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Authors: Anne Rice

Lestat el vampiro (12 page)

Nicolás tenía su momento en el intermedio, durante el cual su interpretación de una frívola sonata de Mozart mantenía al público pegado a los asientos. Hasta sus compañeros de estudios reaparecieron. Recibíamos invitaciones a bailes privados. Yo seguí escapándome a les Innocents cada pocos días para escribir a mi madre y, finalmente, incluí en una de las cartas un recorte de un periódico inglés, el
Spectator,
en el que se elogiaba nuestra obrita y, en particular, al joven rubio que les robaba el corazón a todas las damas en el tercer y el cuarto actos. Por supuesto, yo no podía leer el escrito, pero el caballero que me lo trajo me aseguró que la crítica era favorable, y Nicolás me juró que decía la verdad.

Cuando llegaron las primeras noches frías, salí al escenario envuelto en la capa roja forrada de piel. Se me distinguía desde la última fila del gallinero aunque uno estuviera casi ciego. Ahora ya tenía más práctica con el maquillaje blanco, un toque aquí y otro allá para resaltar el perfil del rostro y, aunque llevaba pintado en negro el contorno de los ojos y un poco de carmín en los labios, mi aspecto era a un tiempo desconcertante y humano. Recibí notas de amor de las mujeres del público.

Nicolás estudiaba música por las mañanas con un maestro italiano y teníamos suficiente dinero para comer bien y pagar la leña y el carbón. Recibía carta de mi madre dos veces por semana y en ellas me decía que su salud parecía haber mejorado. En cambio, nuestros padres nos habían desheredado y no querían ni oír mencionar nuestros nombres.

Nosotros éramos demasiado felices como para que tal cosa nos importara. Pero la oscura amenaza, la «dolencia de mortalidad», me acompañó en muchos momentos cuando llegó el frío.

El frío parecía peor en París. No era limpio como en las montañas de Auvernia. Los pobres se acurrucaban en los umbrales de las puertas, hambrientos y tiritando, mientras las retorcidas callejas sin pavimentar se llenaban de nieve sucia y pisada. Vi niños descalzos y enfermos ante mis ojos, y más cadáveres tirados por los rincones que nunca. Jamás me alegré tanto de tener la capa forrada de piel. Envolvía con ella a Nicolás y le mantenía apretado contra mí cuando salíamos juntos a la calle, y avanzábamos en un estrecho abrazo bajo la lluvia y la nieve.

Con frío o sin él, no exagero al expresar la felicidad que sentía en esa época. Mi vida era exactamente como pensaba que podría ser. Y estaba seguro de que no duraría mucho en el teatro de Renaud. Todo el mundo lo afirmaba. Me vi en grandes escenarios, de gira por Londres e Italia e incluso por América, con una gran compañía de actores. Sin embargo, no había motivo para apresurarse. Mi copa estaba a rebosar.

8

Pero en el mes de octubre, cuando París ya empezaba a helarse, empecé a advertir la habitual presencia entre el público de un rostro extraño que, invariablemente, me distraía. A veces, aquel rostro me hacía casi olvidar lo que estaba haciendo. Y luego desaparecía como si fuese producto de mi imaginación. Debía llevar quince días viéndole aparecer y desaparecer cuando al fin mencioné el asunto a Nicolás.

Me sentí un estúpido y me costó encontrar las palabras adecuadas:

—Ahí fuera hay alguien que me observa —dije.

—Todo el mundo lo hace —respondió Nicolás—. Es lo que querías, ¿no?

Esa noche, Nicolás se sentía un poco triste y en su respuesta había cierta acritud.

Un rato antes, mientras preparaba el fuego, me había comentado que nunca haría gran cosa con el violín. Pese a su buen oído y a su dominio del instrumento, era demasiado lo que ignoraba. En cambio, estaba seguro de que yo sería un gran actor. Le dije que todo eso eran tonterías, pero sus palabras fueron como una sombra que cubriera mi alma, pues recordé a mi madre diciéndome que ya era demasiado tarde para Nicolás.

—Yo quiero ser un gran violinista, pero me temo que nunca lo conseguiré. Mientras estábamos en el pueblo, al menos podía imaginar que lo iba a ser.

—¡No puedes darte por vencido! —exclamé.

—Lestat, déjame ser franco contigo —replicó él—. Para ti, las cosas son fáciles. Cuanto te marcas algún objetivo, siempre lo consigues. Sé lo que piensas de esos años que pasaste en tu casa, sintiéndote tan mal. Pero incluso entonces, si te proponías algo, lo alcanzabas. Y partimos hacia París el día preciso que tú decidiste.

—No te arrepentirás de haber venido, ¿verdad? —inquirí.

—Claro que no. Sólo quiero decir que tú crees posibles cosas que no lo son... Al menos, para el resto de nosotros. Como matar lobos...

Un escalofrío me recorrió cuando pronunció aquellas palabras. Y, por alguna razón, pensé de nuevo en aquel rostro misterioso del público, aquel que me observaba. Tenía algo que ver con los lobos. Algo que ver con los sentimientos que Nicolás estaba expresando. No tenía sentido. Traté de quitármelo de la cabeza.

—Si hubieses decidido tocar el violín, probablemente ya estarías tocando en la Corte —añadió.

—Nicolás, hablar así sólo te perjudica —dije en un susurro—. No se puede hacer otra cosa que intentar conseguir lo que uno quiere. Ya sabías que tenías los números en contra cuando te lanzaste. No hay nada más..., excepto...

—Ya sé —me interrumpió con una sonrisa—. Excepto el vacío. La muerte.

—Sí. Lo único que puede hacer uno es darle sentido a su vida, hacerla buena...

—¡Oh, no me vengas otra vez con la bondad! Tú y tu mal de mortalidad. ¡Tú y tu mal de bondad! —Hasta entonces, Nicolás había mantenido la mirada en el fuego; ahora la volvió hacia mí con una expresión deliberadamente irónica—. Somos un grupo de actores y artistas que ni siquiera pueden recibir sepultura en tierra sagrada. Somos proscritos.

—¡Cielos!, si pudieras aceptar por un instante —insistí— que hacemos el bien cuando conseguimos que otros olviden sus preocupaciones, cuando les hacemos olvidar por unos instantes que...

—¿Qué? ¿Que van a morir? —Lanzó una sonrisa especialmente maliciosa y añadió—: Lestat, pensaba que todo eso cambiaría cuando estuviéramos en París.

—Fue una tontería por tu parte pensarlo, Nicolás —respondí. Ahora me estaba irritando—. Yo hago el bien en el Boulevard du Temple. Lo noto...

Me detuve a media frase, porque volví a ver el rostro misterioso, y me embargó una sensación lóbrega, una especie de presagio. Sin embargo, lo más extraño era que aquel rostro alarmante estaba casi siempre sonriendo. Sí, sonriendo..., disfrutando...

—Lestat, te quiero —afirmó Nicolás con aire grave—. Te quiero como he querido a pocas personas en mi vida, pero te aseguro que eres un loco con todas esas ideas sobre la bondad.

Me eché a reír.

—Nicolás —repliqué—, yo puedo vivir sin Dios. Incluso puedo hacerme a la idea de que no existe ninguna vida futura. Pero no estoy seguro de que pueda seguir adelante si no creo en la posibilidad de la bondad. Por una vez, en lugar de burlarte de mí, ¿por qué no me dices en qué crees tú?

—En mi opinión —dijo entonces—, existen la fuerza y la debilidad. Y en el arte, están el bueno y el malo. Eso es en lo que creo. De momento estamos limitados a hacer un arte bastante malo, y que, desde luego, ¡no tiene nada que ver con la bondad!

«Nuestra conversación» podría haberse convertido en una pelea a gran escala en aquel instante si yo hubiera soltado todo lo que tenía en la cabeza acerca de la ostentación burguesa, pues estaba convencido de que nuestra obra en Renaud era, en muchos aspectos, mejor que cuanto se ofrecía en los grandes teatros. Sólo la presentación era menos ostentosa. ¿Por qué era incapaz de olvidarse del envoltorio un caballero burgués? ¿Cómo se le podía hacer ver algo más que la superficie de las cosas?

Inspiré profundamente.

—Si existe la bondad —continuó—, yo soy lo opuesto a ella. Soy malo y me recreo en ello. Me burlo de la bondad. Y, por si no lo sabías, no toco el violín para que los idiotas que acuden al local de Renaud se lo pasen bien. Toco para mí, para Nicolás.

No quise escuchar nada más. Era hora de acostarse. Sin embargo, yo estaba dolido por aquella conversación y él se dio cuenta; cuando empecé a quitarme las botas, se levantó de la silla y vino a sentarse a mi lado.

—Lo siento —dijo con la voz muy quebrada. Su actitud había cambiado tanto respecto a unos momentos antes, que alcé los ojos hacia él y le vi tan apesadumbrado y abatido que no pude evitar pasarle el brazo por los hombros y decirle que no debía preocuparse más por ello.

—Tú posees un resplandor, Lestat, que atrae hacia ti a todo el mundo. Lo posees incluso cuando estás enfadado, o desanimado...

—Poesía —le corté—. Los dos estamos cansados.

—No, es cierto —insistió él—. Hay en ti una luz que resulta casi cegadora. En cambio, en mí sólo hay oscuridad. A veces pienso que es como la oscuridad que te invadió aquella noche en la posada, cuando te pusiste a gritar y a temblar. Estabas tan impotente, tan poco preparado para ello... Yo trato de alejar de ti la oscuridad porque necesito tu luz. La necesito desesperadamente, pero tú no necesitas la oscuridad.

—El loco eres tú —repliqué—. Si pudieras verte, escuchar tu propia voz, tu música, que, por supuesto, tocas para ti, no verías oscuridad, Nicolás. Verías una luminosidad que te es propia. Mortecina, sí, pero la luz y la belleza se conjunta en ti en un millar de formas distintas.

La noche siguiente, la actuación salió especialmente bien. El público, activo y bullicioso, nos inspiró algunas improvisaciones con éxito. Realicé unos nuevos pasos de baile que, por alguna razón, nunca habían parecido interesantes en los ensayos, pero que tuvieron un resultado milagroso en el escenario. Y Nicolás estuvo extraordinario en el violín, tocando una de sus propias composiciones.

Pero hacia el final de la representación divisé nuevamente el rostro misterioso. Esta vez me sobresalté como nunca y estuve a punto de perder el ritmo de la canción. De hecho, por un instante me pareció que la cabeza me daba vueltas.

Cuando Nicolás y yo estuvimos a solas, sentí una imperiosa necesidad de hablarle de aquello, de la extraña sensación de haber caído dormido en el escenario y de haber estado soñando.

Nos sentamos juntos cerca del fuego, con el vino sobre una de las tapas de un pequeño tonel; a la luz de las llamas, Nicolás parecía tan abatido y cansado como la noche anterior.

No quería molestarle, pero no podía olvidar el enigmático rostro.

—Bueno, ¿qué aspecto tiene? —preguntó Nicolás mientras se calentaba las manos. Y por encima del hombro pude ver al otro lado de la ventana una ciudad de tejados cubiertos de nieve que me hizo sentir más frío. Aquella conversación no me agradaba.

—Eso es lo peor de todo —respondí—. Lo único que veo es un rostro. Debe llevar algo negro, una capa o incluso una capucha. Más que nada, lo que ese rostro me recuerda es una máscara, muy blanca y extrañamente nítida. Me refiero a que las líneas de sus facciones son tan marcadas que parecen repasadas con maquillaje negro. Lo veo por un momento. Despide un auténtico resplandor. Luego vuelvo a mirar, y no encuentro a nadie. Sin embargo, exagero al explicarlo. Todo resulta mucho más sutil: su aspecto y...

La descripción que estaba haciendo pareció trastornar a Nicolás tanto como me había afectado a mí. No dijo nada, pero su rostro se relajó ligeramente, como si olvidara su pesadumbre.

—Bueno, no quiero darte esperanzas sin razón —comentó al fin. Ahora se mostraba muy amable y sincero—, pero tal vez sea una máscara de verdad lo que ves. Y quizá se trate de alguien de la Comedie Française que acude a verte actuar.

Sacudí la cabeza en gesto de negativa y repliqué:

—Ojalá, pero nadie se pondría una máscara como ésa. Y te diré otra cosa además.

Nicolás esperó, pero pude apreciar que le estaba transmitiendo parte de mi aprensión. Alargó el brazo, agarró la botella de vino por el cuello y sirvió un trago en mi vaso.

—Sea quien sea —le confié—, sabe lo de los lobos.

—¿Qué?

—Que conoce el asunto de los lobos. —No estaba seguro de mí mismo. Era como explicar un sueño que ya casi había olvidado—. Sabe de mi encuentro con las alimañas, allá en el pueblo. Y sabe que la capa que llevo está forrada con sus pieles.

—¿De qué estás hablando? ¿Acaso has hablado con él?

—No, estoy seguro de ello y basta —respondí. Todo aquello me resultaba muy confuso. Volví a experimentar aquella sensación de que la cabeza me daba vueltas—. Eso es lo que estoy tratando de decirte. Nunca he hablado con él, nunca he estado cerca de él. Pero lo sabe.

—¡Ah, Lestat! —exclamó Nicolás, recostándose hacia atrás en el banco junto al fuego mientras me dirigía la sonrisa más cariñosa—. Dentro de poco empezarás a ver fantasmas. Tienes la imaginación más desbordante que he visto nunca.

—Los fantasmas no existen —respondí en voz baja. Miré el pequeño fuego y fruncí el entrecejo. Dejé caer unos pedazos de carbón sobre las brasas.

Nicolás dejó a un lado cualquier muestra de humor.

—¿Cómo diablos iba a conocer nada de los lobos? ¿Y cómo es que tú...?

—Ya te lo he dicho, no lo sé —respondí. Permanecí sentado, pensativo y sin hablar, disgustado tal vez ante lo ridículo que parecía todo.

Y entonces, mientras seguíamos sentados muy juntos y en silencio, con el fuego como única fuente de sonidos o movimientos en toda la estancia, me vino a la mente el nombre
Matalobos
con la misma claridad con que lo habría percibido si alguien lo hubiera pronunciado.

Pero no lo había hecho nadie.

Miré a Nicolás, dolorosamente consciente yo de que sus labios no se habían movido, y creo que hasta la última gota de sangre se escurrió de mi rostro. Lo que percibí no fue la amenaza de muerte que me había atenazado tantas otras noches, sino una emoción que me resultaba realmente ajena: el miedo.

Aún seguía allí sentado, demasiado inseguro de mí mismo para decir nada, cuando Nicolás me besó.

—Vamos a acostarnos —dijo suavemente.

Segunda Parte: El Legado de Magnus
1

Debían ser las tres de la madrugada; había oído entre sueños las campanas de la iglesia.

Y, como todos los hombres juiciosos de París, teníamos la puerta atrancada y la ventana cerrada con pestillo. No era muy recomendable en una habitación con un hogar de carbón, pero el tejado estaba a un paso de nuestra ventana. Y estábamos a salvo.

Soñaba con los lobos. Me hallaba en la montaña, rodeado, y volteaba sobre mi cabeza la vieja maza medieval. Luego, los lobos ya estaban muertos otra vez y el sueño se hacía mejor, sólo que me quedaban aún todos aquellos kilómetros que recorrer por la nieve. Mi yegua relinchaba en la nieve. La montura se convirtió en un insecto repulsivo medio aplastado en el suelo de piedra.

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