Lestat el vampiro (36 page)

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Authors: Anne Rice

—¡El poder de Satán te arrastrará al infierno! —gritó el muchacho con todas las fuerzas que le quedaban.

—¡No haces más que repetir eso! —repliqué—. ¡Y, como todos pueden ver, sigue sin suceder!

¡Audibles murmullos de asentimiento!

—Si realmente pensaras que pudiera suceder —añadí—, no os habríais molestado en traerme aquí.

Voces más altas mostrando su acuerdo.

Eché una mirada a la pequeña figura solitaria del joven a quien llamaban amo. Todos los ojos se volvieron de mí a él. Incluso la desquiciada reina vampiro le miró.

Y, en el silencio, le oí susurrar:

—La asamblea ha terminado.

Hasta los atormentados seres encerrados tras las paredes callaron.

Y el amo habló de nuevo.

—Idos todos. Id ahora. La reunión ha terminado.

—¡Armand, no! —suplicó el muchacho.

Pero los demás retrocedían ya, oculto el rostro tras las manos y murmurando. Los timbales fueron dejados a un lado, y la única antorcha encendida fue colgada en la pared.

Observé al líder de las criaturas, convencido de que sus órdenes no estaban destinadas a dejarnos en libertad.

Y después de obligar en silencio al muchacho a marcharse con los demás, cuando sólo quedó a su lado la vieja reina, volvió una vez más la mirada hacia mí.

3

Vacía e iluminada por el débil y lóbrego resplandor de la única antorcha, la gran cámara bajo la inmensa cúpula parecía aún más sobrenatural, ocupada sólo por los dos vampiros que nos miraban.

En silencio, estudié la situación: ¿Abandonarían el cementerio aquellas criaturas, o aguardarían en lo alto de las escaleras? ¿Me permitirían sacar con vida a Nicolás de aquel lugar? El muchacho no se alejaría, pero era un ser débil. La vieja reina no nos haría nada. El único obstáculo real era, pues, el llamado «amo». Sin embargo, ahora tenía que contenerme y no ser impulsivo.

Mi oponente seguía mirándome sin decir nada.

—¿Armand? —dije en tono respetuoso—. ¿Puedo dirigirme a ti por ese nombre? —Me acerqué un poco más, buscando el menor cambio en su expresión—. Evidentemente, tú eres el líder de estas gentes y quien puede explicarnos todo esto.

No obstante, las palabras no lograron enmascarar mis sentimientos. Estaba apelando a él, le estaba pidiendo que me explicara cómo había conducido a las pobres criaturas a todo aquello. Precisamente él, que parecía tan anciano como la vieja reina y dotado de una profundidad que las criaturas no alcanzaban a entender. Le recordé plantado ante el altar de Notre Dame con aquella expresión etérea en el rostro. Y me descubrí perfectamente reflejado en él, en la posibilidad que representaba, en aquel anciano que había permanecido en silencio durante toda la escena.

Creo que en ese instante busqué en él, por un segundo, un hálito de sentimientos humanos. Era aquello lo que pensaba que el conocimiento me revelaría; y el mortal que había en mí, el ser vulnerable que había gritado en la posada ante la visión del caos, preguntó:

—Armand, ¿qué significa todo esto?

Pareció que sus ojos pardos vacilaban, pero, a continuación, su rostro se transformó sutilmente en una expresión de rabia y retrocedí unos pasos.

No podía aceptar lo que me decían mis sentidos. Los súbitos cambios que el ser había sufrido en Notre Dame no eran nada en comparación con éstos. Y yo jamás había conocido una encarnación tan absoluta de la malevolencia. Incluso Gabrielle se apartó de él y levantó un brazo para proteger a Nicolás. Volví atrás hasta que estuve a su lado, y nuestros brazos se rozaron.

Pero, de modo igualmente milagroso, la expresión de odio se borró de su rostro, y éste volvió a ser el de un tierno y lozano joven mortal.

La vieja reina vampiro lanzó una sonrisa casi lánguida y se mesó los cabellos con sus blancas zarpas.

—¿Recurres a mí en busca de explicaciones? —preguntó.

Dirigió una mirada a Gabrielle y a la ofuscada figura de Nicolás, apoyado en su hombro, y volvió a concentrarse en mí.

—Podría hablar hasta el fin de los tiempos —murmuró— y no me bastaría para explicarte lo que acabas de destruir aquí.

Me pareció que la vieja reina emitía alguna risita burlona, pero estaba demasiado concentrado en él, en su suavidad al hablar y en la gran rabia que se agitaba tras las palabras.

—Estos misterios han existido desde que el mundo es mundo. —Armand parecía empequeñecido en la inmensa cámara; la voz surgía de su boca sin esfuerzo y los brazos le colgaban a los costados—. Desde los tiempos más remotos, nuestra especie ha vivido rondando las ciudades de los hombres, haciendo nuestras víctimas entre ellos durante la noche, como Dios y el diablo nos ordenaron hacer. Somos elegidos de Satán, y los admitidos en nuestras filas han de someterse a prueba primero, a través de un centenar de crímenes, para que se les conceda el Don Oscuro de la inmortalidad.

Se acercó un poco más a mí y vi brillar la luz de la antorcha en sus pupilas.

—Todos ellos han aparentado morir delante de sus seres queridos —continuó—, y sólo gracias a una pequeña infusión de nuestra sangre han podido soportar el terror del ataúd mientras aguardaban nuestra llegada. Entonces, y sólo entonces, han recibido el Don Oscuro, para volver a ser sellados en la tumba inmediatamente, hasta que la sed les da la fuerza necesaria para escapar de su angosta caja mortuoria y revivir.

Su voz se hizo un poco más potente, más resonante.

—Lo que conocían esas criaturas en sus cámaras tenebrosas era la muerte. La muerte y el poder del mal; eso es lo que más claro tenían en la cabeza cuando se alzaban, cuando rompían el ataúd y las puertas de hierro que mantenían cerradas sus cámaras. Y ay del débil, del que no podía salir de su tumba, de esos cuyos lamentos atraían mortales al día siguiente..., pues nadie respondía por la noche. Con ellos no mostrábamos piedad.

»Pero los que se alzaban... ¡Ah!, ésos eran los vampiros que recorrían la Tierra, sometidos a prueba y purificados, Hijos de las Tinieblas nacidos de la sangre de un novicio, nunca del gran poder de un anciano maestro, con el objeto de que el tiempo proporcionara a cada uno la sabiduría necesaria para utilizar los Dones Oscuros antes de que éstos se desarrollen por completo. Y sobre estos Hijos de las Tinieblas se establecieron las Leyes de la Oscuridad: vivir entre los muertos, pues somos cosas muertas, regresar cada noche a la propia tumba o a una muy próxima, huir de los lugares iluminados, atraer a las víctimas lejos de la compañía de otros para darles muerte en lugares hechizados y profanos. Y honrar siempre el poder de Dios, el crucifijo en el cuello y los sacramentos. Y nunca jamás entrar en la Casa de Dios, so pena de que Él le prive a uno de sus poderes y le envíe al infierno y ponga fin entre ardientes tormentos a su reinado en la Tierra.

Hizo una pausa. Miró por primera vez a la vieja reina y dio la impresión, aunque no pude cerciorarme por completo, de que la visión de su rostro le ponía furioso:

—Tú te burlas de estas cosas —le dijo—. ¡Magnus también se burlaba ! —Se puso a temblar y continuó—: ¡Una actitud propia de su locura, como lo es de la tuya, pero te aseguro que no entiendes estos misterios! ¡Los haces añicos como si fueran de cristal, pero no tienes ninguna fuerza, ningún poder, salvo la ignorancia! ¡Los quebrantas, y eso es todo!

Apartó los ojos de ella, vacilando como si quisiera añadir algo, y paseando la mirada por la inmensa cripta.

Escuché una levísima cantinela en los labios de la vieja reina.

Estaba canturreando algo para sí y empezó a mecerse adelante y atrás con la cabeza ladeada y los ojos soñadores. Una vez más, parecía hermosa.

—Para mis hijos, es el final —susurró el amo—. Todo está hecho y terminado, pues ahora saben que pueden desobedecer cualquier mandato; acabó todo lo que nos unía, todo lo que nos daba fuerzas para soportar la existencia como seres malditos, terminaron todos los misterios que nos protegían aquí.

Me miró una vez más.

—¡Y tú me pides explicaciones como si fuera algo inexplicable! ¡Tú, para quien la ejecución del Rito Oscuro es un acto de insolente codicia! ¡Tú, que lo has efectuado con el mismo vientre que te llevó! ¿Por qué no también a éste, al violinista del diablo, a quien adoras de lejos cada noche?

—¿No te lo había dicho? —cantó la reina vampiro—. ¿No lo habíamos sabido siempre? No hay nada que temer de la señal de la Cruz, ni del agua bendita, ni de la mismísima Hostia... —Repitió las palabras cambiando la melodía que susurraba, y añadió a continuación—: Y los viejos ritos, y el incienso, el fuego, los juramentos pronunciados, cuando creíamos ver al Maligno en la oscuridad, susurrando...

—¡Silencio! —la interrumpió el amo, bajando la voz y llevándose casi las manos a los oídos en un gesto extrañamente humano. Tenía el aspecto de un chiquillo, casi perdido. ¡Oh, Señor, que nuestros cuerpos inmortales pudieran ser prisiones tan diversas para nosotros, que nuestros rostros inmortales fueran tales máscaras de nuestras verdaderas almas...!

Cuando volvió a fijar sus ojos en mí, pensé por un instante en que iba a producirse otra de aquellas espantosas transformaciones o en que estallaría en otro incontrolable episodio de violencia, y me preparé.

Pero advertí que estaba implorándome en silencio.

¿Por qué se había producido aquello? Se esforzaba en que su voz saliera de su garganta al repetirlo en voz alta, mientras intentaba dominar la ira.

—¡Explícamelo tú! ¿Por qué tú, con la fuerza de diez vampiros y la osadía de un infierno lleno de diablos, abriéndote paso por el mundo con tu camisa de brocado y tus botas de cuero? ¡Lelio, el actor de la Casa de Tespis, representándose sobre el escenario en el bulevar! ¡Dímelo tú! ¡Dime por qué!

—Fue la fuerza de Magnus, su genio —cantó la vieja mujer vampiro con la sonrisa más melancólica.

—¡No! —replicó su compañero sacudiendo la cabeza—. Te dijo que va más allá de cuanto se pueda decir. No conoce límites y, por tanto, carece de ellos. Pero, ¿por qué?

Se acercó un poco más a mí. No pareció andar, sino que aparentó quedar enfocado con más claridad, como sucedería con una aparición.

—¿Por qué tú —preguntó—, con tu osadía al recorrer sus calles, al forzar sus cerraduras, al llamarles por el nombre? ¡Vistes como ellos, te peinas como ellos! ¡Hasta juegas en sus mesas! Vives engañándoles, abrazándoles, bebiéndoles la sangre apenas unos metros de donde otros mortales ríen y bailan. ¡Tú, que rehuyes los cementerios y apareces en las criptas de las iglesias! ¿Por qué tú? Irreflexivo, arrogante, ignorante y desdeñoso... ¡Dame tú la explicación! ¡Respóndeme!

El corazón me latía a toda prisa. Tenía el rostro ardiendo, latiéndome con la sangre. Ahora no le tenía ningún miedo, pero sentía una rabia incomparable con la de cualquier mortal y no entendí muy bien la razón.

Su mente...; había deseado romperle en pedazos la mente..., y ahora oía, surgiendo de él, aquella superstición, aquel absurdo. El amo no era ningún espíritu sublime que comprendiera lo que sus seguidores eran incapaces de entender. No se trataba de creer, sino de algo mil veces peor: ¡Él había confiado en que las cosas fueran así!

Y entonces me di perfecta cuenta de qué era aquel ser: no era un ángel ni un demonio, sino una entidad forjada en una época oscura, cuando los primigenios planetas del Sol recorrían la bóveda celeste, y las estrellas no eran más que pequeñas linternas que representaban dioses y diosas en la noche cerrada. Una época en que el hombre era el centro de este gran mundo en el que deambulamos, un tiempo en que para cada pregunta había habido una respuesta. Eso era aquel ser, un hijo de tiempos antiguos en que las brujas bailaban a la luz de la Luna y los caballeros combatían contra los dragones.

Ah, pobre niño perdido, merodeando en las catacumbas bajo la gran ciudad en un siglo incomprensible. Tal vez su forma mortal era más adecuada de lo que había supuesto.

Pero no había tiempo de lamentarse por él, por hermoso que fuera. Los enclaustrados tras las paredes sufrían por orden suya. Y en cualquier momento podía hacer volver a los que había ordenado abandonar la cámara.

Yo tenía que pensar una respuesta que él pudiera aceptar. No bastaba con la verdad. Tenía que presentar ésta poéticamente, como lo habrían hecho los pensadores de la antigüedad, de una época anterior al advenimiento de la era de la razón.

—¿Quieres una respuesta? —dije en un susurro. Mientras ponía orden en mis pensamientos, casi pude percibir una advertencia de Gabrielle y el temor de Nicolás—. No soy experto en misterios ni dado a filosofías, pero es bastante evidente qué ha sucedido aquí.

Me estudió con franca extrañeza.

—Si tanto temes el poder de Dios —continué—, no te serán desconocidas las enseñanzas de la Iglesia. Debes saber que las formas de la bondad cambian con las eras y que en el cielo hay santos de todas las épocas.

Vi que prestaba manifiesta atención a mis palabras, animado por los términos que yo estaba usando.

—En la antigüedad —proseguí—, había mártires que apagaban las llamas que pretendían quemarles, místicos que levitaban por los aires mientras escuchaban la voz de Dios. Pero el mundo ha cambiado, igual que cambian los santos. ¿Qué santos hay ahora, salvo obedientes curas y monjas? Construyen hospitales y orfanatos, pero no invocan a los ángeles para que arrasen al enemigo o domen a la bestia feroz.

No advertí el menor cambio en él, pero continué mi argumentación.

—Lo mismo sucede con el mal, evidentemente. Cambia de forma. ¿Cuántos hombres de esta época creen en la Cruz que tanto asusta a tus seguidores? ¿Crees que los mortales de la superficie hablan entre ellos del cielo y del infierno? ¡Sus conversaciones son sobre filosofía y sobre ciencia! ¿Qué les importa a ellos si los fantasmas rondan un cementerio cuando cae la oscuridad? ¿Qué importa un puñado más de muertes en una retahíla de asesinatos? ¿Qué interés puede tener eso para Dios, para el demonio o para el propio hombre?

Escuché de nuevo la risa de la reina vampiro.

Armand, en cambio, permaneció callado e inmóvil.

—Incluso vuestro territorio está a punto de seros arrebatado —proseguí—. El cementerio en el que os ocultáis va a ser eliminado de las calles de París. Ni siquiera los huesos de vuestros ancestros han perdido su carácter sagrado de esta época secularizada.

De pronto, el rostro de Armand perdió su hieratismo, incapaz de ocultar su desconcierto...

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