Lestat el vampiro (32 page)

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Authors: Anne Rice

Cuando llegamos a los elevados edificios de viviendas próximos a Notre Dame, sentí y oí su presencia en las cercanías. Sus vibraciones me llegaban como un destello plateado que se desvanecía casi con la misma singular rapidez.

Gabrielle irguió el cuerpo, sentada sobre el caballo, y noté su mano zurda en torno a mi muñeca. Vi la derecha en la empuñadura de su espada.

Habíamos entrado en una callejuela serpenteante que formaba un recodo ante nosotros antes de perderse en las sombras. El martilleo de las herraduras hendía el silencio y traté de que no me pusiera nervioso el reiterado sonido.

Los dos las vimos, al parecer, en el mismo instante.

Gabrielle se apretó contra mí y reprimí un jadeo para que las criaturas no pudieran interpretarlo como una demostración de miedo.

Encima de nosotros, a ambos lados del angosto callejón, aparecían sus rostros lechosos justo sobre los aleros de los edificios, como un leve resplandor contra las nubes del cielo y el inaudible caer de la lluvia plateada.

Azucé la montura hacia adelante en un estruendo de pezuñas arañando y golpeando los adoquines. Arriba, las criaturas correteaban como ratas por los tejados. Sus voces se alzaban en un leve aullido que los mortales no podían escuchar.

Gabrielle dejó escapar un grito cuando vio sus pálidos brazos y piernas descendiendo los muros delante de nosotros; detrás, escuché el sordo rumor de sus pies sobre el empedrado.

—¡Adelante! —grité. Saqué la espada y la descargué sobre dos de las figuras harapientas, que habían saltado a interceptarnos el paso—

¡Apartaos de mi camino, condenadas criaturas! —exclamé, escuchando sus gritos a mis pies.

Por un instante, observé unos rostros angustiados. Los que nos acechaban arriba desaparecieron y los que llevábamos detrás parecieron cejar en su empeño. Continuamos adelante rápidamente, poniendo metros entre nosotros y nuestros perseguidores, hasta que llegamos a la desierta place de Gréve.

Sin embargo, las criaturas se estaban reagrupando en los alrededores de la plaza, y esta vez pude captar sus pensamientos inteligibles. Una de ellas preguntaba qué poder era aquél que poseíamos y por qué debían tener miedo: otra insistía en seguir acercándose a nosotros.

En aquel instante, una especie de fuerza surgió de Gabrielle; no me cupo ninguna duda de ello, pues vi claramente cómo retrocedían cuando ella les lanzó su mirada mientras cerraba la mano en la empuñadura de su espada.

—¡Detente, mámenles a distancia! —me masculló en un susurro—. Esas criaturas están aterrorizadas.

De inmediato, la oí soltar una maldición, pues, volando hacia nosotros desde las sombras del Hótel-Dieu, venían por lo menos seis más de aquellos pequeños demonios, con sus delgadas extremidades blancas apenas cubiertas por harapos, el cabello al viento y unos horribles gemidos surgiendo de sus bocas. Los recién aparecidos instigaron a los demás, y la malevolencia que nos rodeaba se hizo más y más intensa.

El caballo se encabritó y casi nos arrojó al suelo. Las criaturas le estaban ordenando detenerse, igual que yo le mandaba seguir adelante.

Tomé a Gabrielle por la cintura, salté del caballo y corrí a toda velocidad hasta la puerta de Notre Dame.

Un horrible barboteo irónico se alzó silencioso en mis oídos, lleno de gemidos y de gritos y de amenazas:

—¡No te atreverás! ¡No lo harás!

Una malevolencia como el calor de un alto horno se abrió sobre nosotros mientras sus pies nos cercaban, arrastrándose y chapoteando. Noté cómo sus manos luchaban por asir mi espada y mi capa.

Sin embargo, yo estaba seguro de lo que sucedería cuando alcanzáramos la iglesia. Con un último esfuerzo, empujé a Gabrielle delante de mí y juntos cruzamos las puertas del pórtico de la catedral para ir a caer en sus losas cuan largos éramos.

Gritos. Unos gritos secos y horribles alzándose en el aire y luego un gran tumulto, como si la turba entera hubiera sido dispersada por un cañonazo.

Me incorporé trabajosamente, riéndome de las criaturas. No obstante, no me quedé a oír más tan cerca de la puerta. Gabrielle estaba también ya en pie y tiraba de mí; juntos, nos internamos corriendo en la nave en sombras, pasando un arco tras otro hasta llegar cerca de las mortecinas velas del santuario. Allí buscamos un rincón oscuro y vacío junto al altar lateral y nos arrodillamos codo con codo.

—¡Igual que los condenados lobos! —exclamé—. ¡Una maldita emboscada!

—Chist, cállate un momento —dijo Gabrielle, asiéndome a mí—. O mi corazón inmortal estallará.

9

Después de un largo rato, noté que se ponía tensa, con el rostro vuelto hacia la plaza.

—No pienses en Nicolás —me dijo—. Están esperando ahí fuera y nos oyen. Escuchan todo lo que pasa por nuestras mentes.

—¿Pero qué están pensando? —susurré—. ¿Qué está pasando por las suyas?

Pude darme cuenta de su concentración.

La estreché contra mí y miré resueltamente hacia la luz plateada que entraba de las lejanas puertas abiertas. Ahora, también yo podía oír a las criaturas, aunque sólo captaba un apagado murmullo que procedía de toda la jauría reunida allí fuera.

Sin embargo, mientras contemplaba la lluvia, se adueñó de mí la sensación de paz más absoluta. Resultaba casi sensual. Me pareció que podíamos rendirnos a aquellos seres, que era estúpido seguir resistiéndose a ellos. Todo se resolvería si, simplemente, salíamos y nos entregábamos a ellos. No torturarían a Nicolás, a quien tenían en su poder; no le arrancarían los miembros uno a uno.

Vi a Nicolás en sus manos. Sólo llevaba los calzones y la camisa, pues le habían quitado la levita. Y escuché sus gritos mientras le descoyuntaban los brazos. Grité «¡No!», y me llevé la mano a la boca, para no llamar la atención de los mortales que ocupaban la iglesia.

Gabrielle alzó la mano y me rozó los labios con los dedos.

—No sé lo que están haciendo —dijo en un susurro—. Sólo es una amenaza. No pienses en él.

—Entonces, todavía está vivo —cuchicheé.

—Eso quieren hacernos creer. ¡Escucha!

Surgió de nuevo la sensación de paz, la invitación —sí, eso era— de unirnos a ellos, la voz diciendo:
«Salid de la iglesia. Rendíos a nosotros, os acogeremos y no os haremos ningún daño si salís».

Me volví hacia la puerta y me puse en pie. Gabrielle me imitó con gesto nervioso, haciéndome una nueva advertencia con la mano. Su cautela era tal que parecía no querer ni siquiera dirigirme la palabra mientras mirábamos el gran arco de luz plateada.

«Estás mintiéndonos»
dije mentalmente.
«¡No tienes ningún poder sobre nosotros!»
Era una arrasadora corriente de desafío que se agitaba a través de la lejana puerta.
«¿Rendirnos a vosotros? Si lo hacemos, ¿qué os impedirá retenernos a los tres? ¿Por qué habríamos de salir? Dentro de la iglesia estamos a salvo: podemos escondernos en sus sepulcros más profundos. Podríamos cazar entre los fieles, beber su sangre en capillas y nichos tan habilidosamente que jamás nos descubrirían, mandando a nuestras víctimas a morir un rato después en la calle, confundidas y sin saber qué les había sucedido. ¿Qué haríais entonces, vosotros que ni siquiera podéis cruzar la puerta? Además, no creemos que tengáis a Nicolás. ¡Mostrádnoslo! Traedlo a la puerta para que hablemos.»

Gabrielle estaba inmersa en un torbellino de confusión. Me miraba, desesperada por saber qué les estaba diciendo. Ella, en cambio, captaba claramente los pensamientos de las criaturas, cosa que a mí me resultaba imposible mientras les enviaba aquellos impulsos mentales.

Parecía que la intensidad de la voz se había reducido, pero no había cesado.

Y continuó como antes, como si yo no hubiera contestado y sólo fuera una salmodia que volvía a prometernos una tregua. Y ahora parecía hablar también de una sensación de éxtasis, de que todos los conflictos quedarían resueltos y desaparecerían en el inmenso placer de unirnos a ella y a las criaturas. La voz volvía a ser sensual y hermosa.

—¡Sois todos unos miserables cobardes! —exclamé. Esta vez pronuncié las palabras en voz alta para que Gabrielle pudiera oírlas también—. Traed a Nicolás a la iglesia.

El murmullo de las voces decreció en intensidad. Continué hablando, pero al otro lado de la puerta se hizo un silencio hueco como si muchas de las voces se hubieran retirado y sólo quedara ahora un par de ellas. A continuación, escuché unos leves y caóticos fragmentos de discusiones, unos indicios de rebelión.

Gabrielle entrecerró los ojos.

Se hizo un silencio total. Ahora sólo quedaban en el exterior de la iglesia algunos mortales que cruzaban la place de Gréve avanzando contra el viento. No me había pasado por la cabeza que las criaturas pudieran retirarse. ¿Qué podíamos hacer ahora para salvar a Nicolás?

Parpadeé. De pronto me sentía muy cansado, casi abrumado de desesperación, y me dije confusamente: «¡Esto es ridículo, yo nunca me desespero! Eso les sucede a los otros, no a mí. Yo sigo luchando no importa lo que suceda. Siempre».

Y, en mi agotamiento y mi cólera, vi a Magnus saltando a la pira, y la mueca de su rostro antes de que las llamas le consumieran, reduciéndole a cenizas. ¿Era aquello producto de la desesperación?

La idea me paralizó. Me causó el mismo horror que cuando el hecho se había producido en la realidad. Y tuve la extrañísima sensación de que alguien más me estaba hablando de Magnus. ¡Por eso me había venido a la mente su recuerdo!

—Muy listo... —susurró Gabrielle.

—No hagas caso. Está jugando con nuestros propios pensamientos —le advertí.

Pero cuando dejé de mirarla para observar la puerta abierta que tenía detrás, vi aparecer una pequeña figura, perfectamente material. Pertenecía a un joven, no a un hombre maduro.

Deseé profundamente que fuera Nicolás, pero enseguida me di cuenta de que no era así. La figura era más baja que Nicolás, aunque de constitución más robusta. Y no era humana.

Gabrielle emitió un leve murmullo de asombro que, en aquel lugar, sonó casi como una oración.

La criatura no vestía como los hombres de la época, sino que llevaba una túnica con cinto, muy elegante, y medias en sus piernas bien torneadas. Las mangas, muy holgadas, le colgaban a los costados. En realidad, iba vestido como Magnus, y, por un instante, tuve la loca impresión de que éste había vuelto por algún arte de magia.

Una idea estúpida. La criatura era, como ya he dicho, un muchacho que llevaba el cabello largo y rizado. Le vi penetrar con paso resuelto y nada afectado en la catedral, a través de la luz plateada. Titubeó un instante, y, por la inclinación de la cabeza, me pareció que miraba hacia arriba. Después, se acercó a nosotros cruzando la nave sin que sus pies hicieran el menor ruido sobre las piedras.

Entró en el círculo de luz de los cirios del altar lateral en que nos hallábamos. Sus ropas de raso negro, hermosas en otra época, estaban desgastadas por el paso del tiempo y salpicadas de suciedad. Su rostro, en cambio, era radiante, pálido y perfecto, la imagen misma de un dios, de un Cupido pintado por Caravaggio, seductor y etéreo, con el cabello castaño rojizo y los ojos de color pardo oscuro.

Abracé a Gabrielle con más fuerza, al tiempo que miraba al joven. Nada me desconcertó tanto de aquella criatura inhumana como el modo como nos miraba. Estaba inspeccionando hasta el menor detalle de nuestras personas. Después extendió el brazo con mucha delicadeza y tocó la piedra del altar que tenía al lado. Contempló el altar, su crucifijo y sus santos, y volvió a concentrar la mirada en nosotros.

A sólo unos metros de nosotros, nos contempló tiernamente, con una expresión que era casi sublime. Y surgió de los labios de aquella criatura la misma voz que había oído antes, invitándonos, incitándonos a entregarnos, insistiendo con indescriptible dulzura en que debíamos amarnos todos, él y Gabrielle, a quien no llamó por su nombre, y yo.

Había algo de infantil en su modo de enviarnos la invitación, allí plantado delante de nosotros.

Me mantuve firme ante él. Por puro instinto. Noté que mis ojos se volvían opacos como si se hubiera levantado un muro que cegara las ventanas de mis pensamientos. Y, pese a todo, sentí tales deseos de aquel ser, tales deseos de entregarme a él y de seguirle y de dejarme conducir por él, que todos mis anhelos del pasado parecían reducidos a la nada. La criatura era un absoluto misterio para mí, como lo había sido Magnus. Pero aquel ser, aquel joven, era indescriptiblemente hermoso y parecía guardar en su interior una profundidad y una complejidad infinitas, de las que Magnus había carecido.

La angustia de mi vida inmortal me atenazó.
«Ven a mí»
dijo la voz.
«Ven a mí porque sólo yo y ¿os que son como yo pueden poner fin a la soledad que sientes.»
La voz tocó un pozo de inexpresable tristeza, sondeó las profundidades de la melancolía, y la garganta se me secó con un rígido nudo donde debía tener la voz. Y, pese a todo, me mantuve firme.

«Nosotros dos estamos juntos»
repliqué, cerrando mi abrazo en torno a Gabrielle. Luego pregunté al ser:
«.¿Dónde está Nicolás?».
Hice la pregunta y me concentré en ella, sin hacer caso a nada de cuanto oía o veía.

El joven se humedeció los labios; un gesto muy humano. Y, en silencio, se acercó aún más a nosotros hasta quedar a no más de dos palmos, sin dejar de mirarnos alternativamente. Entonces, nos habló con una voz muy diferente a una voz humana.

—Magnus —dijo. El tono era moderado, halagador—. ¿Se arrojó al fuego como dices?

—Nunca he dicho tal cosa —respondí. El sonido humano de mi propia voz me sobresaltó, pero me di cuenta de que se refería a mis pensamientos de unos minutos antes—. Es cierto, se arrojó a la hoguera —añadí. ¿Para qué engañar a nadie en ese detalle?

Traté de penetrar en su mente. Él se dio cuenta de que lo hacía y lanzó contra mí unas imágenes tan extrañas que solté un jadeo.

¿Qué era lo que había visto por un instante? No supe reconocerlo. El infierno y el paraíso, o ambos en uno, vampiros bebiendo sangre de las propias flores que colgaban de los árboles, pendulantes y palpitantes.

Sentí una oleada de disgusto. Era como si el ser hubiera penetrado en mis sueños más íntimos como un súcubo.

Pero se había detenido. Cerró ligeramente los ojos y bajó la mirada con una vaga expresión de respeto. Mi disgusto le dejaba atónito y abrumado. No había previsto tal respuesta, no había esperado tal... ¿tal qué? ¿Tal fuerza?

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