescentes y escucharlas en el equipo estéreo del coche mientras corría por la autopista a ciento cincuenta por hora. En las librerías, la poesía del Renacimiento estaba a la venta junto a las novelas de Dickens o de Ernest Hemingway. Los manuales de educación sexual coexistían en la misma estantería con el Libro de los Muertos egipcio.
A veces, la riqueza y la pulcritud que me rodeaban se convertían en una especie de alucinación, y yo me sentía como a punto de desmayarme.
En los escaparates de las tiendas, contemplaba estupefacto ordenadores y teléfonos de formas y colores tan puros como las conchas de moluscos más exóticas de la naturaleza. Limusinas plateadas de enormes proporciones navegaban por las estrechas callejas del barrio francés como indestructibles monstruos marinos. Deslumbrantes torres de oficinas desgarraban el cielo nocturno como obeliscos egipcios al lado de los desvencijados edificios de ladrillo de la vieja Canal Street. Incontables programas de televisión vertían su incesante flujo de imágenes en el aire acondicionado de las habitaciones de hotel.
Pero, en verdad, yo no estaba sufriendo una serie de alucinaciones. El siglo XX había heredado la tierra en todos los sentidos de la expresión.
Y una parte no pequeña de este imprevisto milagro era la inocente curiosidad de las gentes en medio de su libertad y de su prosperidad. El Dios cristiano estaba tan muerto como en el siglo XVIII, y ninguna nueva religión mitológica había ocupado el lugar de la anterior.
Como contrapartida, hasta la gente más sencilla de esta época era impulsada por una vigorosa moralidad secular, más fuerte que cualquier moral religiosa que yo hubiera conocido. Los intelectuales marcaban la pauta, pero, por todo el país, personas muy corrientes y normales se preocupaban apasionadamente de «la paz», «los hombres» y «el planeta», como impulsadas por un celo místico.
En este siglo se proponían eliminar el hambre. Y acabar a toda costa con la enfermedad. Discutían con ardor sobre la ejecución de criminales condenados, sobre el aborto. Y combatían las amenazas de la «contaminación ambiental» y del «holocausto nuclear» con la misma ferocidad con que siglos atrás la había empleado el hombre contra la brujería y las herejías.
En cuanto a la sexualidad, ya no era un asunto envuelto en supersticiones y temores. El tema se había despojado de sus últimas connotaciones religiosas. Por eso la gente se paseaba medio desnuda. Por eso se besaban y se abrazaban por las calles. Ahora se hablaba de ética y de responsabilidad y de la belleza del cuerpo. Había barreras muy efectivas para librarse de un embarazo o del contagio de eventuales enfermedades venéreas.
¡Ah, el siglo XX! ¡Ah, las vueltas que da el mundo!
El futuro había sobrepasado mis sueños más descabellados. Había dejado como estúpidos a los agoreros del pasado.
Medité mucho sobre esta moralidad secular libre de pecados, sobre este optimismo, sobre este mundo brillantemente iluminado donde el valor de la vida humana era mayor de lo que había sido nunca.
En la amarillenta penumbra de luz eléctrica de una espaciosa habitación de hotel, me senté ante la pantalla del televisor para ver una película de guerra, asombrosamente bien hecha, titulada Apocalypse Now. Era una gran sinfonía de sonido y color que cantaba a la centenaria batalla del mundo occidental contra el mal. «Debe hacerse amigo del horror y del terror moral», dice el comandante loco en la salvaje jungla camboyana, a lo que el hombre occidental contesta lo que siempre ha respondido: «No».
No. El horror y el terror moral no pueden tener disculpa jamás. No tienen valor real. El mal en estado puro no tiene cabida real.
Y eso significa que yo no tengo cabida, ¿verdad?
Excepto, quizás, en el arte que repudia el mal —los cómics de vampiros, las novelas de horror, los viejos relatos fantásticos del Romanticismo— o en los cantos rugientes de los astros del rock que representan en el escenario las batallas contra el mal que cada mortal libra en su interior.
Aquella desconcertante irrelevancia para el desarrollo general de las cosas era suficiente para que un monstruo surgido del pasado volviera al seno de la tierra, para hacerle enterrarse y llorar. O para hacerle convertirse en un cantante de rock. Bien pensado...
Me pregunté dónde estarían los demás monstruos del pasado. ¿Cómo existirían otros vampiros en un mundo donde cada muerte quedaba registrada en gigantescos ordenadores electrónicos, y donde los cuerpos eran conducidos a criptas refrigeradas? Probablemente, se esconderían en las sombras como repugnantes insectos, como siempre habían hecho, por mucho que filosofaran y celebraran reuniones.
Muy bien: cuando yo alzara la voz junto a mi grupito de rock, La Noche Libre de Satán, tardaría muy poco en hacerles salir a todos a la superficie.
Continué mi educación en el mundo moderno. Conversé con mortales en estaciones de autobús y gasolineras y en elegantes locales de copas. Leí libros. Me atavié con brillantes ropas de ensueño en las tiendas elegantes. Llevaba camisas blancas de cuello de cisne y chaquetas de safari de color caqui tostado, o lujosas americanas de terciopelo gris con bufanda de cachemira. Me oscurecía el rostro con maquillaje para poder pasar bajo las luces de los supermercados abiertos noche y día, los locales de hamburguesas, las callejas carnavaleras donde se sucedían los clubes nocturnos.
Estaba aprendiendo. Estaba entusiasmado.
Y el único problema que tenía era que escaseaban los asesinos de quienes alimentarse. En este mundo reluciente de inocencia y abundancia, de gentileza y jovialidad y estómagos llenos, los ladrones rebanapescuezos del pasado y sus peligrosos escondrijos portuarios habían casi desaparecido.
Así, pues, tuve que esforzarme para conseguir una vida. Sin embargo, siempre he sido un cazador y me gustaban los tenebrosos salones de billar, llenos de humo y con una única luz bañando el tapete verde rodeado de ex presidiarios tatuados, tanto como los brillantes clubes nocturnos forrados de satén de los grandes hoteles de cemento. Y cada vez aprendía más cosas de mis presas: los traficantes de drogas, los proxenetas, los asesinos que se juntaban a las pandillas de motoristas.
Y estaba más resuelto que nunca a no beber sangre inocente.
Por fin, llegó el momento de visitar a mis vecinos, el grupo de rock La Noche Libre de Satán.
A las seis y media de una tarde de sábado cálida y húmeda, llamé al timbre del cuarto de ensayo del desván. Los hermosos jóvenes estaban echados en el suelo con sus camisas de seda irisadas y sus pantalones de lona ajustados, fumando un poco de marihuana y quejándose de su cochina mala suerte para conseguir «bolos» en el sur.
Parecían unos ángeles bíblicos, con su cabello largo, limpio y desgreñado, y sus movimientos felinos; sus aderezos eran egipcios. Y se maquillaban la cara y los ojos incluso para ensayar.
Me sentí abrumado de excitación y de amor con sólo mirar a aquel trío, Alex y Larry y la apetitosa Dama Dura.
Y en un espeluznante momento en que el mundo pareció quedarse quieto bajo mis pies, les revelé quién era. La palabra «vampiro» no les resultó nada nuevo. En la galaxia donde aquellos jóvenes brillaban, un millar de cantantes habían lucido ya el disfraz teatral de la capa negra y los colmillos.
Pese a todo, revelar aquella verdad prohibida a los mortales me hizo sentir muy extraño. En doscientos años, jamás se la había revelado a nadie que no estuviera ya marcado para convertirse en uno de nosotros. Ni siquiera se lo había confiado nunca a mis víctimas antes de que cerrasen los ojos.
Y ahora, en cambio, se lo dije clara y abiertamente a aquellas hermosas criaturas. Les dije que quería cantar con ellos y que, si confiaban en mí, terminarían ricos y famosos. Que yo les sacaría de aquel desván y les conduciría al gran mundo montados en una ola de ambición sobrenatural y despiadada.
Sus ojos se empañaron mientras me miraban, y la pequeña estancia del siglo XX, de estuco y tablero, se llenó de risas y de entusiasmo.
Me armé de paciencia con ellos. ¿Por qué no iba a hacerlo? Yo sabía que era un demonio y que podía imitar casi todos los sonidos y movimientos humanos, pero, ¿cómo podía hacérselo entender? Me coloqué ante el piano eléctrico y empecé a tocar y a cantar.
Al principio imité las canciones rock, y luego fui evocando viejas letras y melodías, canciones francesas enterradas en lo más profundo de mi alma pero nunca abandonadas del todo, y las fundí con unos ritmos brutales imaginando ante mí un pequeño teatro parisiense, abarrotado allí lejos en un tiempo de hacía cientos de años. Un peligroso apasionamiento henchía mi ser, casi amenazando mi equilibrio. Era peligroso que aquel sentimiento surgiera tan pronto. Pese a ello, continué cantando y golpeando las bruñidas teclas blancas del piano eléctrico, y algo se me rasgó en el alma. No importaba que aquellas tiernas criaturas mortales que me rodeaban no lo supieran nunca.
Me bastaba con que estuvieran exultantes, que les encantara aquella música espectral e inconexa, que estuvieran gritando, que vieran un futuro de prosperidad; me bastaba con ver en ellos nacer y crecer el ímpetu del que habían carecido hasta entonces. Conectaron las grabadoras y empezamos a tocar y a cantar juntos, haciendo lo que llamaban una jam session. El desván se llenó del aroma de su sangre y de nuestras atronadoras canciones.
A continuación, sin embargo, recibí una sorpresa como nunca había imaginado ni en mis sueños más extraños, algo tan extraordinario como la propia revelación que hacía un rato había yo hecho a aquellas criaturas. De hecho, resultó tan abrumadora que me habría podido impulsar a retirarme de su mundo y volver a enterrarme.
No quiero decir con ello que habría vuelto a caer en el estado de sopor profundo, pero seguramente me habría apartado de La Noche Libre de Satán y me habría pasado unos años vagando, aturdido y tratando de recuperarme del golpe.