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Authors: Anne Rice

Lestat el vampiro (25 page)

Me arrodillé a sus pies. Tenía pensada una vulgar conversación mortal sobre si debía viajar a Italia con Nicolás, pero, antes de que pudiera hablar, con toda claridad, se adelantó a decir:

—Demasiado tarde, querido mío. No completaría jamás el viaje. Ya he hecho suficiente camino.

Una punzada de dolor la hizo detenerse, ciñéndola por el talle donde le apretaba el vestido y, para ocultarme su sufrimiento, puso una cara muy inexpresiva. Cuando lo hizo, parecía una muchacha, y, de nuevo, olí en ella la enfermedad, el deterioro de sus pulmones y los coágulos de sangre.

Su mente fue presa de un pánico desbocado. Quería decirme a gritos que tenía miedo. Quería rogarme que la cogiera en mis brazos y me quedara con ella hasta que todo hubiera pasado, pero no pudo hacerlo, y, para asombro mío, advertí que ella pensaba que la rechazaría. Que era demasiado joven y atolondrado para comprender nada.

Aquello era la agonía.

Ni siquiera fui consciente de que me apartaba de ella, pero me había retirado al otro lado de la estancia. Pequeños detalles estúpidos se me incrustaron en la conciencia: las ninfas jugando en la pintura del techo, los elevados tiradores dorados de las puertas y la cera fundida de las blancas velas, en forma de frágiles estalactitas que deseé desprender y estrujar en mis manos. El lugar me pareció horrible, adornado con exceso. ¿Le desagradaría a ella? ¿Preferiría estar de nuevo en aquellas desiertas estancias de piedra?

En todo momento pensaba en ella como si hubiera «mañana y mañana y mañana...». Volví la vista a ella, a su majestuosa figura sujeta al alféizar. El cielo había oscurecido tras ella, y una nueva luminosidad, la de las lámparas de la casa, de los carruajes que transitaban y de las ventanas cercanas, rozó suavemente el pequeño triángulo invertido de su fino rostro.

—¿No puedes contármelo? —dijo en voz baja—. ¿No puedes decirme cómo ha sucedido? Nos has proporcionado a todos una gran felicidad, pero, ¿qué tal te va a ti? ¡A ti!

Incluso el mero hecho de hablar le causaba dolores.

Creo que estuve a punto de engañarla, de crear alguna potente emanación de contento y satisfacción gracias a los poderes que había adquirido. Estaba dispuesto a contar mentiras mortales con una habilidad inmortal, a hablar y hablar y a tratar de que cada palabra fuera la más perfecta. Sin embargo, algo sucedió en el silencio.

No creo que permaneciera callado más de un instante, pero algo cambió dentro de mí. Se produjo un cambio asombroso. En un instante, vi una vasta y aterradora posibilidad, y, en ese mismo momento, sin titubeos, tomé una decisión.

Una decisión que carecía de palabras, planes o preparativos. Si alguien me hubiera preguntado en aquel momento, habría negado tenerlos. Habría dicho: «No, nunca, nada más lejos de mis pensamientos. ¿Por quién me habéis tomado, qué clase de monstruo creéis que soy...?». Y, sin embargo, la elección estaba hecha.

Entendí algo absoluto.

Las palabras de mi madre se habían desvanecido por completo; volvía a ser presa del miedo y de los dolores, y, a pesar de éstos, se incorporó del sillón.

Vi cómo resbalaba de sus piernas el cobertor y me di cuenta de que venía hacia mí y que yo debía evitarlo. Vi sus manos cerca de mí, extendidas adelante para tocarme, y lo siguiente que supe fue que ella había saltado hacia atrás como si la arrastrara un viento impetuoso.

Tras retroceder unos pasos arrastrando los pies por la alfombra, chocó contra la pared más allá del sillón. Sin embargo, rápidamente recobró la compostura como obligándose a ello, y en su rostro no hubo ningún temor, aunque el corazón le latía aceleradamente. Su reacción fue más bien de asombro, y, después, de desconcertada calma.

Si algo pensé en ese instante, no sé qué sería. Me acerqué a ella con la misma decisión que ella había mostrado al avanzar hacia mí. Midiendo todas sus reacciones, me aproximé hasta quedar a la misma distancia que nos separaba cuando ella había dado el salto hacia atrás. Mi madre me miraba la piel y los ojos; de pronto, alargó la mano y me tocó el rostro.

«¡No estás vivo!» Tal fue la aterradora exclamación que surgió silenciosamente en su mente. «Estás cambiado en otra cosa, pero NO ESTÁS VIVO.»

Sin palabras, respondí que no. No era como ella pensaba, y le envié un frío torrente de imágenes, una sucesión de instantáneas de lo que había pasado a ser mi existencia. Escenas, cortes del tejido de la noche parisina, la sensación de una cuchilla rajando el mundo sin el menor sonido.

Ella exhaló el aliento con un ligero siseo. El dolor descargó el puño en sus entrañas y abrió las garras. Mi madre tragó saliva y apretó los labios para ocultar su agonía, mirándome con ojos verdaderamente ardientes. Por fin había comprendido que aquella comunicación no eran meras sensaciones, sino auténticos pensamientos.

—¿Cómo, entonces? —quiso saber.

Y, sin pensar muy bien lo que estaba haciendo, le expliqué la historia paso a paso: la ventana rota por la que había sido arrebatado por la figura fantasmal que me había acechado en el teatro, los sucesos de la torre y el intercambio de sangre. Le hablé de la cripta donde dormía, del tesoro, de mis andanzas, de mis poderes y, sobre todo, de la naturaleza de mi sed. El sabor de la sangre, la sensación que producía, lo que significaba que todas las pasiones y toda la voracidad se concentraran en aquel único deseo, y que éste sólo obtuviera satisfacción, una y otra vez, bebiendo y matando.

La enfermedad la devoraba por dentro, pero mi madre ya no notaba el dolor. Me miraba fijamente, y los ojos eran lo único que quedaba de ella. Y aunque yo no había tenido intención de revelar tales cosas, descubrí que había tomado su frágil figura entre mis manos y que me estaba dando la vuelta de modo que la luz de los carruajes que circulaban con estruendo por el
quai
me diera de pleno en el rostro.

Sin apartar los ojos de ella, extendí una mano para agarrar el candelabro de plata del alféizar, y, levantándolo lentamente, doblé el metal con los dedos hasta dejarlo retorcido y lleno de bucles.

La vela cayó al suelo.

Mi madre puso los ojos en blanco un instante, se deslizó hacia atrás apartándose de mí, y, al tiempo que se agarraba de las cortinas de la cama con la mano izquierda, escapó de sus labios, en un gran acceso silencioso, un borbotón de sangre procedente de sus pulmones. Vi cómo sus fuerzas cedían hasta quedar de rodillas mientras la sangre manchaba todo el costado del lecho adoselado.

Contemplé el objeto de plata retorcido que tenía yo en las manos, aquel metal retorcido que no significaba nada. Lo dejé caer y observé a mi madre, la vi luchar contra la inconsciencia y el dolor, limpiarse de pronto la boca con gestos torpes en las sábanas, como un borracho vomitando, mientras iba derrumbándose hasta el suelo, incapaz de sostenerse.

Yo estaba de pie ante ella, contemplándola, y su pasajera angustia dejó de tener importancia frente a la propuesta que le hice en aquel preciso instante. Una vez más, no hubo palabras sino sólo mudos pensamientos, y una pregunta, más inmensa de lo que podría formularse nunca en voz alta:
¿Quieres venir conmigo ahora? ¿QUIERES INTRODUCIRTE EN ESTO CONMIGO?

No te oculto nada, ni mi ignorancia ni mi miedo ni el simple pánico a fallar si lo intento. Y ni siquiera sé si puedo trasmitir mi naturaleza más de una vez o cuál es el precio a pagar por hacerlo, pero correré el riesgo por ti, y los dos lo descubriremos juntos, sean cuales sean el misterio y el terror que pueda guardar, como he descubierto solo todo lo demás.

Y ella, con todo su ser, respondió que sí.

— ¡Sí! —exclamó de pronto en un grito casi ebrio, con una voz que quizás había sido siempre la suya, pero que yo no había escuchado nunca. Sus párpados se cerraron con fuerza mientras volvía la cabeza a derecha e izquierda—. ¡Sí!

Me incliné hacia adelante y besé la sangre que surgía de sus labios abiertos. El contacto me provocó un hormigueo en las extremidades y la sed estalló impetuosa. Mis brazos se cerraron en torno a su cuerpo liviano y la levantaron más y más, hasta que los dos estuvimos en pie, abrazados junto a la ventana, y el cabello le caía por la espalda; un nuevo acceso de sangre brotó de sus pulmones, pero ahora ya no tenía importancia.

Nos envolvieron todos los recuerdos de mi vida con ella, formando en torno a nosotros un velo que nos aislaba del mundo: los tiernos poemas y canciones de la infancia, la sensación de su presencia sin palabras cuando sólo había un parpadeo de luz en el techo sobre sus almohadas, y el aroma de su piel embriagándome y su voz acallando mis sollozos, y luego el odio que había sentido por ella y la necesidad de su presencia, y su alejamiento tras un millar de puertas cerradas, y sus crueles respuestas, y el terror que me había producido y su complejidad y su indiferencia y su energía indefinible.

Y en todo instante, surgiendo con fuerza en el flujo de pensamientos, la sed. Una sed no abrasadora, pero que daba calor a cada imagen de mi madre hasta convertirla en sangre, en madre, en amante, en todas las cosas, en todo cuanto yo había deseado jamás, bajo la cruel presión de mis labios y mis dedos. Hundí mis colmillos en ella, noté cómo jadeaba y se ponía tensa y advertí que mi boca se abría, glotona, para recoger toda la sangre caliente cuando ésta manó de su cuello.

Su corazón y su alma se abrieron de par en par. En su interior no tenía edad alguna, no había un solo instante. Mi razón se nubló Y parpadeó y dejaron de existir mi madre, mis triviales necesidades Y mis despreciables temores; ella era, simplemente, quien era. Era Gabrielle.

Y toda su vida acudió en su defensa: los años y años de sufrimiento y soledad, la consunción en aquellas cámaras húmedas y vacías a las que había sido condenada, los libros que eran su solaz, los hijos que la habían devorado y abandonado, y el dolor y la enfermedad, sus últimos enemigos, que simulaban ser sus amigos con la promesa de liberarla. Y más allá de palabras e imágenes surgían el latido secreto de su pasión, su asomo de locura, su negativa a la desesperación.

Yo seguía sosteniéndola, manteniéndola en pie, con los brazos cruzados detrás de su fino cuello y acunando su cabeza entregada en mi mano. Cada vez que la sangre brotaba de su garganta, yo emitía un gemido estentóreo que formaba una canción al compás de los latidos de su corazón. No obstante, éste estaba perdiendo fuerzas demasiado deprisa. La muerte se acercaba y la mujer se resistió a ella con todas sus fuerzas, hasta que yo, en un último esfuerzo por contenerme, la aparté de mí sin soltarla y la sostuve, inmóvil, frente a mí.

Me sentí desfallecer. La sed deseaba el corazón de mi presa. Aquella sed no era ningún invento de algún alquimista. Y me quedé allí inmóvil, con los labios abiertos y los ojos borrosos mientras la sostenía lejos de mí, como si en mi interior hubiera dos seres, uno que quisiera estrujarla y otro que deseara cuidarla y protegerla.

Sus ojos, muy abiertos, parecían ciegos. Por un instante, se hallaba en algún lugar más allá de todo sufrimiento, donde no existía más que dulzura e incluso algo que podía ser comprensión. Sin embargo, a continuación, la oí llamarme por mi nombre.

Me llevé la muñeca derecha a los labios, me reventé una vena a mordiscos y apreté la herida contra sus labios. Ella no se movió mientras la sangre se derramaba en su lengua.

—Bebe, madre —dije frenéticamente mientras apretaba el brazo con más fuerza todavía. Y noté como si ya hubiera empezado a producirse algún cambio.

Sus labios vibraban, su boca se adhirió a mí y el dolor me sacudió de pronto, envolviendo mi corazón.

Su cuerpo se estiró, se puso en tensión, y su mano izquierda me asió la muñeca mientras tragaba el primer sorbo. Y el dolor se hizo más y más intenso hasta casi hacerme soltar un alarido. Lo noté como un chorro de metal fundido que corriera por mis vasos, extendiéndose por todas las fibras de mi cuerpo. Pero sólo era ella que tiraba de mí, que me chupaba, que me quitaba la sangre que yo acababa de sacarle. Ya volvía a mantenerse en pie por sí misma y su cabeza apenas se apoyaba en mi pecho. Me invadió un profundo entumecimiento mientras ella seguía chupando con gran vehemencia y noté que el corazón se me desbocaba ante esa sensación de aturdimiento, potenciando mi dolor al tiempo que aumentaba su sed con cada nuevo latido.

Chupó y chupó cada vez con más ímpetu, cada vez más deprisa, y noté que me asía muy fuerte, con un renovado vigor en su cuerpo. Pensé en obligarla a apartarse, pero no lo hice, y, cuando las piernas me fallaron, fue ella quien tuvo que sostenerme. Me sentía mareado y la habitación me daba vueltas, pero ella continuó con lo suyo, y un vasto silencio se extendió en todas direcciones a partir de mí hasta que, sin ninguna voluntad ni convicción, la aparté de un empujón.

Dio unos pasos inseguros y se detuvo ante la ventana con sus largos dedos extendidos sobre la boca abierta. Y antes de volverme y derrumbarme sobre un sillón cercano, contemplé con detalle por unos instantes su cara pálida y me pareció ver cómo su cuerpo se hinchaba bajo la ligera tela de tafetán azul marino. Sus ojos eran dos globos de cristal que captaban la luz.

Creo que en aquel instante murmuré «Madre», como un vulgar mortal, antes de cerrar los ojos.

2

Estaba sentado en el sillón. Me pareció que llevaba dormido toda una eternidad, pero no había dormido un solo instante. Estaba en el castillo, en el hogar de mi padre.

Busqué a mi alrededor el atizador del fuego y mis perros, y si quedaba un poco de vino, y entonces advertí las cortinas doradas a los lados de las ventanas y la parte de atrás de Notre Dame recortada contra el cielo estrellado. Y la vi a ella.

Estábamos en París. E íbamos a vivir para siempre.

Ella tenía algo entre las manos. Otro candelabro. Un mechero de yesca. Estaba de pie, muy erguida, y sus movimientos eran rápidos. Prendió una chispa y la aplicó a las velas una a una. Las llamitas se avivaron y las flores de papel pintado de las paredes se alzaron hasta el techo y las bailarinas de éste se movieron por un instante para, rápidamente, quedar paralizadas de nuevo formando un círculo.

Me volví hacia ella. Estaba frente a mí con un candelabro a su derecha y la cara blanca y perfectamente tersa. Las bolsas oscuras bajo sus ojos habían desaparecido, y, de hecho, todos sus pequeños defectos e imperfecciones se habían borrado, aunque no sabría deciros de qué defectos podría tratarse. A mis ojos, ahora era perfecta.

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