Lestat el vampiro (60 page)

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Authors: Anne Rice

La revelación me había asombrado, pero parecía muy coherente. Y me embargó el terrible pensamiento de que si Nicolás se hubiera enterrado en lugar de arrojarse a las llamas... Pero no era el momento para pensar en Nicolás. Si lo hacía, empezaría a lanzar preguntas inútiles a mi interlocutor: ¿Estaba Nicolás en alguna parte? ¿Había dejado de existir? ¿Y mis hermanos? ¿Estaban ellos también en alguna parte o, sencillamente, habían cesado de existir?

—Pero no debería haberme sorprendido tanto de que, en tu caso, sucediera cuando ha sucedido —continuó hablando como si no hubiera oído mis pensamientos, o no quisiera aludir a ellos todavía—. Has perdido demasiado de lo que te era más preciado. Habías visto y aprendido muchas cosas muy deprisa.

—¿Cómo sabes lo que me ha sucedido? —quise saber.

Volvió a sonreír. Casi lanzó una carcajada. El calor que emanaba de él, la sensación de proximidad, resultaban desconcertantes. Su manera de hablar era animada y absolutamente normal. Es decir, hablaba como un francés bien educado.

—No te doy miedo, ¿verdad? —preguntó.

—No creo que quieras causármelo —respondí.

—Tienes razón. —Con un gesto informal, prosiguió—: Pero tu aplomo resulta, con todo, bastante sorprendente. Para responder a tu pregunta, sé cosas que le suceden a nuestra raza por todo el mundo. Y, para ser sincero, no siempre entiendo cómo o por qué las sé. Es un poder que, como todos los nuestros, aumenta con la edad, pero sigue siendo inconsistente, difícilmente controlable. Hay momentos en que puedo escuchar lo que les sucede a los de nuestra especie en Roma e incluso en París. Y, cuando alguien me llama como tú lo has hecho, puedo captar su llamada desde distancias asombrosas. Y puedo encontrar el origen de la llamada, como has podido comprobar por ti mismo.

»Pero la información me llega también por otras vías. Sé de los mensajes que me has dejado por las paredes de media Europa, porque los he leído. Y he oído hablar de ti a otros. Y, a veces, hemos estado cerca, más cerca de lo que puedas imaginar, y he oído tus pensamientos. Por supuesto, también en este momento puedo escucharlos, como sin duda podrás advertir, pero prefiero comunicarme por medio de palabras.

—¿Y eso? —quise saber—. Pensaba que los antiguos prescindirían por completo de la palabra oral.

—Los pensamientos son imprecisos —explicó él—. Si te abro mi mente, no puedo controlar realmente lo que puedas leer en ella. Y, si soy yo quien lee en la tuya, es posible que malinterprete lo que vea u oiga. Prefiero utilizar el lenguaje hablado y dejar que mis facultades mentales se expresen a través de él. Me gusta la alarma del sonido para anunciar mis comunicaciones importantes. Me gusta que se reciba mi voz. Y me desagrada penetrar en los pensamientos de otro sin advertencia. Para ser totalmente sincero, creo que el lenguaje es el mayor don que comparten mortales e inmortales.

No supe qué responder a ello. De nuevo, el razonamiento parecía absolutamente coherente. No obstante, me encontré moviendo la cabeza en gesto de negativa.

—Y tus gestos...—dije—. Tú no te mueves como Armand o Magnus, como yo creía que todos los antiguos...

—¿Quieres decir como un fantasma? ¿Por qué iba a hacerlo? —replicó Marius con una nueva risa suave que me hechizó. Se echó un poco hacia atrás en el sillón y dobló la rodilla hasta apoyar el pie en el cojín del asiento, como haría un hombre en su estudio privado.

—Desde luego, hubo un tiempo en que todo esto era muy interesante para mí —comentó—. Deslizarme sobre el suelo produciendo la impresión de no dar pasos, colocarme en posturas que resultan incómodas o imposibles para los mortales. Volar distancias cortas y posarme en tierra sin el menor sonido. Mover objetos por mera voluntad. En realidad, al final, todo ello resulta basto. Los movimientos humanos poseen elegancia. Hay sabiduría en la carne, en el modo en que hace las cosas el cuerpo humano. Me gusta el ruido de mis pies al tocar el suelo, el tacto de los objetos entre mis dedos. Además, mover las cosas por pura fuerza de voluntad y volar, incluso distancias cortas, resulta extenuante. Como has visto, puedo hacerlo cuando es necesario, pero es mucho más sencillo utilizar las manos para hacer las cosas.

Sus palabras me complacieron y no traté de ocultarlo.

—Un cantante puede hacer añicos un vaso si logra dar el agudo preciso —añadió—, pero la manera más fácil de romper ese vaso es, simplemente, dejarlo caer al suelo.

Esta vez, me reí abiertamente.

Empezaba a acostumbrarme a los cambios que experimentaba su rostro, entre la expresividad y la inmovilidad perfecta como la de una máscara, y a la sostenida vitalidad de su mirada, que unía ambas. La impresión que producía seguía siendo la de equilibrio y franqueza, la de una persona de desconcertantes belleza y percepción.

Pero a lo que no lograba habituarme era a aquella sensación de presencia, de que algo inmensamente poderoso, peligrosamente poderoso, estaba allí, contenido y muy próximo.

De pronto, me sentí un poco agitado, un poco abrumado. Y me entró un inexplicable deseo de llorar.

Marius se inclinó hacia adelante y me rozó con los dedos el revés de la mano y me recorrió un estremecimiento. Estábamos conectados por aquel contacto. Y, aunque su piel era sedosa como la de todos los vampiros, era menos flexible. Era como si me tocara una mano de piedra en guante de seda.

—Te he traído aquí porque quiero contarte lo que sé —declaró—. Quiero compartir contigo todos los secretos que poseo. Por varias razones, has atraído mi interés.

Me sentí fascinado y percibí la posibilidad de un amor irresistible.

—Pero te advierto que en ello hay un peligro —continuó—. Yo no poseo las respuestas definitivas. No puedo decirte quién hizo el mundo o por qué existe el hombre. Ni sé decirte la razón de que exista nuestra especie. Lo único que puedo hacer es revelarte más cosas acerca de nosotros de las que nadie te ha explicado hasta ahora. Puedo mostrarte a Los Que Deben Ser Guardados y decirte lo que sé de ellos. Puedo decirte por qué razón, creo, he logrado sobrevivir tanto tiempo. Tal vez este conocimiento te cambie en algo. Supongo que eso es lo que hace siempre, en realidad, cualquier conocimiento...

—Sí...

—Pero cuando te haya dado todo lo que tengo para darte, seguirás estando exactamente como antes: seguirás siendo un ser inmortal que deberá hallar sus propias razones para existir.

—Sí, razones para existir —repetí. Mi voz sonó un poco amarga, pero me gustó oír pronunciar de aquel modo las palabras.

Con todo, al mismo tiempo, tenía la lúgubre sensación de ser una criatura hambrienta y depravada a la que iba muy bien una existencia sin propósitos; de ser un vampiro poderoso que siempre conseguía todo lo que quería, por encima de todos y de todo. Me pregunté si Marius se daba cuenta de lo absolutamente terrible que yo era.

La razón para matar era la sangre.

Aceptado. La sangre y el puro éxtasis de la sangre. Y sin ella, éramos pellejos como yo había sido bajo la tierra egipcia.

—Recuerda bien mi advertencia de que las circunstancias seguirán siendo las mismas después. Sólo tú puede que cambies. Tal vez salgas de aquí más ignorante que cuando has entrado.

—¿Pero por qué has decidido revelarme estas cosas? —le pregunté—. Sin duda, otros vampiros te habrán buscado. Debes saber dónde está Armand, ¿no?

—Como te he dicho, tengo varias razones —contestó—. Y, probablemente, la principal es el modo en que me buscaste. Muy pocos seres buscan de verdad el conocimiento en este mundo. Mortales o inmortales, son escasos los que hacen preguntas. Al contrario, casi todos intentan extraer de lo desconocido las respuestas a las que ya han dado forma en sus propias mentes; justificaciones, confirmaciones, formas de consuelo sin las cuales serían incapaces de continuar adelante. Preguntar de verdad es abrir la puerta al torbellino. La respuesta puede aniquilar a la vez la pregunta y a quien la hace. Pero tú te has estado haciendo preguntas de verdad desde que dejaste París, hace diez años.

Comprendí lo que me decía, pero sólo inconexamente.

—Tienes pocos prejuicios formados —prosiguió—. En realidad, me asombras porque haces las cosas tan extraordinariamente simples. Sólo quieres un objetivo. Sólo buscas amor.

—Cierto —dije con un leve encogimiento de hombros—. Bastante vulgar, ¿no?

Marius lanzó otra de sus leves risas:

—No. Nada de eso. Es como si los dieciocho siglos de civilización occidental hubieran producido un inocente.

—¿Inocente? No te estarás refiriendo a mí, ¿verdad?

—En este siglo se habla mucho del buen salvaje —me explicó—, de la fuerza corruptora de la civilización y de que debemos encontrar el modo de volver a la inocencia que hemos perdido. Pues bien, todo eso no es, en realidad, más que una serie de tonterías. Los pueblos auténticamente primitivos pueden ser monstruosos en sus creencias y expectativas. No les cabe en la cabeza el concepto de inocencia. Y tampoco a los niños. En cambio, la civilización ha creado, al menos, hombres que se comportan con tal inocencia. Por primera vez, miran a su alrededor y se dicen: «¿Qué diablos es todo esto?».

—Tienes razón, pero yo no soy inocente. Impío, tal vez —repliqué—. Procedo de gentes sin Dios, y me alegro de ello. Pero sé qué son el bien y el mal de una manera muy práctica, y soy Tifón, el asesino de su hermano, no el matador de Tifón, como debes saber.

Marius asintió enarcando levemente las cejas. Él ya no tenía que sonreír para parecer humano. Ahora, podía ver en él una expresión de emoción aunque no hubiera una sola arruga en su rostro.

—Pero tampoco buscas ningún sistema de valores para justificarlo —afirmó—. A eso me refiero cuando hablo de inocencia. Eres culpable de matar mortales porque has sido creado como un ser que se alimenta de sangre y de muerte, pero no eres culpable de mentir, de crear grandes esquemas de pensamientos lóbregos y maléficos en tu cabeza.

—Eso es cierto.

—Carecer de dios es, probablemente, el primer paso para la inocencia, para despojarse del sentimiento de culpa y de subordinación, de la falsa pena por las cosas que, supuestamente, se han perdido.

—¿De modo que eso entiendes por inocencia: no la ausencia de experiencia, sino la ausencia de artificios engañosos?

—La ausencia de necesidad de artificios —me corrigió—. El amor y el respeto por lo que tienes delante de los ojos.

Lancé un suspiro. Me eché hacia atrás en el sillón pensando en lo que acababa de oír, en qué tenía que ver aquello con Nicolás y con lo que éste decía de la luz, siempre la luz. ¿Se refería a esto?

Marius también parecía meditabundo. Seguía recostado en el sillón como había permanecido desde el principio de la conversación y tenía la mirada perdida en el cielo nocturno más allá de las puertas abiertas. Tenía los ojos entrecerrados y la boca un poco tensa.

—Pero lo que me ha atraído de ti no ha sido sólo tu espíritu animoso, tu honestidad, si lo prefieres. También ha sido el modo en que pasaste a ser uno de nosotros.

—Entonces, también sabes todo eso...

—Sí, todo —asintió, sin darle importancia—. Has sido hecho vampiro al final de una era, en un momento en que el mundo se enfrenta a unos cambios inimaginables. Lo mismo sucedió en mi caso. Yo nací y crecí entre los hombres en una época en que
el
mundo antiguo, como hoy lo llamamos, estaba llegando a su final. Las viejas creencias estaban agotadas y un nuevo dios estaba a punto de surgir.

—¿Qué época fue ésa? —inquirí, excitado.

—La de César Augusto, cuando Roma acababa de convertirse en imperio y la fe en los dioses había muerto como expresión de elevados ideales.

Le dejé ver la sorpresa y el placer que inundaban mi rostro. Ni por un instante dudé de sus palabras. Me llevé una mano a la cabeza como para recobrar la serenidad perdida, pero él continuó hablando:

—La gente corriente de esa época creía en la religión como la gente de hoy. Para ellos era una costumbre, una superstición, una magia elemental, el uso de unas ceremonias cuyos orígenes se perdían en la antigüedad, igual que sucede hoy. Pero el mundo de los que creaban ideas, de los que gobernaban y hacían avanzar el curso de la historia, era un lugar sin fe y desesperadamente sofisticado como el de la Europa de los tiempos actuales.

—Así me pareció mientras leía a Cicerón, a Ovidio y a Lucrecio —murmuré.

El asintió y se encogió de hombros ligeramente.

—La humanidad ha tardado dieciocho siglos en volver al escepticismo, al nivel de sentido práctico de esos tiempos. Pero la historia no se repite en absoluto, esto es lo más sorprendente.

—¿A qué te refieres?

—¡Mira a tu alrededor! En Europa están sucediendo cosas absolutamente nuevas. El valor que se otorga a la vida humana es superior al de cualquier otra época. A la sabiduría y a la filosofía se unen nuevos descubrimientos en las ciencias, nuevos inventos que modificarán completamente el modo de vida de los humanos. Pero ésta es otra historia distinta. Es el futuro. A lo que me quiero referir ahora es a que has nacido en el punto de ruptura del viejo modo de ver las cosas. Igual me sucedió a mí. Has aparecido de una época sin fe y, sin embargo, no eres cínico. Lo mismo pasó conmigo. Los dos hemos surgido de una grieta entre la fe y la desesperación, por llamarlo así.

Y Nicolás, pensé, había caído en aquella grieta y había perecido.

—Ésa es la razón de que tus preguntas sean distintas a las de quienes han nacido a la inmortalidad bajo el Dios cristiano.

Recordé la conversación con Gabrielle en El Cairo. Nuestra última conversación. Yo mismo le había dicho que ésta era mi fuerza.

—Precisamente —asintió él—. Así pues, tú y yo tenemos eso en común. Nos hicimos adultos sin esperar gran cosa de los demás. Y el peso de la conciencia, por terrible que fuese, siempre fue algo privado.

—¿Pero fue bajo el Dios cristiano, en los primeros tiempos de ese Dios cristiano, cuando tú..., cuando tú «naciste a la inmortalidad», según tu propia expresión?

—No —replicó Marius con un asomo de disgusto—. Nosotros nunca hemos servido al Dios cristiano. Puedes quitarte desde este momento esa idea de la cabeza.

—Pero, ¿y las fuerzas del bien y del mal representadas en los nombres de Cristo y Satán?

—Repito que nada, o muy poco, tienen que ver con nosotros.

—Pero seguro que el concepto de mal, de alguna forma...

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