Lestat el vampiro (29 page)

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Authors: Anne Rice

Desde la ventana no las había visto, porque la tapa del baúl le había ocultado su contenido. Penetró delante de mí en la sala donde se había inmolado Magnus y pronto gateaba por el túnel.

Cuando vio el baúl, quedó paralizada de asombro.

Se echó el cabello hacia atrás con gesto algo impaciente y se inclinó para estudiar los broches, los anillos, los pequeños adornos tan parecidos a sus piezas heredadas, de las cuales se había ido desprendiendo una a una mucho tiempo atrás.

—Vaya, debió estar siglos para acumularlas —comentó—. Y qué obras tan delicadas. Sabía escoger lo que quería, ¿verdad? Vaya criatura debió ser.

De nuevo, con gesto casi de furia, apartó a un lado su melena. Sus cabellos parecían ahora más pálidos, más luminosos, más vigorosos. Era una visión gloriosa.

—Las perlas, míralas —le dije—. Y esas sortijas.

Le mostré las que había escogido para ella. Cogí su mano y le puse los anillos en los dedos. Éstos se movieron como si tuvieran vida propia, como si sintieran placer, y estalló de nuevo en risas.

—¡Ah!, qué magníficos demonios somos, ¿verdad?

—Cazadores del Jardín Salvaje —respondí.

—Entonces, vamos a París —propuso ella con una leve mueca de dolor en el rostro. La sed. Se pasó la lengua por los labios. ¿Sería yo para ella la mitad de fascinante que lo que ella lo era para mí?

Se apartó el cabello de la frente una vez más, y sus ojos se hicieron más oscuros con la intensidad de sus palabras.

—Esta noche querría saciarme rápidamente y luego salir de la ciudad, internarme en los bosques. Salir donde no hubiera hombres ni mujeres cerca. Perderme donde sólo estuviera el viento y los árboles en sombras y las estrellas en el cielo. Bendito silencio.

Acudió de nuevo a la ventana. Su espalda era erguida y estrecha, y sus manos, a los costados, parecían vivas con las sortijas de piedras preciosas. Y, al surgir de los gruesos puños de una prenda de hombre, aquellas delicadas manos suyas parecían aún más finas y exquisitas. Debía estar contemplando las altas nubes envueltas en sombras y las estrellas que titilaban a través de la capa púrpura de niebla vespertina.

—Tengo que ir a ver a Roget —dije con un suspiro—. Tengo que ocuparme de Nicolás, contarles alguna mentira sobre lo sucedido ayer.

Ella se volvió y, de pronto, su rostro pareció pequeño y frío, con la expresión que a veces ponía en casa cuando desaprobaba algo. Aunque, en realidad, nunca volvió a mirar de aquella manera.

—¿Para qué contarles nada de mí? —preguntó—. ¿Por qué molestarse en pensar en ellos un solo instante más?

Aquello me dejó asombrado, aunque no fuera una completa sorpresa para mí. Quizá lo venía esperando. Quizá lo había percibido en ella desde el primer momento, en sus preguntas no formuladas.

Quise preguntarle si no significaba nada para ella que Nicolás hubiera estado junto a su lecho mientras agonizaba. Sin embargo, qué sentimental, que mortal sonaría aquello. Qué absolutamente estúpido.

Pero no era estúpido.

—No pretendo juzgarte —continuó. Cruzó los brazos y se apoyó en la ventana—: Sencillamente, no lo entiendo. ¿Por qué nos escribías? ¿Por qué nos mandabas regalos? ¿Por qué no cogías ese fuego blanco de la luna y te ibas con él donde te apeteciera?

—¿Y dónde querría yo ir? —repliqué—. ¿Lejos de todos los que he conocido y amado? No quería dejar de pensar en ti, en Nicolás, incluso en mi padre y mis hermanos. He hecho lo que quería —afirmé.

—Entonces, ¿la conciencia no tuvo nada que ver con ello?

—Si sigues tu conciencia, haces lo que quieres —sentencié—. Pero era algo más sencillo todavía. Quería que tuvieras la riqueza que te entregaba. Quería... que fueras feliz.

Permaneció meditabunda un largo instante.

—¿Habrías preferido que me olvidara de ti? —exclamé. La pregunta sonó dolida, irritada.

Ella no respondió inmediatamente.

—No, claro que no —dijo al fin—. Y, de haber estado en tu lugar, yo tampoco te habría olvidado. Estoy segura deello. Pero, ¿y los demás? A mí no me importan absolutamente nada. Jamás volveré a cambiar una palabra con ellos. Jamás volveré a ponerles los ojos encima.

Asentí con la cabeza, pero me repugnó lo que decía. Me daba miedo.

—No puedo superar la idea de que he muerto —añadió ella—. De que estoy absolutamente desligada de todas las criaturas vivientes. Puedo ver, tocar, oler... Puedo beber sangre. Pero es como si fuera algo que no se puede ver, que no puede afectar a las cosas.

—Pues no es así —repliqué—. ¿Y cuánto tiempo crees que te sostendrá ese ver, ese tocar, ese oler y ese beber, si no hay amor, si no hay nadie contigo?

La misma mueca de incomprensión.

—¡Oh!, ¿por qué me molesto en decirte todo esto? —continué—. Estoy contigo. Estamos juntos. No sabes lo que era esto cuando estaba solo. ¡No te lo puedes imaginar!

—Te perturbo y no es mi intención —dijo ella entonces—. Cuéntales lo que quieras. Tal vez seas capaz de inventar una historia creíble. No sé. Si quieres que vaya contigo, iré. Haré lo que me pidas. Pero tengo una pregunta más que hacerte. —Bajó la voz y añadió—: Supongo que no tendrás intención de compartir el poder con ellos...

—No, jamás.

Moví la cabeza como para expresar que la idea era increíble. Mis ojos recorrían las joyas y pensé en todos los regalos que había mandado, en la casa de muñecas. Les había enviado una casa de muñecas. Pensé en los actores de Renaud, a salvo al otro lado del Canal.

—¿Ni siquiera con Nicolás?

—¡No! ¡Dios, no!

La miré. Ella asintió ligeramente, como aprobando mi respuesta. Y se apartó los cabellos de la frente una vez más con gesto distraído.

—¿Por qué no con Nicolás?

Quise que aquello terminara de una vez.

—Porque es joven —contesté— y tiene una vida ante él. No está al borde de la muerte. —Ahora me sentía más que inquieto. Me sentía desgraciado—. Con el tiempo, se olvidará de nosotros...

Quise decir: «... de nuestra conversación».

—Podría morir mañana —protestó ella—. Un carruaje podría arrollarle en cualquier calle...

—¿Acaso quieres que lo haga? —exclamé, lanzándole una mirada de rabia.

—No, no quiero que lo hagas. Pero, ¿quién soy yo para decirte qué hacer? Estoy tratando de comprenderte.

Los cabellos largos y vigorosos le habían resbalado nuevamente de los hombros y, exasperada, los asió con ambas manos.

Entonces, de pronto, lanzó un profundo sonido siseante y su cuerpo se quedó rígido. Tenía el cabello recogido en dos largas colas y las contemplaba fijamente.

—Dios mío —susurró. Y luego, en un espasmo, soltó los cabellos y lanzó un grito.

El sonido me paralizó. Envió un destello de dolor blanco que me atravesó la cabeza. Jamás había oído un grito igual. Y volvió a emitirlo como si estuviera ardiendo. Se había derrumbado contra la ventana y seguía gritando aún más fuerte mientras se miraba el cabello. Hizo ademán de tocárselo, pero rápidamente retiró los dedos, como si el contacto la quemara. Y se debatió contra la ventana, gritando y retorciéndose a un lado y otro como si tratara de escapar de su propia cabellera.

—¡Basta! —grité. La así por los hombros y le di una sacudida. Ella jadeaba. Al instante, descubrí de qué se trataba.
¡El cabello le había vuelto a crecer!
Le había crecido de nuevo mientras dormía y lo tenía tan largo como antes. Y hasta más tupido, y más lustroso. ¡Era aquello lo que no encajaba y que yo había notado sin saber concretarlo! Y lo que ella acababa de advertir.

—¡Basta, basta ya! —volví a gritar en voz más alta. Su cuerpo se agitaba con tal violencia que yo apenas podía sujetarla entre mis brazos—. ¡Te ha vuelto a crecer, eso es todo! —insistí—. Es una cosa natural en tu nuevo estado, ¿no lo ves? ¡No sucede nada!

Ella jadeaba, tratando de calmarse; se llevó los dedos a los cabellos y emitió un nuevo grito como si tuviera llagadas las yemas de los dedos. Intentó separarse de mí y luego se tiró de la melena con expresión de puro terror.

Le di una nueva sacudida, esta vez más enérgica.

—¡Gabrielle! —exclamé—. ¿No lo entiendes? ¡Te ha vuelto a crecer y así sucederá cada vez que te lo cortes. No hay nada de horrible en ello. ¡Detente ya, por el amor de Dios!

Me dije que, si no se calmaba pronto, yo también empezaría a desvariar. De hecho, ya casi estaba temblando tanto como ella.

Sus gritos cesaron y se convirtieron en pequeños jadeos. Nunca la había visto de aquella manera en todos los años que había vivido con ella en la Auvernia. Me dejó que la condujera hacia el banco junto a la chimenea, donde la obligué a sentarse. Se llevó las manos a las sienes e intentó recuperar la respiración normal mientras mecía el cuerpo lentamente hacia adelante y hacia atrás.

Eché un vistazo a mi alrededor en busca de unas tijeras, pero no encontré ninguna. Las tijerillas de oro habían caído al suelo de la cripta subterránea. Saqué mi navaja.

Gabrielle sollozaba ahora en voz baja, con el rostro entre las manos.

—¿Quieres que te lo corte otra vez? —le pregunté.

No respondió.

—Escúchame, Gabrielle. —Le aparté las manos del rostro y añadí—: Si quieres, te lo volveré a cortar. Te lo cortaré cada noche y lo quemaremos. Eso es todo.

De pronto, me dirigió una mirada tan perfectamente serena y controlada que no supe qué hacer. Gabrielle tenía el rostro bañado en la sangre de sus lágrimas, que también le había salpicado las ropas. Todas sus ropas estaban manchadas de sangre.

—¿Lo corto? —volví a preguntar.

Su aspecto era exactamente el de alguien a quien hubieran golpeado hasta hacerle sangrar. Tenía los ojos muy abiertos y asombrados, y de ellos manaban lágrimas de sangre que corrían por sus tersas mejillas. Y, mientras la miraba, las lágrimas cesaron de fluir y tomaron un color oscuro al secarse y formar una costra sobre su piel blanquísima.

Le limpié el rostro meticulosamente con mi pañuelo de encaje. Luego fui por la ropa que guardaba en la torre, las prendas que me había hecho confeccionar en París y que había llevado a la torre para tenerlas a mano.

Le quité la chaqueta. Ella no hizo ningún movimiento para ayudarme o detenerme y le desabroché la blusa de lino que llevaba.

Vi sus pechos, absolutamente blancos salvo los delicados pezones, de un levísimo tono rosado. Tratando de no mirarlos, le puse una camisa limpia, y la abroché rápidamente. Después le cepillé el cabello, lo cepillé largo rato, y, renunciando a cortarlo con la navaja, le hice una larga trenza y volví a ponerle la levita.

Noté cómo iba recuperando las fuerzas y la compostura. No parecía avergonzada de lo sucedido, ni yo quería que lo estuviera. Ella estaba sólo meditando sobre lo ocurrido, pero no dijo nada. Ni hizo ningún movimiento.

Decidí entretenerla.

—Cuando era pequeño, solías hablarme de los lugares donde habías estado y me enseñabas grabados y vistas de Nápoles y de Venecia. ¿Te acuerdas de aquellos libros de imágenes? Y también tenías diversos objetos, pequeños recuerdos de Londres y San Petersburgo, de todos los lugares que habías visitado.

Ella no respondió.

—Quiero que vayamos a todos esos sitios. Quiero verlos ahora.

Deseo verlos y vivir en ellos. Y quiero ir más lejos todavía, a lugares que, cuando era un vulgar mortal, jamás había soñado visitar.

En su rostro hubo un pequeño cambio de expresión.

—¿Sabías que me volvería a crecer? —preguntó con un hilillo de voz.

—No. Quiero decir, sí. Quiero decir, no lo sé. Debería haber caído en la cuenta de lo que sucedería.

Tras esto, permaneció un largo instante mirándome con la misma expresión inmóvil y apática.

—¿No te.., no te da miedo nunca... nada de todo esto? —inquirió por fin. Su voz sonaba gutural, extraña—. ¿No hay nunca... algo que te detenga?

Tenía la boca abierta, perfecta, con todo el aspecto de una boca humana.

—No lo sé —respondí en un suspiro, impotente—. No veo por qué.

Sin embargo, pese a mis palabras, me sentía confuso. Volví a proponerle que se cortara el cabello cada noche y lo quemara. Así de sencillo.

—Sí, quemarlo —suspiró—. De lo contrario, llegaría un momento en que llenaría todas las estancias de la torre, ¿no es eso? Sería como el cabello de Rapunzel del cuento infantil. Sería como el oro que la hija del molinero tenía que hilar de entre la paja en el cuento de Rumpelstiltskin, el enano malvado.

—Escribiremos nuestros propios cuentos, amor mío —respondí—. La lección que debes aprender de esto es que nada puede destruir lo que eres ahora. Todas las heridas que recibas sanarán. Eres una diosa.

—Y la diosa tiene sed —añadió ella.

Horas más tarde, mientras caminábamos del brazo como dos estudiantes entre la muchedumbre de los bulevares, el asunto ya había caído en el olvido. Nuestros rostros estaban sonrosados, y nuestra piel, caliente.

Pero no la dejé para ir a ver al abogado, ni ella insistió en su deseo de salir a la tranquilidad y el silencio del campo abierto, sino que permanecimos juntos en todo momento. De vez en cuando, un ligerísimo indicio de la proximidad de la
presencia
nos hacía volver la cabeza.

5

Alrededor de las tres, cuando llegamos a las caballerizas, advertimos que nos acechaba la
presencia.

Durante media hora o tres cuartos de hora, dejamos de sentirla otra vez. Después, el apagado murmullo volvió de nuevo. Aquel juego me estaba poniendo furioso.

Y, aunque tratamos de captar algún pensamiento inteligible en aquella
presencia,
lo único que logramos distinguir fue una sensación de malevolencia y algún esporádico tumulto como el espectáculo de las hojas secas desintegrándose en el rugido de las llamas.

Gabrielle se alegraba de estar camino de la torre otra vez. No era que la extraña
presencia
la inquietara, sino que se alegraba de poder disfrutar, como antes había dicho, de la quietud y el vacío de los campos.

Cuando tuvimos ante nosotros el campo abierto, cabalgamos tan deprisa que el único sonido que nos acompañó fue el del viento. Creí oírla reír, pero no estuve del todo seguro. A Gabrielle le gustaba la caricia del viento tanto como a mí, le encantaba el nuevo brillo de las estrellas sobre las sombrías colinas.

A pesar de todo, me pregunté si durante la noche habría habido momentos en que llorara interiormente sin que yo lo advirtiera. En ciertos momentos de nuestras correrías, se había mostrado silenciosa y lúgubre, y sus ojos habían vibrado como si estuviera llorando, aunque no asomó a ellos la más mínima lágrima.

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