Lestat el vampiro (59 page)

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Authors: Anne Rice

Con cierta sorpresa, advertí que no había allí nadie que pudiera haber corrido el pestillo o abierto la puerta. Marius se volvió, miró hacia la puerta, y ésta se cerró de nuevo.

—Corre ese pestillo —me indicó.

Me pregunté por qué no lo movía como había hecho con todo lo demás, pero le obedecí de inmediato.

—De esta manera es mucho más fácil —comentó, y en su rostro apareció una ligera expresión de burla—. Te acompañaré a la habitación donde podrás dormir tranquilo. Después, ven a verme cuando quieras.

No pude oír a nadie más en la casa. Pero allí habían estado unos mortales, de eso estaba seguro. Podía captar su olor aquí y allá. Y las antorchas llevaban sólo un rato encendidas.

Subimos por una pequeña escalera a la derecha, y, cuando entramos en la estancia que me había sido asignada, me quedé pasmado.

Era una cámara enorme, con toda una pared abierta a una terraza de barandilla de piedra que colgaba sobre el mar.

Volví la cabeza, pero Marius se había ido ya. Había partido con su bolsa, pero, en una mesa de piedra en mitad de la estancia, encontré el violín de Nicolás y mi valija.

Al reconocer el instrumento, me recorrió un escalofrío de tristeza y de alivio, pues ya temía haberlo perdido definitivamente.

En la cámara había bancos de piedra, una lámpara de aceite encendida en un pedestal y, en un rincón, un par de sólidas puertas de madera.

Me acerqué a ellas, las abrí y descubrí un pequeño pasadizo que doblaba bruscamente en ángulo recto. Detrás del recodo había un sarcófago con una tapa sin adornos. Estaba tallado en diorita, una de las piedras más duras de la naturaleza, a mi entender. La tapa resultaba inmensamente pesada, y, cuando examiné el interior, vi que estaba blindada con planchas de hierro y que contenía un pestillo que podía cerrarse desde dentro.

En el fondo del sarcófago había varios objetos brillantes. Al levantarlos, despidieron unos reflejos casi mágicos bajo la luz que se filtraba hasta allí.

Había una máscara dorada de rasgos delicadamente tallados, con los labios cerrados y unas pequeñas aperturas en los ojos, sujeta a una capucha confeccionada con láminas de oro batido dispuestas como pequeñas tejas. La máscara era pesada, pero la capucha resultaba muy ligera y flexible; cada lámina iba atada a las vecinas mediante un hilo de oro. Y también había un par de guantes de piel cubiertos completamente de otras láminas de oro de menor tamaño, como las escamas de un pez. Por último, el sarcófago contenía asimismo una gran manta doblada, de la más suave lana roja, con nuevas láminas de oro, de mayor tamaño, cosidas en una de las caras.

Advertí que, si me ponía aquella máscara y aquellos guantes —y si me cubría con la manta—, quedaría perfectamente protegido de la luz si alguien abría el sarcófago durante mi sueño.

Pero era improbable que nadie llegara hasta el sarcófago. Y las puertas de aquellas cámara en forma de L también estaban forradas de hierro, y tenían otro pestillo de metal para cerrar por dentro.

Pese a ello, aquellos objetos misteriosos poseían un encanto. Me complació tocarlos y me imaginé poniéndomelos para dormir. La máscara me recordó las que simbolizaban en Grecia la comedia y la tragedia.

Todo aquello recordaba la sepultura de un rey.

Dejé los objetos, un poco a regañadientes.

Volví a la estancia de la terraza, me quité la ropa que había llevado durante mis noches bajo tierra en El Cairo y me puse prendas limpias. Me sentí bastante absurdo allí plantado, en aquel lugar intemporal, vestido con una levita azul violácea con botones de perlas y la habitual camisa de encaje, y con unos zapatos de satén con diamantes en las hebillas, pero ésa era la única indumentaria que tenía. Me até el cabello a la nuca con un lazo negro, como un buen gentilhombre del siglo XVIII, y fui en busca del amo de la casa.

2

Encontré antorchas encendidas por toda la casa. Las puertas estaban abiertas, igual que las ventanas que se asomaban al firmamento y al mar. Y, mientras dejaba atrás la desierta escalera que conducía a la cámara, me di cuenta de que, por primera vez en mi vagar, me hallaba en el seguro refugio de un ser inmortal, con provisiones y con todo lo que un ser inmortal podía desear.

Pude admirar magníficas urnas griegas dispuestas sobre pedestales en los pasillos y grandes estatuas de bronce procedentes de Oriente que me contemplaban desde sus hornacinas. Plantas delicadas florecían en todas las ventanas y terrazas abiertas al cielo. Espléndidas alfombras traídas de la India, de China y de Persia cubrían los suelos de mármol bajo mis pies.

Descubrí enormes animales disecados en actitudes casi naturales: el oso pardo, el león, el tigre, incluso el elefante plantado en una cámara para él solo, lagartos del tamaño de dragones, aves de presa posadas en unas ramas secas dispuestas para que parecieran surgir de un tronco real.

Pero todo ello quedaba dominado por los murales de brillantes colores que cubrían todas las superficies, desde el suelo hasta el techo.

En una cámara había una escena oscura y vibrante del desierto de Arabia quemado por el sol, con una caravana de camellos y mercaderes con turbante exquisitamente detallada avanzando por la arena. En otra estancia, cobró vida a mi alrededor una jungla lujuriante de flores tropicales minuciosamente reproducidas, lianas y hojas de cuidado dibujo.

La perfección del efecto óptico me asombró y me sedujo. Y, cuanto más estudiaba las imágenes, más cosas veía.

Aquella estampa de la jungla estaba repleta de criaturas: insectos, pájaros, gusanos en el suelo..., un millón de aspectos de la escena que, finalmente, me produjeron la sensación de que me había deslizado fuera del tiempo y del espacio, de que me había sumergido en algo más que una pintura. Y, sin embargo, todo estaba allí, plano sobre la pared.

Sentí que la cabeza me daba vueltas. Allí donde miraba, las paredes me ofrecían nuevas imágenes. No podría describir en palabras algunos de los tonos y matices de color que vi.

En cuanto al estilo de todas aquellas pinturas, me desconcertó, a la vez que me complacía. La técnica parecía absolutamente realista, con el uso de las proporciones y recursos clásicos que se encuentran en todos los pintores del Renacimiento tardío, da Vinci, Rafael, Miguel Ángel, así como de artistas de épocas más recientes, como Wateau y Fragonard. El empleo de la luz era espectacular. Bajo mi mirada, las criaturas vivientes parecían respirar.

Pero los detalles... Aquellos detalles no podían ser realistas ni guardar proporción. Sencillamente, había demasiados monos en la selva, demasiados escarabajos en las hojas. En una estampa de un cielo estival aparecían miles de pequeños insectos.

Llegué a una espaciosa galena, abarrotada a ambos lados por hombres y mujeres pintados en las paredes, y estuve a punto de lanzar un grito. Había allí figuras de todas las épocas: beduinos, egipcios, griegos y romanos, caballeros de armadura y campesinos y reyes y reinas. Había gentes del Renacimiento con casacas y polainas, el Rey Sol con su inmensa peluca rizada, y, finalmente, personas de nuestra época.

Pero, también allí, los detalles me hicieron pensar que lo estaba imaginando todo: las gotitas de agua condensadas en una capa, el corte en una mejilla, la araña medio aplastada bajo una lustrosa bota de cuero.

Me eché a reír. Pero aquello no era divertido; era, simplemente, delicioso. Me eché a reír sin parar.

Tuve que obligarme a salir de aquella galería, y lo único que me dio la fuerza de voluntad necesaria fue la visión de una biblioteca, radiante de luz.

Muros y muros de libros y manuscritos en rollos, enormes esferas terráqueas refulgentes en sus soportes, bustos de los dioses y diosas de la antigua Grecia, grandes mapas desplegados.

Periódicos en todas las lenguas estaban amontonados sobre unas mesas, y, por todas partes, había profusión de curiosos objetos. Fósiles, manos momificadas, caparazones exóticos, ramilletes de flores secas, figurillas y fragmentos de esculturas antiguas, jarrones de alabastro cubiertos de jeroglíficos egipcios.

Y en el centro de la biblioteca, repartidos entre las mesas y las vitrinas, había cómodos sillones con escabeles, candelabros y lámparas de aceite.

En realidad, la impresión que producía la sala era de relajado desorden, de muchas horas de puro disfrute, de un lugar en extremo humano. Saberes humanos, objetos humanos, sillones en los que podrían sentarse humanos.

Me quedé allí largo rato, echando un vistazo a los títulos latinos y griegos. Me sentía un poco ebrio, como si hubiera topado con un mortal cuya sangre contuviera un exceso de vino.

Pero tenía que encontrar a Marius. Dejé atrás la biblioteca, bajé una corta escalera y crucé otro pasillo cubierto de murales hasta salir a otra sala aún mayor, que también estaba inundada de luz.

Antes ya de entrar en ella, escuché el canto de los pájaros y aprecié el perfume de las flores. Y luego me encontré perdido en una jungla de jaulas. Allí no sólo había aves de todos los tamaños y colores, sino también monos y babuinos, y todos parecían haberse vuelto locos en sus pequeñas prisiones mientras yo deambulaba entre ellas.

Plantas en macetas crecían apretadas contra las jaulas: helechos y plataneras, rosales, margaritas, jazmines y otras flores vespertinas de dulces fragancias. Había orquídeas blancas y púrpuras, plantas carnívoras que atrapaban insectos en su seno y arbolillos rebosantes de melocotones, limones y peras.

Cuando emergí por fin de aquel pequeño edén, me encontré en una sala de esculturas igual a cualquier galería del Museo Vaticano. Y vislumbré otras cámaras anejas rebosantes de pinturas, de muebles y accesorios orientales, de juguetes mecánicos.

Por supuesto, ya no me detenía ante cada objeto o cada nuevo descubrimiento. Apreciar cuanto contenía la casa me habría llevado toda una vida mortal.

Continué adelante. No sabía adonde iba, pero comprendí que se me permitía admirar todas aquellas cosas.

Finalmente, escuché el inconfundible sonido de Marius, aquel potente y rítmico latido del corazón que había oído en El Cairo. Y me dirigí hacia él.

3

Penetré en un salón dieciochesco brillantemente iluminado. Los muros de piedra estaban recubiertos de refinados paneles de madera de palisandro con espejos enmarcados que se alzaban hasta el techo. Observé los habituales arcones pintados, los sillones tapizados, los cuadros de paisajes oscuros y frondosos, los relojes de porcelana. Vi una pequeña colección de libros en unos armarios de puertas de cristal y un periódico de fecha reciente sobre una mesilla, junto a un sillón con mantelillos de brocado en los brazos.

Unas puertas corredizas altas y estrechas daban paso a la terraza de piedra, donde una hilera de azucenas y rosas rojas perfumaban el ambiente.

Y allí, de espaldas a mí y apoyado en la barandilla, había un hombre del siglo XVIII.

Cuando se volvió y me indicó con un gesto que saliera a la terraza, vi que era Marius.

Iba vestido igual que yo. La levita era roja, no violácea, y los encajes eran de Valenciennes, no de Bruselas, pero llevaba el mismo estilo de ropa, el lustroso cabello recogido en la nuca con una cinta oscura como yo, y no parecía en absoluto tan etéreo como Armand, sino que daba el aspecto de una superpresencia, de un ser de blancura y perfección imposibles, que, sin embargo, estaba relacionado con todo el que le rodeaba: con las ropas que llevaba, con la barandilla de piedra donde tenía la mano, incluso con el momento mismo en que una nubécula pasó ante la brillante media luna.

Saboreé aquel instante, el hecho de que aquel ser y yo nos dispusiéramos a hablar, de estar allí realmente. Mi cabeza aún estaba tan despejada como en el barco. Seguía sin sentir la sed y me di cuenta de que era su sangre corriendo por mis venas lo que me mantenía. Todos los viejos misterios se concentraban en mi interior, despertándome y aguzando mi mente. ¿Estarían en algún rincón de la isla aquellos a quienes se llamaba Los Que Deben Ser Guardados? ¿Conocería por fin la respuesta a aquél y a tantos otros interrogantes?

Avancé hasta la barandilla y me detuve al lado de Marius, con la vista fija en el mar. Sus ojos estaban clavados en una isla a apenas media milla de la costa, a nuestros pies. Estaba escuchando algo que yo no podía oír. Y el costado de su rostro, bañado por la luz que surgía de las puertas abiertas a nuestra espalda, producía la espantosa sensación de ser de piedra.

No obstante, le vi volverse de inmediato hacia mí con una expresión de alegría; su liso rostro adquirió por un instante una vitalidad imposible y, a continuación, me pasó el brazo alrededor de los hombros y me condujo de nuevo al interior del salón.

Caminaba con el mismo ritmo que un mortal, con el paso ligero pero firme y desplazando el cuerpo por el espacio con toda normalidad.

Me guió hasta un par de sillones colocados frente a frente y allí tomamos asiento. Estábamos más o menos en el centro de la estancia. La terraza quedaba a la derecha y contábamos con una clara iluminación gracias a la lámpara del techo y a la decena larga de candelabros y brazos de luz instalados en las paredes forradas de madera.

Todo aquello parecía muy normal, muy civilizado. Y Marius se instaló con evidente comodidad entre los cojines de brocado, curvando los dedos en torno a los brazos del sillón.

Al sonreír, su aspecto se hizo totalmente humano. En su rostro surgieron todas las arrugas, toda la expresividad de un rostro humano, hasta que la sonrisa se desvaneció de nuevo.

Traté de no mirarle, pero no pude evitarlo.

Y en sus facciones apareció un aire malévolo.

El corazón me dio un vuelco.

—¿Qué te sería más fácil —me preguntó en francés—, que yo te dijera por qué te he traído aquí, o que tú me explicaras por qué querías verme?

—Bueno, prefiero lo primero —respondí—. Que hables tú.

Con una risa blanda y conciliadora, Marius continuó:

—Eres una criatura notable. No esperaba que te metieras bajo tierra tan pronto. La mayoría de nosotros experimenta su primera muerte mucho más tarde: cuando ya tienen un siglo de existencia, incluso dos.

—¿La primera muerte? ¿Quieres decir que es habitual... refugiarse bajo tierra como lo he hecho yo?

—Entre los que sobreviven, es habitual. Morimos. Volvemos a vivir. Los que no se entierran durante ciertos períodos de tiempo, no suelen durar mucho.

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