Ana Karenina (105 page)

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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

«¿Qué hubiera sido de mí si yo no hubiese sabido que era preciso vivir para Dios y no para la satisfacción de mis necesidades? Habría robado, mentido, asesinado… Ninguno de los goces que la vida me proporciona hubiera existido para mí… Yo buscaba una solución que las reflexiones no pueden hallar, porque no están a la altura del problema; solo la vida, con el conocimiento innato del bien y del mal, me ofrecía una respuesta; y este conocimiento no lo he adquirido yo, pues no hubiera sabido dónde tomarlo; me ha sido dado como todo lo demás. El razonamiento no me habría demostrado que debo amar a mi prójimo en vez de estrangularlo. Si cuando me lo enseñaron en mi infancia lo creí fácilmente, era porque ya lo sabía. La enseñanza de la razón es la lucha por la existencia, esa ley que exige que se arrollen todos los obstáculos para realizar nuestros deseos; la deducción es lógica, mientras que no hay nada menos razonable que amar al prójimo. ¡Oh orgullo, oh necedad! —pensó—. Astucia del espíritu… ¡Sí, astucia y perversidad!»

XIII

L
IEVIN
recordó una escena ocurrida recientemente entre Dolli y sus hijos, que cierto día se entretenían en hacer confituras, colocando una taza sobre la llama de una luz, y en arrojarse leche a la cara; su madre los sorprendió y los riñó delante de su tío, procurando hacerles comprender que si rompían las tazas les faltarían luego para tomar el té, lo mismo que la leche si la arrojaban. A Lievin le llamó la atención el escepticismo con que las criaturas escucharon a su madre; los razonamientos de esta los dejaron fríos, y solo sintieron verse privados de jugar más. Era evidente que ignoraban el valor de los bienes de que hacían uso, sin comprender que destruían en cierto modo su subsistencia.

«Todo eso está muy bien, se dijeron sin duda; pero ¿es tan precioso lo que nos da? Lo mismo es hoy que mañana, mientras que lo que hacíamos tiene algo de nuevo, como juego inventado por nosotros. ¿No es así como nosotros obramos —se dijo Lievin—, y particularmente yo, al esforzarme en penetrar por el razonamiento los secretos de la naturaleza y el problema de la vida humana? ¿No es esto lo que hacen los filósofos con sus teorías? ¿No se ve claramente en el desarrollo de cada una de ellas el verdadero sentido de la vida humana, tal como la entiende Fiódor, el campesino? Déjese a los niños buscar por sí mismos la subsistencia, y en vez de hacer travesuras se morirán de hambre… Que nos dejen a nosotros entregarnos a nuestras ideas y pasiones sin el conocimiento de nuestro creador, sin el sentimiento del bien y del mal moral… ¿Qué resultados obtendremos? Si vacilamos en nuestras creencias es porque, semejantes a los niños, nos cansamos de una misma cosa. Yo, cristiano, educado en la ley, colmado de los beneficios del cristianismo, viviendo de ellos sin echarlo de ver, lo mismo que esas criaturas, he tratado de destruir la esencia de la vida…; pero en la hora del sufrimiento me dirijo al todopoderoso, y comprendo que se me perdonan mis pueriles faltas. Sí, la razón no me ha enseñado nada; lo que se me ha revelado por el corazón y sobre todo por la fe en las enseñanzas de la Iglesia… ¿La Iglesia? —repitió Lievin, volviéndose y mirando a lo lejos el ganado que bajaba hacia el río—. ¿Puedo yo creer verdaderamente en todo lo que la Iglesia me enseña? —se preguntó para hallar un punto que turbase su tranquilidad. Y recordó los dogmas que le habían parecido extraños—. ¿La creación?… ¿Cómo había llegado a explicarse la existencia?… ¿El diablo, el pecado?… ¿Cómo se había explicado el mal?… ¿El redentor?

Ninguno de estos dogmas le parecían atacar a los únicos fines del hombre, la fe en Dios, en el bien; todos concurrían, por el contrario, al milagro supremo, el que consiste en permitir a los millones de seres humanos que pueblan la tierra, jóvenes y viejos, aldeanos y emperadores, sabios y tontos, comprender las mismas verdades, para componer esa vida del alma.

Lievin contempló el cielo, y se dijo: «Bien sé que esa es la inmensidad del espacio y no una bóveda azul que se extiende sobre mi cabeza; pero mis ojos no ven más que la bóveda redondeada, y no distinguen mejor que si mirasen más allá».

Lievin dejó de reflexionar, y escuchó las voces misteriosas que resonaran a su alrededor.

«¿Es verdaderamente la fe? —se preguntó, sin atreverse a creer en su dicha—. ¡Dios mío, yo te doy gracias!» Y algunas lágrimas de agradecimiento se deslizaron por sus mejillas.

XIV

U
N
pequeño coche, que se divisaba a lo lejos, se aproximó poco después al rebaño; Lievin reconoció al cochero, que hablaba con el pastor, y muy pronto oyó el rumor de las ruedas y el relincho de su caballo; pero, sumido en sus meditaciones, no pensó en preguntar quien lo buscaba.

—La señora me envía —gritó el cochero desde lejos— para decir a usted que Serguiéi Ivánovich ha llegado con un desconocido.

Lievin tomó asiento en el coche y empuñó las riendas. Como si despertara de un sueño, no pudo volver en sí hasta largo rato después; sentado junto al cochero, miraba el caballo, pensando en su hermano y en su esposa, a quienes su larga ausencia debía inquietar, y en el huésped desconocido, preguntándose si sus relaciones con los suyos sufrirían alguna modificación.

«Ya no quiero más frialdad con mi hermano —se decía—, ni disputas con Kiti, ni impaciencias con los criados; y seré cordial para mi nuevo huésped.»

Y reteniendo el caballo, que solo deseaba correr, quiso dirigir algunas palabras bondadosas al cochero, que se mantenía inmóvil a su lado sin saber qué hacer con sus manos ociosas.

—Sírvase usted tomar la derecha, pues se ha de evitar el choque con un tronco —dijo en aquel momento Iván, tocando las riendas que su amo empuñaba.

—Déjeme usted en paz y no venga a darme lecciones —contestó Lievin, con el enojo que manifestaba siempre cuando intervenían en sus asuntos.

Y al momento comprendió que su nuevo estado moral no ejercía ninguna influencia en su carácter.

Un poco antes de llegar divisó a Grisha y a Tania que corrían a su encuentro.

—¿Quién ha venido? —gritó.

—Un caballero muy feo, que hace muchos ademanes con los brazos, así —dijo Tania, imitando a Katavásov.

—¿Es joven o viejo? —preguntó Lievin sonriendo—. «¡Con tal que no sea un hombre molesto!», pensó.

Al doblar un recodo del camino reconoció a Katavásov, que avanzaba a la cabeza de los demás, gesticulando como lo había observado Tania.

A Katavásov le agradaba hablar de filosofía, como naturalista, y Lievin había discutido a menudo con él en Moscú, dejando a veces a su adversario en la ilusión de que lo había convencido. En aquel instante recordó una de sus pasadas discusiones y se prometió no expresar ligeramente sus ideas. Lo primero que hizo cuando se reunió con los que iban a buscarle fue preguntar por su esposa.

—Está en el bosque con Mitia, porque hacía mucho calor en casa —contestó Dolli.

Esto contrarió a Lievin, a quien siempre parecía peligroso llevar el niño tan lejos.

—Esa muchacha no sabe ya qué inventar —dijo el anciano príncipe—; siempre anda con su hijo de un lado a otro. Le he recomendado que pruebe también la nevera.

—Se reunirá con nosotros en las colmenas, pues creía que estabas allí —añadió Dolli.

—¿Qué haces de bueno? —preguntó Serguiéi Ivánovich a su hermano.

—Nada de particular. ¿Y tú? ¿Permanecerás aquí algún tiempo? Te esperábamos mucho antes.

—Estaré unos quince días, porque tengo mucho que hacer en Moscú.

Las miradas de los dos hermanos se cruzaron y Lievin bajó la vista sin saber qué decir; queriendo abstenerse de hablar sobre la guerra de Serbia y la cuestión eslava, a fin de no promover debates que pudieran perturbar las relaciones sencillas y cordiales que deseaba conservar con Serguiéi, le pidió noticias sobre su libro.

Koznyshov sonrió.

—Nadie piensa en él —repuso—, y yo menos que los demás. Ya veréis cómo tendremos lluvia, Daria Alexándrovna —añadió, mostrando unas nubes que se amontonaban sobre los árboles.

Bastaron aquellas palabras para que las relaciones entre los hermanos se tornaran de nuevo no enemistosas, pero sí frías, por mucho que Lievin intentara evitarlo. Lievin se acercó a Katavásov.

—Buena idea ha tenido usted en venir —le dijo.

—Lo deseaba hace largo tiempo; vamos a charlar en grande. ¿Ha leído usted a Spencer?

—No del todo, porque lo creo inútil.

—¿Cómo es eso? Me extraña usted.

—Quiero decir que no me ayudará más que los otros a resolver ciertas cuestiones. Por lo demás, ya hablaremos del asunto —añadió Lievin, admirado de la alegría que expresaba el rostro de Katavásov.

Y temiendo comenzar desde luego el debate, condujo a sus huéspedes por un angosto sendero hasta un prado sin segar y los instaló a la sombra de unos árboles en bancos preparados al efecto. Quiso ir él mismo a buscar pan y miel; al llegar a las inmediaciones de las colmenas, descolgó de la pared de la cabaña una careta de alambre, se cubrió la cabeza, introdujo las manos en los bolsillos y penetró en el recinto reservado para las abejas, donde se velan las colmenas alineadas en buen orden. Allí, en medio de los insectos que zumbaban, se felicitó de tener un momento para reflexionar y recogerse; y pudo comprender que la vida real recobraba su imperio, rebajando sus ideas. ¿No había reprendido ya a su cochero, manifestando después frialdad con su hermano y diciendo cosas inútiles a Katavásov?

«¿Será posible —se preguntó— que mi felicidad no haya sido más que una impresión furtiva que se desvanece sin dejar ningún vestigio?»

Pero al volver en sí reconoció que sus inspiraciones estaban intactas; evidentemente se había producido un fenómeno en su alma; la vida real, que acababa de tocar, solo había extendido una nube sobre su calma anterior. Así como las abejas, zumbando a su alrededor, lo obligaban a defenderse sin atentar contra sus fuerzas físicas, del mismo modo su nueva libertad resistía los ligeros ataques de los incidentes producidos durante las últimas horas.

XV

H
AS
de saber, Kostia —dijo Dolli, después de dar su parte de pepinos y miel a cada uno de los niños—, que Serguiéi Ivánovich acaba de viajar con Vronski, el cual se dirige a Serbia.

—No va solo —añadió Katavásov—, pues ha organizado un escuadrón a sus expensas.

—¡Eso es lo que le conviene! —contestó Lievin—. ¿Y envían ustedes todavía voluntarios? —añadió, mirando a su hermano.

Serguiéi Ivánovich se ocupaba en desprender una abeja cogida por la miel en el fondo de una taza y no contestó.

—¡Cómo si se envían aún! —exclamó Katavásov—. ¡Si nos hubiera usted visto ayer!

—Le agradecería que me explicara adónde van todos esos héroes y contra quién han de batirse —dijo el anciano príncipe, dirigiéndose a Koznyshov.

—Contra los turcos —contestó este, sonriendo, mientras ponía en libertad a la abeja cogida.

—Pero ¿quién ha declarado la guerra a los turcos? ¿Serán por ventura la condesa Lidia y la señora Sthal?

—Nadie ha declarado la guerra; pero condolidos por los padecimientos de nuestros hermanos, se busca el medio de auxiliarlos.

—No es eso lo que admira al príncipe —dijo Lievin, tomando el partido de su suegro—; lo que le parece extraño es que algunos particulares, sin autorización alguna de su gobierno, se atrevan a tomar parte en una guerra.

—¿Y por qué los particulares no han de tener ese derecho? —replicó Katavásov—. Explíquenos usted su teoría.

—Hela aquí: hacer la guerra es cosa tan terrible que ningún hombre, sin hablar aquí de cristianos, tiene derecho para asumir la responsabilidad al declararla; esto incumbe a los gobiernos, y hasta los ciudadanos deben renunciar a toda voluntad personal cuando se hace inevitable una declaración de guerra. Fuera de toda ciencia política, el buen sentido basta para indicar que esta es exclusivamente una cuestión de estado.

Serguiéi Ivánovich y Katavásov tenían ya preparadas sus contestaciones.

—En esto se engaña usted —dijo el segundo—; cuando un gobierno no comprende la voluntad de los ciudadanos, la sociedad impone la suya.

—Tú no explicas suficientemente el caso —interrumpió Serguiéi Ivánovich, frunciendo el ceño—. Aquí no se trata de una declaración de guerra, sino de una demostración de simpatía cristiana. Se asesina a nuestros hermanos, y no solamente a los hombres, sino también a las mujeres, y a los niños y a los ancianos, y el pueblo ruso, sublevándose contra semejante violencia, corre en auxilio de esa gente para reprimir los horrores. Figúrate que ves a un borracho pegar a una criatura sin defensa en la calle, ¿preguntarás si se ha declarado la guerra para auxiliarle?

—No, pero no asesinaré a mi vez.

—Quizá lo harías.

—No lo sé; acaso matara en el arrebato del momento; pero no veo este impulso en el caso presente.

—Puede ser que tú no lo veas; pero no todo el mundo piensa lo mismo —replicó Serguiéi Ivánovich con cierto disgusto—: el pueblo conserva la tradición de los hermanos ortodoxos que gimen bajo el yugo del infiel y se ha despertado.

—Es posible —contestó Lievin con tono conciliador—; pero yo no veo nada de ese impulso a mi alrededor, ni experimento nada tampoco, aunque formo parte del pueblo.

—Otro tanto digo yo —añadió el anciano príncipe—. Los diarios que he leído en el extranjero son los que me revelaron el súbito amor de toda Rusia a los hermanos eslavos; yo no había pensado nunca en tal cosa, pues jamás me inspiraron la menor simpatía. A decir verdad, mi indiferencia me inquietó al principio, y la atribuía a las aguas de Carlsbad; pero desde mi vuelta, veo que no soy el único de mi especie.

—Las opiniones personales importan poco cuando Rusia entera se pronuncia.

—Pero el pueblo no sabe nada.

—Sí, padre —interrumpió Dolli, ocupada hasta entonces con sus niños, que interesaban mucho al guardián de las abejas—. ¿Se acuerda usted lo que pasó el domingo en la iglesia?

—¿Qué sucedió? Los sacerdotes tienen orden de leer al pueblo un escrito del que nadie entiende una palabra; y si los campesinos suspiran durante la lectura, es porque creen estar oyendo el sermón; aquellos que dan alguna moneda se imaginan que se les había de salvar sus almas, aunque no saben cómo.

—El pueblo no puede ignorar su destino, pues no le falta la intuición, y en momento como este la manifiesta —dijo Serguiéi Ivánovich, fijando una serena mirada en el guardián de las abejas, que estaba en medio de ellos y contemplaba a sus amos sin entender una palabra de la conversación.

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