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Authors: Anne Rice

Lestat el vampiro (52 page)

Me alejé del bosque a pie. Tomé rumbo al sur, lejos de la torre. Al tiempo que apresuraba el paso, empecé a entonar en voz baja una cancioncilla, tal vez un fragmento de alguna melodía tocada por los violines horas antes, en el baile del Palais Royal.

Y de nuevo se adueñó de mí la sensación de pesadumbre, la constatación de que nos disponíamos a irnos de verdad, de que todo había terminado entre nosotros y Nicolás, entre nosotros y los Hijos de las Tinieblas y su líder, y de que no volveríamos a ver París, ni nada que me fuera familiar, durante muchos años. Y, a pesar de todos mis deseos de ser libre, tuve ganas de llorar.

No obstante, me dio la impresión de que mi deambular por el mundo tenía algún propósito que no había querido reconocer. Media hora antes del amanecer, aproximadamente, me encontré en el camino de postas, cerca de las ruinas de una antigua posada. El edificio, aquel puesto avanzado de un pueblo abandonado, estaba cayéndose a pedazos y sólo conservaba intactas las paredes, de sólida argamasa.

Y, sacando la daga, empecé a grabar un mensaje en la blanda piedra:

Marius, EL ANTIGUO: LESTAT TE ESTÁ BUSCANDO. ES EL MES DE MAYO DEL AÑO 1780 Y ME DIRIJO AL SUR, DE PARÍS HACIA LYON. POR FAVOR, DATE A CONOCER.

Cuando me aparté un paso del mensaje, advertí lo arrogante que parecía. Acababa de romper otra de las leyes oscuras, al revelar el nombre de un inmortal y dejarlo grabado por escrito. Pues bien, hacerlo me produjo una sensación maravillosa. Y, al fin y al cabo, nunca había demostrado mucha capacidad para obedecer leyes.

Sexta Parte: Por la senda del mal, de París a El Cairo
1

La última vez que vi a Armand en el siglo XVIII, él estaba ton Eleni, Nicolás y los otros vampiros actores frente a la puerta del teatro de Renaud. Observaba cómo nuestro carruaje se abría paso en el tráfico del bulevar. Le había encontrado un rato antes, encerrado con Nicolás en mi viejo camerino y enfrascado en una extraña conversación que dominaba el sarcasmo de Nicolás y su peculiar entusiasmo. Cubierto por una peluca y envuelto en una sombría levita roja, me pareció que ya había adquirido una nueva opacidad, como si cada momento transcurrido desde la disolución de la vieja asamblea le estuviera dando más solidez y más fuerza.

Nicolás y yo no tuvimos palabras para el otro en esos embarazosos últimos instantes; Armand, en cambio, aceptó educadamente las llaves de la torre y una gran suma de dinero, con la promesa de que Roget le facilitaría más cuando él quisiera.

Su mente siguió cerrada para mí, pero me aseguró de nuevo que no causaría el menor daño a Nicolás. Mientras terminábamos de despedirnos, pensé que Nicolás y el pequeño grupo de vampiros tenían todas las posibilidades de sobrevivir y que Armand y yo quedábamos amigos.

Al término de aquella primera noche, Gabrielle y yo estábamos lejos de París, como habíamos prometido. Durante los meses siguientes, viajamos a Lyon, Turín y Viena, y luego fuimos a Praga, Leipzig y San Petersburgo; luego volvimos al sur, a Italia, donde nos instalamos largos años.

Y, en todos estos lugares, fui dejando mensajes a Marius escritos en las paredes.

A veces no eran más que unas palabras garabateadas apresuradamente con la punta de la navaja. En otras ocasiones, pasaba horas cincelando mis reflexiones en la piedra. Pero siempre, estuviera donde estuviese, escribía mi nombre, la fecha y mi futuro destino, junto a mi invitación: «Marius, date a conocer».

En cuanto a las antiguas asambleas de vampiros, fuimos encontrándolas en un puñado de lugares dispersos, pero, desde el primer momento, quedó claro que las viejas costumbres estaban desmoronándose por todas partes. Rara vez eran más de tres o cuatro las criaturas que mantenían los viejos ritos, y, cuando se daban cuenta de que no queríamos participar en ellos ni nos interesaba su existencia, nos dejaron en paz.

Infinitamente más interesantes resultaban los espectros que identificábamos esporádicamente en medio de los humanos, aquellos vampiros solitarios y sigilosos que se fingían mortales con la misma habilidad con que lo hacíamos Gabrielle y yo. Sin embargo, nunca nos acercamos a estas criaturas. Huían de nosotros como debían hacerlo de las viejas asambleas y, como no veía en sus ojos otra cosa que el miedo, nunca sentí la tentación de perseguirlas.

En cambio, me produjo una extraña satisfacción saber que no había sido el primer espectro aristocrático en moverse por los salones de baile del mundo a la busca de víctimas, con el disfraz de mortífero caballero que pronto se convertiría en epítome de nuestra tribu en relatos, poemas y horribles novelas por entregas. Continuamente aparecían otros.

No obstante, en nuestro deambular íbamos a descubrir criaturas de las tinieblas aún más extrañas. En Grecia topamos con unos demonios que no sabían ni cómo habían sido creados y, en ocasiones, incluso encontramos unas criaturas desquiciadas, sin razón ni lenguaje, que nos atacaban como si fuéramos mortales y que escapaban corriendo de las plegarias que pronunciábamos para ahuyentarlas.

Los vampiros de Estambul vivían en auténticas casas, a salvo tras grandes muros y verjas, con las tumbas en los jardines, y vestían las mismas túnicas vaporosas que todos los humanos de esa parte del mundo, para cazar por las calles nocturnas.

Pero también ellos se mostraron horrorizados de verme vivir entre los franceses y venecianos, montar en carruajes y asistir a reuniones en casas de europeos y en embajadas. Nos amenazaban, gritando encantamientos contra nosotros, y luego huían llenos de pánico cuando nos volvíamos contra ellos, para volver a acosarnos de nuevo poco después.

Los fantasmas que rondaban las tumbas de los mamelucos en El Cairo eran espectros abominables, sometidos a las leyes antiguas por unos amos de ojos hundidos que habitaban en las ruinas de un monasterio copto, cuyos ritos estaban llenos de magia oriental y evocaban a numerosos demonios y espíritus malignos de extraños nombres.

Todos ellos se mantenían a distancia de nosotros pese a sus ácidas amenazas, pero conocían nuestros nombres.

En el transcurso de los años, nunca tuvimos más noticias de todas aquellas criaturas; naturalmente, ello no constituyó una gran sorpresa para mí.

Y, aunque eran muchos los vampiros de otros lugares que habían oído hablar de las leyendas de Marius y de otros antiguos, ninguno de ellos había visto con sus propios ojos a uno de tales seres. Incluso Armand se había convertido en una leyenda para ellos y era habitual oírles preguntarnos: «¿De veras habéis visto al vampiro Armand?». No obstante, jamás encontré a un auténtico vampiro antiguo. Jamás encontré a un vampiro que estuviera cargado de algún tipo de magnetismo, a un ser de gran sabiduría o de especial talento, un ser fuera de lo normal en quien el Don Oscuro hubiera obrado una transformación alquímica perceptible que pudiera interesarme.

Comparado con aquellos seres, Armand era un dios sombrío. Y lo mismo cabía decir de Gabrielle y de mí.

Pero estoy adelantándome demasiado en mi narración.

Al principio de nuestro vagar, cuando visitamos Italia por primera vez, conseguimos hacernos una idea más cabal y plena de los ritos y ceremonias antiguos. En Roma, la asamblea salió a recibirnos con los brazos abiertos. «Venid al aquelarre» nos dijeron. «Acompañadnos a las catacumbas y participad en nuestros cantos e himnos.»

Aquellos vampiros romanos sabían que habíamos destruido la asamblea de París y que habíamos vencido al gran Armand, el dominador de los secretos oscuros. Sin embargo, no nos despreciaban por ello. Al contrario, no lograban entender los motivos de Armand para renunciar a su poder. ¿Por qué no había cambiado la asamblea con el transcurso del tiempo?

En efecto, incluso allí, donde las ceremonias eran tan complicadas y sensuales que me quitaban la respiración, los vampiros, lejos de evitar el contacto con los humanos, no tenían ningún reparo en hacerse pasar por uno de ellos cuando convenía a sus intereses. Lo mismo sucedía con los dos vampiros que habíamos conocido en Venecia y con el puñado de ellos que encontraríamos más adelante en Florencia.

Envueltos en capas negras, se mezclaban con el público de la ópera, deambulaban por los pasillos sombríos de las grandes mansiones durante bailes y banquetes, e incluso, en ocasiones, se sentaban entre el populacho en las tabernas de baja estofa, estudiando muy de cerca a los humanos que les rodeaban. En Roma, más que en ninguna otra parte, esas criaturas tenían por costumbre vestir con la indumentaria de la época de su nacimiento, y, a menudo, iban engalanadas con las joyas y las prendas más espléndidas, regias e imponentes, que lucían majestuosamente cuando querían.

No obstante, pese a todo ello, seguían retirándose a sus hediondos cementerios para pasar el día y seguían huyendo entre alaridos de cualquier símbolo del poder celestial, además de volcarse con feroz abandono en sus espectaculares y aterradores aquelarres.

En comparación con éstos, los vampiros de París habían sido primitivos, bastos e infantiles; sin embargo, terminé por entender que había sido el propio carácter sofisticado y mundano de París lo que había impulsado a Armand y a su grey a apartarse del contacto con los mortales.

Con la secularización de la capital francesa, los vampiros se habían asido a los viejos ritos mágicos; en cambio, los espectros italianos vivían entre humanos de profunda religiosidad cuyas vidas estaban impregnadas del ceremonial católico, de hombres y mujeres que respetaban el mal tanto como respetaban a la Iglesia. En resumen, los ritos antiguos de los vampiros no eran muy distintos a las viejas ceremonias de los italianos mortales, de modo que los espectros se desenvolvían en ambos mundos. Al preguntarles si creían realmente en los ritos antiguos, se encogían de hombros. El aquelarre constituía para ellos un gran placer. ¿Acaso no lo habíamos disfrutado Gabrielle y yo? ¿Acaso no nos habíamos sumado finalmente a la danza?

«Volved siempre que lo deseéis» nos dijeron los vampiros de Roma.

Respecto a lo del Teatro de los Vampiros de París, a aquel gran escándalo que estaba conmocionando a los de nuestra raza por todo el mundo... En fin, eso tendrían que verlo con sus propios ojos para creerlo. Vampiros actuando en un escenario, desconcertando con trucos y mímica a un público de mondes... ¡Todo aquello les parecía terriblemente parisino!, exclamaban entre risas.

Por supuesto, yo tenía en todo instante noticias más directas y concretas sobre el funcionamiento del Teatro. Ya antes de llegar a San Petersburgo, Roget me había remitido allí un largo testimonio de la «destreza» de la nueva trouppe:

Se disfrazan de marionetas de madera a tamaño natural. De las vigas descienden unas cuerdas doradas atadas a sus tobillos, sus muñecas y la parte superior del cráneo, con las que parecen ser manipulados en las danzas más encantadoras. Llevan dos círculos perfectos de carmín en sus blancas mejillas y tienen los ojos muy abiertos, como piezas de cristal. Es increíble la perfección con que simulan ser objetos inanimados.

Pero la orquesta es otra maravilla. Con las caras pálidas y pintadas en el mismo estilo que los actores, los músicos imitan artilugios mecánicos, como si fueran muñecos articulados que, dándoles cuerda, pasaran el arco por sus pequeños instrumentos o soplaran sus pequeñas boquillas produciendo música de verdad.

El espectáculo es tan cautivador que las damas y los caballeros que acuden a él discuten entre ellos sobre si actores y músicos son muñecos o personas de carne y hueso. Los hay que aseguran que todos ellos son de madera y que las voces que surgen de sus bocas son obra de ventrílocuos.

En cuanto a las obras en sí, resultarían terriblemente inquietantes de no estar representadas con tanta belleza y habilidad.

Uno de sus espectáculos más populares presenta al espectro de un vampiro surgiendo de la tumba a través de una plataforma del escenario. La criatura resulta aterradora, con sus harapos, sus cabellos revueltos y sus colmillos. Pero, ¡ay!, el vampiro se enamora enseguida de una mujer marioneta sin darse cuenta de que no está viva. Pero al no encontrar en el cuello de su amada sangre alguna que beber, el pobre vampiro no tarda en morir, en cuyo momento la marioneta revela que sí está viva, pese a ser de madera. Y entonces, con una pérfida sonrisa, lleva a cabo una danza triunfal sobre el cuerpo del vampiro derrotado.

Le aseguro que ver la obra le hiela a uno la sangre. Y, a pesar de ello, el público aplaude y aclama la representación.

En otra breve escena, las marionetas danzantes forman un círculo en torno a una muchacha humana y la engatusan para que se deje atar también con las cuerdas doradas como si fuera otra marioneta. El lamentable resultado es que las cuerdas la obligan a bailar hasta que pierde la vida. La muchacha suplica con gestos elocuentes que la liberen, pero las marionetas de verdad se limitan a reír y a hacer cabriolas mientras ella expira.

La música es sobrenatural. Trae a la memoria las tonadas de los cíngaros en las ferias de pueblo. El director es monsieur de Lenfent, y suele ser el sonido de su violín el que abre la sesión nocturna.

Como abogado de usted, le recomiendo que reclame parte de los beneficios que está consiguiendo esta destacada compañía. Las colas para cada función ocupan un trecho considerable del bulevar.

Las cartas de Roget siempre me inquietaban. Me dejaban con el corazón desbocado. ¿Qué había esperado que hiciera aquella compañía de extraños actores? ¿Por qué me sorprendía su osadía y su inventiva? Los vampiros teníamos el poder para llevar a cabo todo aquello, pero no podía evitar hacerme aquellas preguntas.

Cuando decidí instalarme en Venecia, donde pasé largo tiempo buscando en vano los cuadros de Marius, recibía ya noticias directas de Eleni, cuyas cartas venían escritas con una exquisita habilidad vampírica.

Según me contaba, la compañía era el espectáculo más popular de la noche parisina. De toda Europa habían llegado «actores» para sumarse a ella, y la trouppe había crecido hasta la veintena de componentes, número que ni siquiera una metrópolis como aquella podía
mantener.

«Únicamente son admitidos los artistas más hábiles e inteligentes, aquellos que poseen un talento realmente excepcional, pues lo que valoramos por encima de todo es la discreción. Como bien puedes suponer, no nos gusta el escándalo.»

Respecto a su «Querido Violinista», Eleni escribía sobre él con afecto, afirmando que era la mayor fuente de inspiración para todos, que escribía las obras más ingeniosas y que tomaba éstas de relatos que había leído.

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