Lestat el vampiro (55 page)

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Authors: Anne Rice

De hecho, daba la impresión de que Armand y Nicolás estaban siempre conmigo, no importaba dónde me hallara. Armand, lleno de siniestras advertencias y predicciones; Nicolás, burlándose de mí con el pequeño milagro del amor convertido en odio.

Jamás había necesitado a Gabrielle como en aquel instante, pero ella hacía mucho que me había tomado delantera en nuestro viaje. De vez en cuando, evocaba el recuerdo de cómo eran las cosas antes de que dejáramos París, pero ya no esperaba nada de ella.

En Damasco me aguardaba la contestación de Eleni:

Él te desprecia con la misma intensidad de siempre. Ante la sugerencia de que quizá deberías acudir a su lado, se echa a reír. No te digo estas cosas para que te obsesiones, sino para que sepas que hacemos cuanto podemos para proteger a este joven que jamás debería haber nacido al Reino de las Tinieblas. Está abrumado por sus poderes, desconcertado y enloquecido ante su visión. Los demás ya hemos visto otras veces todo esto y conocemos el lamentable final que le espera.

Pese a todo, este mes ha escrito su mejor obra. Las bailarinas marionetas, sin cuerdas en esta ocasión, son segadas por una epidemia en la flor de su juventud y descansan bajo lápidas y coronas de flores. El sacerdote llora sobre las tumbas antes de marcharse. Entonces llega al cementerio un joven violinista mágico y, mediante su música, consigue que las muchachas se levanten. Vestidas de vampiros con túnicas de seda negra con volantes y cintas de negro satén, salen de las tumbas y bailan alegremente mientras siguen al violinista camino de París, representado por una hermosa estampa pintada en el decorado. El público se muestra entusiasmado. Te aseguro que podríamos dar cuenta de nuestras presas mortales en el escenario, y los parisinos no harían otra cosa que aplaudir, creyendo que se trata del último truco que hemos inventado.

También encontré una carta alarmante de Roget:

París estaba dominado por una locura revolucionaria. El rey Luis se había visto forzado a reconocer a la Asamblea Nacional. Todas las clases populares se estaban uniendo contra él como jamás había sucedido. Roget había mandado un mensajero al sur para que viera a mi familia e intentara determinar el ambiente revolucionario en el campo.

Respondí a ambas misivas con la preocupación y la sensación de impotencia que eran de esperar y, mientras enviaba mis pertenencias a El Cairo, tuvo el presentimiento de que todo aquello en lo que confiaba estaba en peligro. Exteriormente, continuaba mi mascarada como noble viajero sin ningún cambio aparente; por dentro, el demonio cazador de las tortuosas callejas urbanas se sentía callada y secretamente perdido.

Por supuesto, me dije a mí mismo que era importante viajar al sur, a Egipto. Que Egipto era una tierra de antigua grandeza y de maravillas intemporales. Que Egipto me hechizaría y me haría olvidar aquellos sucesos que se producían en París y que no estaba en mi mano cambiar.

Pero mi mente establecía una relación más. Egipto, más que cualquier otra tierra del mundo, era un lugar amante de la muerte.

Finalmente, Gabrielle apareció como un espíritu surgido del desierto de Arabia y zarpamos juntos.

Pasó casi un mes hasta que llegamos a El Cairo, y, cuando encontré mis pertenencias esperándome en la residencia para europeos, había entre ellas un extraño paquete.

Reconocí de inmediato la letra de Eleni, pero no pude imaginar por qué me mandaría un bulto como aquél y me quedé contemplándolo un cuarto de hora seguido, con la mente más en blanco que lo que jamás la había tenido en mi vida.

No había mensaje alguno de Roget.

Me pregunté por qué no habría escrito el abogado. ¿Qué habría en el paquete? ¿Por qué estaba allí?

Finalmente, advertí que llevaba una hora sentado en una habitación entre un montón de maletas y baúles y contemplando un paquete, mientras Gabrielle, que no mostraba ganas de esfumarse todavía, se limitaba a observarme.

—¿Vas a marcharte? —susurré.

—Si tú quieres... —respondió.

Era importante abrir aquello, sí, abrirlo y descubrir de qué se trataba. Sin embargo, me pareció igualmente importante echar un vistazo a la destartalada habitación e imaginar que era la de una posada de pueblo en la Auvernia.

—He soñado contigo —dije en voz alta, con la mirada en el paquete—. He soñado que vagábamos juntos por el mundo, tú y yo, y que los dos éramos serenos y fuertes. He soñado que nos cebábamos en los malhechores como hacía Marius, y, al mirar a nuestro alrededor, sentíamos asombro, pavor y pena ante los misterios que presenciábamos. Pero éramos fuertes. Seguíamos siempre adelante. Y hablábamos. «Nuestra conversación» seguía y seguía...

Rasgué el envoltorio y vi la funda del Stradivarius.

Quise decir algo más, sólo para mí mismo, pero se me hizo un nudo en la garganta. Y mi mente no podía trasmitir mis palabras por sí sola. Alargué la mano y tomé la carta que se había deslizado a un lado sobre la madera pulida.

Como me temía, las cosas han llegado a lo peor. Nuestro Amigo más Viejo, enloquecido por los excesos de Nuestro Violinista, le encarceló finalmente en tu antigua residencia. Y, aunque le dejó en la celda su violín, le cortó las manos.

Con todo, debes saber que, entre nosotros, tales apéndices siempre pueden reinstaurarse. Y las manos en cuestión fueron guardadas en lugar seguro por nuestro Amigo Más Viejo, que dejó sin sustento al herido. Durante cinco noches.

Por último, cuando la acción del grupo entero consiguió de nuestro Amigo Más Viejo que soltara a N. y le devolviera todo cuanto era suyo, el asunto se dio por zanjado.

Pero N., enloquecido por el dolor y el ayuno (pues éste puede alterar por completo el temperamento), se sumergió en un silencio impenetrable y así permaneció un tiempo considerable.

Por fin, acudió a nosotros y habló solamente para decirnos, como haría un mortal, que había puesto en orden todos sus asuntos. Teníamos a nuestra disposición un fajo de obras recién escritas, y, a cambio, debíamos convocar y celebrar con él el antiguo aquelarre en algún lugar del campo, con su hoguera de costumbre. Si no lo hacíamos, convertiría el teatro en su pira funeraria.

Nuestro Amigo Más Viejo accedió solemnemente a sus deseos, y jamás habrás asistido a un aquelarre semejante, pues creo que todos parecíamos aún más infernales con las pelucas y los ropajes finos, con nuestros trajes de baile de vampiros, negros y llenos de volantes, formando el viejo círculo y entonando los viejos cánticos con el desparpajo de unos actores.

«Deberíamos haberlo celebrado en el bulevar» dijo él. «Pero, tened; enviad esto a mi creador», y puso en mis manos el violín. Nos pusimos a bailar, todos nosotros, para provocar al habitual frenesí, y creo que jamás nos sentimos más emocionados, más aterrados, más tristes. Y él se lanzó a las llamas.

Sé cuánto te afligirá esta noticia, pero entiende bien que hemos hecho lo posible para que esto no sucediera. Nuestro Amigo Más Viejo estaba amargado y afligido. Y creo que deberías saber que, a nuestro regreso a París, descubrimos que N. había ordenado poner oficialmente al local el nombre de Teatro de los Vampiros, y que estas palabras ya habían sido puestas como un rótulo en la fachada. Como sus mejores obras siempre habían tenido vampiros y hombres lobos y otras criaturas sobrenaturales, el público considera muy divertido este nuevo nombre y nadie ha exigido que se cambiara. En el París de estos días resulta, sencillamente, una buena ocurrencia.

Horas más tarde, cuando por fin bajé la escalera y salí a la calle, vi en las sombras un fantasma pálido y adorable, la imagen de una joven exploradora francesa de sucias ropas blancas y botas de cuero marrones, con un sombrero de paja cubriéndole los ojos.

Reconocí quién era, por supuesto, y que una vez nos habíamos amado, ella y yo. Pero en aquel momento era algo que apenas podía recordar o creer de verdad.

Creo que quise decirle algo mezquino, algo que la hiriera y la impulsara a alejarse de mí. Pero cuando se acercó y dio unos pasos a mi lado, no dije nada. Me limité a dejarle la carta para no tener que cambiar palabra. Y ella la leyó y la guardó, y luego pasó el brazo en torno a mí como solía hacer tanto tiempo atrás, y echamos a andar juntos por las negras calles.

Un olor a muerte y a fuegos de cocinas, a arena y a excrementos de camello. Un olor egipcio. El olor de un lugar que ha permanecido igual durante seis mil años.

—¿Qué puedo hacer por ti, querido mío? —susurró.

—Nada —respondí.

Era yo quien lo había hecho, quien había seducido a Nicolás, quien le había hecho lo que era, quien le había dejado allí. Y era yo quien había trastocado el camino que podría haber seguido su vida. Y así, esa existencia, sumida en la tenebrosa oscuridad y apartada de su curso humano, terminaba en esto.

Más tarde, Gabrielle guardó silencio mientras yo escribía mi mensaje a Marius en la pared de un antiguo templo. Expuse el fin de Nicolás, el violinista del Teatro de los Vampiros, y tallé mis palabras con la misma profundidad con que lo habría hecho un artesano egipcio. Un epitafio para Nicolás, una lápida en el olvido que tal vez nunca leyera o entendiera nadie.

Resultaba extraño tenerla conmigo. Extraño tenerla de pie a mi lado hora tras hora.

—No volverás a Francia, ¿verdad? —me preguntó por último—. No volverás por lo que le hizo, ¿verdad?

—¿Por lo de las manos? —dije yo—. ¿Por lo de amputarle las manos?

Gabrielle me miró, y su rostro se petrificó como si una conmoción le hubiera robado toda expresión. Pero ella había leído la carta. Lo sabía. ¿A qué venía esa conmoción? A mi manera de decirlo, tal vez...

—¿Pensabas que volvería para vengarme?

Ella asintió con un titubeo. No deseaba meterme tal idea en la cabeza.

—¿Cómo iba a hacerlo? —continué—. Sería una hipocresía, ¿no crees?, cuando dejé allí a Nicolás contando con que ellos harían lo que tuviera que hacerse...

Los cambios del rostro de Gabrielle eran demasiado sutiles para ser descritos. No me gustaba ver tanto sentimiento en sus facciones. No era propio de ella.

—Lo cierto es que el pequeño monstruo intentaba ayudar haciendo eso, ¿no crees?, cortándole las manos. Debió ser todo un problema para él, en realidad, cuando habría podido quemar a Nicolás con toda facilidad sin ni siquiera pestañear.

Gabrielle asintió, pero advertí su aspecto abatido y, al tiempo, quería la suerte que también hermoso.

—Eso es lo que he pensado —murmuró—, pero no he creído que tú opinaras lo mismo.

—¡Bah!, soy lo bastante monstruo para entenderlo —respondí—. ¿No recuerdas lo que me dijiste hace años, antes de que ninguno de los dos dejara nuestro hogar? Lo dijiste el mismo día en que Nicolás subió a la montaña con los comerciantes para regalarme la capa roja.

Me contaste que su padre estaba tan enfadado con él por tocar el violín, que le había amenazado con romperle las manos. ¿Crees que, de algún modo, encontramos nuestro destino suceda lo que suceda? Quiero decir, ¿no crees que, incluso como inmortales, seguimos un camino que ya teníamos marcado cuando estábamos vivos? Imagínalo: el amo de la asamblea le cortó las manos.

Durante las noches siguientes, quedó claro que Gabrielle no quería dejarme solo, y me di cuenta de que se habría quedado conmigo por el asunto de la muerte de Nicolás, no importaba dónde estuviéramos. Con todo, la circunstancia de hallarnos en Egipto no resultaba indiferente. Ayudaba a su decisión el hecho de que amaba aquellas ruinas y monumentos como no había amado nunca nada.

Tal vez la gente tenía que llevar muerta seis mil años para despertar su amor. Pensé en decírselo, en burlarme un poco de ella con el comentario, pero la idea pasó simplemente por mi cabeza y se desvaneció. Aquellos monumentos eran tan viejos como las montañas que ella amaba. El Nilo había corrido por la imaginación del hombre desde el comienzo de los tiempos.

Escalamos las pirámides juntos, subimos a las patas de la Esfinge gigante. Revisamos inscripciones de antiguos fragmentos de losas. Estudiamos momias que se podían comprar por una miseria a los ladrones, fragmentos de cerámica antigua, piezas de joyería y cristales. Dejamos que el agua del río corriera entre nuestros dedos y salimos de caza a dúo por las estrechas callejas de El Cairo, y entramos en los burdeles a reclinarnos en los almohadones y ver bailar a los muchachos y oír a los músicos tocando una música cálida y erótica que, por un momento, ahogaba el lamento del violín que sonaba en mi cabeza en todo instante.

Me descubrí incorporándome y poniéndome a bailar desenfrenadamente aquellas tonadas exóticas, imitando las ondulaciones de los que me animaban a seguir, hasta perder todo sentido del tiempo y de la razón bajo el quejido de los cuernos y el punteo de los laúdes.

Gabrielle permanecía sentada, quieta, sonriente, con el ala de su manchado sombrero de paja blanco cubriéndole los ojos. Ya no nos hablábamos. Ella era sólo una especie de belleza pálida y felina, de mejillas manchadas de barro, que vagaba por la noche eterna a mi lado. Con el gabán ceñido por un grueso cinturón de cuero y el cabello en una trenza a la espalda, caminaba con la prestancia de una reina y la lasitud de un vampiro, la curva de su mejilla luminosa en la oscuridad, su pequeña boca un capullo de rosa roja. Encantadora y, sin duda, destinada a desvanecerse muy pronto de nuevo.

No obstante, continuó conmigo incluso cuando alquilé una lujosa pequeña residencia, en otro tiempo casa de un mameluco, con suelos de espléndidos azulejos y refinados tapices colgando de los techos. Incluso me ayudó a llenar el patio de buganvillas y palmeras y todo tipo de plantas tropicales hasta convertirlo en una pequeña jungla de verdor. Gabrielle se encargó espontáneamente de traer las jaulas con los loros y golondrinas y brillantes canarios.

Incluso, de vez en cuando, hacía un gesto de comprensivo asentimiento cuando me oía murmurar que no había cartas de París y me veía frenético ante la ausencia de noticias.

¿Por qué no me escribía Roget? ¿Había estallado París en disturbios y revueltas? Bien, tal cosa no alcanzaría a mis parientes en la alejada Auvernia. ¿O sí? Pero, ¿le habría sucedido algo a Roget? ¿Por qué no escribía?

Gabrielle me pidió que fuera río arriba con ella. Yo quería esperar una posible carta, quedarme a preguntar a los viajeros ingleses, pero accedí. Al fin y al cabo, ya era bastante notable que me quisiera por acompañante. A su manera, se estaba ocupando de mí.

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