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Authors: Anne Rice

Lestat el vampiro (24 page)

—En cuanto a Nicolás —añadí—, le convencerá usted de que viaje a Italia, y ahora voy a explicarle cómo.

—Monsieur, resulta difícil persuadir a su amigo incluso de que se cambie de ropas.

—Esto será más sencillo. Ya sabe usted que mi madre está muy enferma. Pues bien, convenza a Nicolás de que la lleve a Italia. Es una idea perfecta: él podría muy bien estudiar música en los conservatorios de Nápoles, y precisamente es allí donde debería ir mi madre.

—Es cierto que su amigo mantiene correspondencia con ella... Le tiene un gran afecto.

—Precisamente. Convénzale de que ella no podría hacer ese viaje sin su compañía. Ayúdele a efectuar todos los preparativos, monsieur. Nicolás debe abandonar París y le encargo a usted que se ocupe de ello. Le doy de plazo hasta final de semana y entonces volveré para tener noticias de su marcha.

Naturalmente, aquello era exigir mucho del abogado, pero no se me ocurría nada más. Los comentarios de Nicolás sobre actos de brujería no me preocupaban, desde luego, puesto que nadie los creería, pero yo estaba convencido de que, si no abandonaba París, Nicolás iría perdiendo la razón poco a poco.

Con el transcurso de las noches, tuve que luchar conmigo mismo todas las horas que pasaba en vela, para reprimir el impulso de ir a verle, de arriesgarme a un último contacto con él.

Me limité, pues, a aguardar a la fecha marcada; sabía muy bien que estaba perdiendo para siempre a Nicolás y que éste jamás averiguaría la causa de nada de cuanto había sucedido. Yo, que una vez había elevado mi voz contra la insensatez de nuestra existencia, le expulsaba ahora de la ciudad sin la menor explicación. Era una injusticia que tal vez le atormentaría hasta el final de sus días.

«Es mejor eso que la verdad» dije mentalmente a Nicolás. Quizás ahora comprendía un poco mejor todas nuestras ilusiones. Y si Nicolás podía convencer a mi madre de viajar a Italia, si ella estaba todavía a tiempo de emprender el camino...

Mientras, pude comprobar personalmente que la Casa de Tespis cerraba sus puertas. En un café cercano, oí comentar la partida de la compañía con rumbo a Inglaterra. Esta parte de mis planes quedaba, por tanto, cumplida.

Fue cerca ya del amanecer del octavo día cuando, finalmente, acudí de nuevo a la puerta de Roget y llamé a la campanilla.

El abogado me abrió más pronto de lo que yo esperaba, con un aire nervioso y aturdido bajo su acostumbrada camisa de dormir blanca de franela.

—Me empieza a gustar su indumentaria, monsieur —dije cansadamente—. Creo que no confiaría en usted ni la mitad de lo que confío si me recibiera con camisa, calzones y levita...

—Monsieur —me interrumpió Roget—, ha sucedido algo totalmente inesperado...

—Antes de nada, respóndame: ¿Han llegado sin novedad a Inglaterra Renaud y los demás?

—Sí, monsieur. Ya se encuentran en Londres, pero...

—¿Y Nicolás? ¿Ha acudido junto a mi madre en la Auvernia? Dígame que sí, que ya se ha marchado.

—¡Déjeme explicar, monsieur! —exclamó el abogado. Tras esto, guardó silencio. Y, de forma absolutamente inesperada, vi la imagen de mi madre en su mente.

De haber reparado en ello, habría sabido a qué se refería Roget. Que yo supiera, el hombrecillo no había puesto jamás sus ojos en mi madre. Entonces, ¿cómo podía tener su imagen en la cabeza? Sin embargo, en aquellos momentos, yo no razonaba. De hecho, la razón me había abandonado.

—¿No habrá...? No me estará usted diciendo que ya es demasiado tarde, ¿verdad? —murmuré.

—Monsieur, permítame ir a por el abrigo... —dijo Roget sin aclarar nada, al tiempo que hacía sonar la campanilla.

Y de nuevo capté en su mente la imagen de mi madre, su rostro enjuto y pálido, tan vividamente que no pude soportarlo.

Agarré a Roget por los hombros.

—¡Usted la ha visto! ¡Está aquí!

—Sí, monsieur. Está en París. Lo llevaré hasta ella inmediatamente. El joven de Lenfent me informó que venía, pero no he podido dar con usted, monsieur. Nunca sé cómo ponerme en contacto con Usted. Su madre llegó ayer.

Yo estaba demasiado abrumado para responder. Me hundí en el sillón y las imágenes que guardaba de mi madre resplandecieron en mi cabeza con un fuego tal que eclipsó todo cuanto emanaba del hombrecillo. ¡Está viva y en París! ¡Y Nicolás aún seguía en la ciudad, y estaba con ella!

El abogado se acercó a mí y alargó el brazo como si fuera a tocarme:

—Adelántese usted mientras me visto, monsieur. Su madre está en la He de Saint Louis, tres puertas a la derecha de monsieur Nicolás. Tiene que acudir enseguida.

Le dirigí una mirada estúpida. En realidad, ni siquiera le veía. Estaba viendo a mi madre. Quedaba menos de una hora para el amanecer y el regreso a la torre me llevaría tres cuartos, por lo menos.

—Mañana..., mañana por la noche... —creo que murmuré. Me vino a la memoria un verso de
Macbeth,
de Shakespeare—: «... Mañana y mañana y mañana...».

—¡Monsieur!, ¿no lo entiende? Su madre no hará ningún viaje a Italia. Ella ha hecho su último viaje viniendo aquí a verle.

Al comprobar que no respondía, me asió con sus manos y probó a sacudirme. Nunca había visto al abogado de aquella manera. En aquel instante, a sus ojos, yo era un muchacho y él era un adulto que tenía que devolverme a mis cabales.

—Le he buscado alojamiento, enfermeras, médicos, todo lo que pudiera necesitar —explicó—. Pero no consiguen que su estado mejore. Es usted quien la mantiene viva, monsieur. Quiere verle antes de cerrar los ojos por última vez. Olvídese de la hora y acuda a su lado. Ni siquiera una voluntad tan fuerte como la de su madre puede obrar milagros.

No le pude responder. Era incapaz de coordinar un pensamiento coherente.

Me puse en pie y fui hasta la puerta, arrastrando al hombrecillo conmigo.

—Vaya a verla ahora mismo —le ordené—. Dígale que estaré con ella esta próxima noche.

El abogado sacudió la cabeza, enojado y disgustado, y trató de volverme la espalda.

No dejé que se soltara.

—Vaya inmediatamente, Roget —insistí—. Permanezca con ella todo el día, ¿entiende bien?, y ocúpese de que espere..., ¡de que espere mi llegada! Esté atento a si se duerme. Si empieza a agonizar, despiértela y háblele. ¡Pero no permita que muera antes de que yo me presente!

Tercera Parte: Viático para la marquesa
1

En la jerga propia de los vampiros, yo soy un madrugador. Me levanto cuando el sol apenas se ha hundido tras el horizonte y el cielo todavía está envuelto en el resplandor rojizo del crepúsculo. Muchos vampiros no se levantan hasta que la oscuridad es total y, por tanto, tengo una ventaja tremenda en este aspecto, y en que deben volver a sus tumbas una hora, o más, antes que yo. No lo he mencionado hasta aquí porque entonces no lo sabía, ni sería un detalle de importancia hasta mucho después.

Pero, la noche siguiente, yo cabalgaba ya camino de París cuando el cielo aún parecía arder.

Antes de introducirme en el sarcófago me había ataviado con las mejores galas que poseía, y, a lomos de mi montura, perseguía ahora el sol poniente en dirección a París.

La ciudad parecía arder, tan aterradora y brillante era la luz para mí, hasta que por fin crucé al galope el puente detrás de Notre Dame, entrando en la He de Saint Louis.

No había pensado qué haría o diría a mi madre, ni cómo le ocultaría mi secreto. Sólo sabía que tenía que verla y estar con ella mientras aún tuviera tiempo. No me atrevía a pensar abiertamente en su muerte. El hecho tenía la rotundidad de una catástrofe y pertenecía al cielo encendido. Y tal vez me dominaba un impulso propio de un común mortal: la creencia de que, si podía satisfacer su último deseo, de algún modo tendría el horror bajo mi control.

La noche absorbía ya las últimas gotas de sangre de la luz cuando encontré la casa en el
quai.

Era una mansión bastante elegante. Roget había escogido bien. Un criado me esperaba a la puerta para acompañarme al piso superior. En el rellano de éste salieron a mi encuentro dos doncellas y una enfermera.

—Monsieur de Lenfent está con ella, monsieur —dijo ésta—. Su madre ha insistido en vestirse para verle. Y ha querido sentarse junto a la ventana para contemplar las torres de la catedral. Le ha visto llegar a caballo por el puente, monsieur.

—Apague todas las velas de la estancia, menos una —le ordené—. Y dígales a monsieur de Lenfent y a mi abogado que salgan.

Roget salió al instante; luego, apareció Nicolás.

También él se había vestido especialmente para ella, con un brillante traje de terciopelo rojo, su habitual camisa fina de lino y guantes blancos. Su reciente caída en la bebida le había dejado más delgado, casi macilento, pero eso hacía más vivida su hermosura. Cuando nuestras miradas se encontraron, la suya reflejaba un rencor que me destrozó el corazón.

—La marquesa se encuentra un poco más fuerte hoy, monsieur —me informó Roget—, pero tiene fuertes hemorragias. El doctor dice que no...

Se detuvo y volvió el rostro a la alcoba de la enferma. Capté con claridad sus pensamientos. Mi madre no pasaría de aquella noche.

—Hágala volver a la cama, monsieur. Lo antes posible.

—¿Por qué tengo que hacerlo? —repliqué con voz mortecina, casi en un murmullo—. Quizás ella prefiera morir junto a la maldita ventana. ¿Por qué diablos no?

—¡Monsieur! —me imploró Roget en un cuchicheo.

Quise decirle que se marchara con Nicolás.

Pero algo me estaba sucediendo. Penetré en el pasillo y miré hacia la alcoba. Ella estaba allí dentro. Noté un profundo cambio físico en mi interior y me vi incapaz de moverme o decir algo. Ella estaba allí dentro y se estaba muriendo de verdad.

Todos los pequeños sonidos del piso se convirtieron en un zumbido. Vi, a través de la puerta de doble hoja, una hermosa alcoba, una cama pintada de blanco con dosel dorado y unas cortinas del mismo dorado en las ventanas y, en los cristales superiores de éstas, el firmamento con las últimas y levísimas hebras rosadas de las nubes. Pero todo resultaba confuso y ligeramente horrible: tanto el lujo que yo había querido proporcionarle como el hecho de que ella estuviera a punto de sentir que su cuerpo se colapsaba. Me pregunté si tal cosa la enloquecía o si la hacía reír.

Apareció el doctor, y la enfermera se acercó a decirme que sólo quedaba una vela encendida, como había dispuesto. El olor de las medicinas llegó hasta mí mezclado con un perfume a rosas y
me di cuenta de que estaba oyendo los pensamientos de mi madre.

Sentía yo como el sordo palpito de su mente mientras esperaba, de sus huesos doloridos y sus músculos flacos. Para ella, estar allí sentada con las máximas comodidades en el mullido sillón tapizado de terciopelo significaba un dolor insoportable.

¿Pero qué era lo que pensaba, bajo aquella desesperada expectación? «Lestat, Lestat, Lestat...»: eso fue lo que escuché. Y, más profunda todavía, una súplica:

«Que el dolor sea aún más intenso, porque sólo cuando sea realmente insoportable desearé morir. Ojalá el dolor se haga tan terrible que me alegre de morir y no sienta tanto miedo. Ojalá sea tan insoportable que no sienta miedo.»

—Monsieur —el doctor me tocó en el brazo—, dice que no quiere recibir al sacerdote.

—No..., no lo recibirá.

Ella había vuelto el rostro hacia la puerta. Si no entraba inmediatamente, ella se levantaría para venir hacia mí, por mucho que le doliera.

Me pareció estar paralizado, pero, pese a todo, me abrí paso entre el doctor y las enfermeras, penetré en la estancia y cerré las puertas.

El olor de la sangre.

Estaba sentada a la pálida luz violácea de la ventana, bellamente vestida de tafetán azul marino, con una mano en el regazo y la otra en el brazo del sillón, y con su espesa cabellera amarilla recogida detrás de las orejas, con dos cintas rosas de modo que los rizos se desparramaban sobre sus hombros. En sus mejillas había un levísimo toque de colorete.

Durante un espantoso momento, me pareció que la estaba viendo cuando yo era un chiquillo. Era muy hermosa. Ni el tiempo ni la enfermedad habían alterado la simetría de su rostro ni la belleza de su cabello. Una sobrecogedora sensación de felicidad se adueñó de mí en ese instante, la cálida ilusión de que era mortal otra vez, de que había recuperado la inocencia y de que estaba de nuevo con ella, y de que todo estaba bien, de que todo estaba real y verdaderamente bien.

La muerte y el miedo no existían, y sólo estábamos ella y yo en su alcoba, y ella me tomaría en sus brazos. Me detuve.

Había llegado muy cerca de ella y la vi llorar cuando levantó la cabeza. El vestido parisino le apretaba demasiado en la cintura y tenía una piel tan fina e incolora en el cuello y las manos que no pude soportar su visión, mientras sus ojos se alzaban hacia mí desde una cara que parecía casi amoratada. Olí en ella la muerte. Olí la putrefacción.

Pero estaba radiante, y era mía; era la misma de siempre, y así se lo dije en silencio con todas mi fuerzas: que era tan hermosa como en mi primer recuerdo de ella, cuando todavía llevaba sus viejas ropas finas y se vestía con sumo detalle y me llevaba encima de su regazo a la iglesia en el coche.

Y en aquel extraño momento en que le daba a conocer todo aquello, lo mucho que la quería, me di cuenta de que ella
me oía,
y me respondía que ella me amaba y siempre me había amado.

Era la respuesta a una pregunta que no había llegado a hacer. Y ella se dio cuenta de la importancia del hecho: sus ojos eran serenos, inalterados.

Si llegó a advertir lo extraño de la situación, de aquel poder hablarnos sin palabras, no lo exteriorizó en absoluto. Seguramente no lo llegaba a comprender del todo. Debía haber notado únicamente una efusión de amor.

—Ven aquí para que pueda verte como eres ahora —me dijo.

La vela estaba junto a su brazo, en el alféizar. Con gesto parsimonioso, la apagué con los dedos. Vi que fruncía el entrecejo bajando sus rubias cejas, y sus ojos azules se abrieron un poco mas mientras observaba mi figura, el brillante brocado de seda y el encaje que había escogido para lucir ante ella, y la espada que llevaba al cinto con su empuñadura enjoyada, bastante imponente.

—¿Por qué no querías verme? —preguntó—. He venido a París para eso. Vuelve a encender la vela.

Pero en sus palabras no había ánimo de reprimenda. Yo estaba allí, a su lado, y eso le bastaba.

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