Ana Karenina (101 page)

Read Ana Karenina Online

Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

Absorta en sus pensamientos y olvidando un instante su dolor, quedó sorprendida cuando el coche se detuvo; el conserje, saliendo a su encuentro, la hizo volver a la realidad.

—¿Se ha recibido contestación? —preguntó.

—Voy a informarme —dijo el conserje.

Un momento después volvió con un telegrama en su sobre. Anna leyó lo siguiente:

No puedo volver antes de las diez. Vronski.

—¿Y el mensajero?

—Aún no ha vuelto.

En el alma de Anna se despertó al punto un deseo de venganza y subió la escalera corriendo. «Iré yo misma a buscarlo —pensó— antes de marcharme para siempre y le diré claramente lo que es. ¡Oh, jamás he odiado a nadie tanto como a ese hombre!» Y al ver un sombrero del conde en el recibidor hizo un ademán de repugnancia. No reflexionaba que el telegrama era la contestación al suyo, y no el mensaje enviado por un expreso, que Vronski no podía haber recibido aún. «Ahora estará en casa de su madre, hablando alegremente con su madre y con la joven princesa Sorókina, sin pensar en lo que yo sufro…» Y queriendo desechar los terribles pensamientos que la acometían en aquella casa, cuyas paredes le parecía que iban a desplomarse sobre su cabeza, murmuró: «Es preciso marchar cuanto antes; pero ¿adónde ir? Iré por ferrocarril para perseguirlo y humillarlo…». Consultando la guía ferroviaria, vio que el tren de la noche salía a las 8 y 2 minutos. «Aún llegaré a tiempo», se dijo.

Mandó enganchar caballos de refresco y puso en un pequeño saco de viaje los objetos indispensables para una ausencia de algunos días. Resuelta a no volver a la casa, proyectaba mil planes distintos, y al fin resolvió continuar su viaje por la vía férrea de Nizhni Nóvgorod, después de la escena que tendría lugar en la estación o en casa de la condesa para detenerse en la primera ciudad.

Se acababa de servir la comida; se acercó a la mesa, olió pan y queso, comprobó que el olor de la comida le daba asco; volvió a subir al coche tan pronto como los caballos estuvieron enganchados, irritada al ver que los sirvientes se agitaban a su alrededor.

—No te necesito, Piotr —dijo al lacayo.

—¿Quién tomará el billete?

—Pues bien, ven si quieres; a mí me es igual —contestó con acento de enojo.

Piotr saltó a la trasera y dio al cochero orden de dirigirse a la estación.

XXX

«¡Y
A
se aclaran mis ideas! —se dijo Anna cuando se halló otra vez en el coche—. ¿En qué pensaba yo últimamente? ¡Ah, ya me acuerdo: en las reflexiones de Yashvin sobre la lucha por la existencia y el odio que une a los hombres!… ¿Vais en busca de placer? —preguntó, interpelando mentalmente a unos alegres jóvenes que en un coche de cuatro caballos iban al parecer a divertirse al campo—. ¡No escaparéis de vosotros mismos! —Anna observó que Piotr miraba algo y miró hacia allí. Vio a un obrero, borracho perdido, cuya cabeza temblaba, acompañado de un policía—. ¡Este quizá lo haya logrado! ¡El conde Vronski y yo hemos tratado también de divertirnos para reconocer después cuán inferiores eran nuestros placeres a los supremos goces a que aspirábamos!» Y por primera vez, Anna consideró sus relaciones con Vronski bajo esa luz brillante que de repente le revelaba la vida. «¿Qué ha buscado en mí? ¡Las satisfacciones de la vanidad más bien que las del amor!» Y recordando las palabras del conde y su aspecto sumiso en el primer tiempo de sus relaciones, se confirmó en su idea. «Buscaba ante todo —pensó— un triunfo; me amaba, pero principalmente por vanidad; ahora que ya no está orgulloso de mí, todo concluyó; después de tomar de mí todo cuanto podía, y no teniendo ya de qué vanagloriarse, no soy para él sino una carga, y solo se cuida de guardarme exteriormente las debidas consideraciones. Ahora pretende conseguir el divorcio y casarse para quemar con ello sus naves: quiere conservar su honor. Tal vez me ame aún; pero ¿cómo?
The zest is gone
. Este va muy satisfecho de sí mismo y quiere que todos lo admiren —pensó al ver pasar a un dependiente a caballo—. Ya no lo atraigo. Si lo abandono, en el fondo se alegraría.» Aquello no era una suposición. Lo veía claramente gracias a aquella luz intensa que le revelaba el significado de la vida y de las relaciones humanas. «Mientras mi amor es cada día más apasionado y egoísta, el suyo se extingue poco a poco, y he aquí por qué ya no vamos bien; yo quiero atraerlo y él se empeña en huir; hasta el momento de comenzar nuestras relaciones íbamos uno al encuentro del otro; ahora vamos en sentido contrario. Me acusa de ser ridículamente celosa, y yo lo creo también así; pero la verdad es que mi amor no está ya satisfecho.» Anna cambió de sitio en el coche, moviendo los labios, como si tratase de hablar. «Si yo pudiera procuraría ser para él una amiga razonable en vez de una querida apasionada; pero no me es posible esa transformación. Mis ganas de amor le inspiran repugnancia, y yo le respondo con la cólera, no puede ser de otra manera. Segura estoy de que no me engaña y de que no está enamorado de Kiti ni de la princesa Sorókina; pero ¿qué me importa, si mi amor lo fatiga y no siente ya por mí lo que yo por él? Casi preferiría su odio, pues allí donde cesa el amor, comienza el infierno; esto es lo que me sucede… ¿Qué barrio será este? Montañas y casas, y siempre casas habitadas por gente que se aborrece… ¿Cómo podría yo volver a ser feliz? Supongamos que Karenin consiente en el divorcio, me devuelve a Seriozha y me caso con Vronski.» Al pensar en su marido, Anna creyó verlo ante sí, con su mirada apagada, sus manos de gruesas venas y sus dedos crujientes, y solo el recuerdo de sus relaciones de otro tiempo la hizo estremecerse de horror. «Admitamos que me caso. ¿Me respetará por eso Kiti? ¿Y no se preguntará Seriozha por qué tengo dos maridos? ¿Cambiará Vronski para mí? ¿Puede haber aún entre él y yo relaciones que me hagan feliz? No, la escisión entre nosotros es demasiado profunda; yo soy causa de su desgracia y él de la mía, y esto no cambiará. Una mendiga con un niño. Cree que la gente la compadece. ¿Acaso no nos han lanzado al mundo para odiarnos unos a otros y atormentarnos mutuamente? He ahí unos muchachos que vuelven de la escuela… ¡Pobre Seriozha!… Creí amarlo, y mi cariño por él me enternecía; pero he vivido sin él, cambiando su amor por el de otro, y mientras esa pasión me satisfizo, no me he quejado del cambio.» Anna se alegraba casi de poder analizar sus sentimientos con esta implacable claridad.

—¿Se ha de tomar el billete para Obirálovka? —preguntó Piotr al divisar la estación.

Anna no comprendió apenas la pregunta; sus pensamientos estaban en otra parte y había olvidado a qué iba allí.

—Sí —contestó al fin, entregando su bolsillo y apeándose con su pequeño saco en la mano.

Mientras atravesaba entre la multitud para dirigirse a la sala de espera, recordó los detalles de su situación, y de nuevo la esperanza y la desesperación removieron las heridas de su pobre corazón, que sufriendo tanto palpitaba ahora con la violencia estremecedora, y un momento después, sentada en un ancho diván circular, aguardando la llegada del tren, repasó en su memoria los diversos planes en que se podía fijar; luego reflexionó sobre el momento en que llegaría a la estación, el billete que escribiría a Vronski y lo que le diría al entrar en casa de la anciana condesa, donde tal vez en aquel momento se lamentaba de las amarguras de la vida. La idea de que aún hubiera podido ser feliz cruzó también por su pensamiento… ¡Qué duro era amar y aborrecer a la vez! ¡Cómo latía en aquel instante su pobre corazón!

XXXI

D
E
repente resonó un campanillazo y algunos jóvenes alegres, de aspecto vulgar, pasaron por delante de Anna; Piotr acompañó a su señora hasta el vagón; los hombres agrupados junto a la puerta enmudecieron al verla pasar, y uno de ellos murmuró algunas palabras al oído de su vecino, sin duda una grosería. Anna tomó asiento en un coche de primera y Piotr se quitó el sombrero, con una sonrisa idiota, en señal de despedida, y se alejó. El conductor cerró la portezuela; una dama ridículamente vestida corría por el andén con una niña que reía afectadamente.

«Esa criatura es grotesca y pretenciosa ya», pensó Anna, y para no ver a nadie, fue a sentarse en el lado opuesto.

Un hombrecillo sucio, que llevaba una gorra muy raída, por cuyos lados asomaban algunos mechones de cabello desgreñado, pasó por delante de la ventanilla y se inclinó sobre la vía.

«Yo he visto esa figura en alguna parte», pensó Anna; y de pronto, recordando su pesadilla, retrocedió con espanto hacia la puerta del coche, que un empleado abría para dar paso a un caballero y a una señora.

—¿Desea usted salir? —preguntó el empleado.

Anna no contestó, y nadie pudo observar bajo el velo su expresión de terror. Se sentó al punto y la pareja se colocó enfrente, examinando con discreción, aunque con curiosidad, los detalles de su traje. Ambos parecieron a Anna repugnantes. El marido pidió permiso para fumar, y habiéndolo obtenido comenzó a hablar con su mujer, en francés, con el único objeto de llamar la atención de Anna para trabar conversación con ella.

Aquella pareja debía aborrecerse, según Anna, porque era imposible que semejantes monstruos se amasen.

El ruido, los gritos y las carcajadas que resonaron después de la segunda señal de la campanilla indujeron a Anna a taparse los oídos, pues estas carcajadas la irritaban causándole casi el dolor, no quería oírlas más, pues tenía muy claro que nadie en este mundo tenía motivos para alegrarse. Apenas se hizo la tercera señal, la locomotora silbó, se puso el tren en movimiento y el caballero que estaba sentado frente a Anna hizo la señal de la cruz. «¿A qué vendrá esto?», pensó Anna, observando a su vecino; y volvió la cabeza con ademán de enojo para mirar los vagones y las paredes de la estación, que parecían pasar por delante de la ventanilla. El movimiento comenzó a ser más rápido; los rayos del sol poniente llegaron hasta el coche y comenzó a soplar una ligera brisa.

Anna, olvidando a sus compañeros de viaje, respiró el aire fresco y prosiguió el curso de sus reflexiones.

«¿En qué pensaba yo? —se dijo—. En que mi vida, de cualquier modo que me la represente, no puede ser más que dolor; todos estamos destinados a sufrir y solo buscamos un medio para disimularlo, aunque la verdad nos salta a la vista.»

—El hombre está dotado de razón para rechazar lo que le molesta o desagrada —dijo en francés la señora que iba en el coche, satisfecha de su frase.

Estas palabras respondían al pensamiento de Anna.

«Rechazar lo que molesta», pensó; y le bastó fijar una mirada en el hombre que tenía enfrente y en su esposa para comprender que esta última debía considerarse como un ser incomprensible, y que su marido, sin disuadirla de ello, se aprovechaba para engañarla.

Anna creía ver claramente todos los rincones de sus almas, pero como no representaban para ella ningún interés, continuó el hilo de sus pensamientos. «Rechazar lo que molesta. Para ello el hombre está dotado de razón. ¿Por qué no apagar la luz, cuando ya no hay qué mirar, cuando todo produce repugnancia? Pero ¿cómo? ¿Por qué ha pasado corriendo el mozo del tren? ¿Por qué hablan? ¿Por qué ríen? ¡Todo es mentira, engaño, maldad!»

Al llegar a la estación, trató de evitar el contacto con toda aquella gente ruidosa y permaneció en el andén, preguntándose qué haría. En aquel momento le parecía todo de difícil ejecución; empujada por uno u otro lado y observada con curiosidad por todos, no sabía dónde refugiarse; pero al fin se le ocurrió detener a un empleado para preguntarle si no había ido a la estación el cochero del conde Vronski con un mensaje.

—¿El conde Vronski? Hace muy poco tiempo han venido de su finca a buscar a la princesa Sorókina y a su hija. ¿Cómo es ese cochero?

En el mismo instante Anna vio avanzar hacia ella a su enviado, el cochero Mijaíl, que llevaba un caftaán nuevo y en la mano una carta, manifestando en su rostro orgullosa satisfacción por haber cumplido su encargo.

Anna rasgó el sobre y su corazón se oprimió al leer lo siguiente:

Siento que su carta no me haya encontrado en Moscú: volveré a las diez.

Vronski.

«Eso es; ya me lo esperaba», murmuró Anna con sarcástica sonrisa.

—Ya puedes volverte a casa —dijo al joven cochero, pronunciando estas palabras lenta y dulcemente. Su corazón latía de tal modo, que apenas la dejaba hablar. «No —pensó—, no consentiré que me haga sufrir más.» Y siguió avanzando por el andén. «¿Adónde ir, Dios mío?», se preguntó al ver que la observaban varias personas, a quienes su traje y hermosura llamaban sin duda la atención. Un empleado le preguntó si esperaba el tren y un vendedor ambulante no separaba de ella la vista. Llegada a la extremidad del andén se detuvo, unas señoras y sus niños hablaban con un caballero, a quien sin duda habían ido a buscar, y también volvieron la cabeza para mirar a Anna cuando pasó. Esta última apresuró el paso; en aquel instante se acercaba un tren de mercancías, haciendo retemblar las paredes de la estación, y repentinamente se acordó del hombre destrozado por la locomotora el día en que encontró a Vronski por primera vez en Moscú; entonces comprendió lo que debía hacen. Rápidamente franqueó los escalones que desde la cisterna, colocada en la extremidad del andén, conducían hasta los carriles, y se detuvo al borde del andén; con singular frialdad examinó la rueda grande de la locomotora, las cadenas y los ejes, tratando de medir con la vista la distancia que separaba las ruedas delanteras de las traseras del primer vagón, para calcular aproximadamente la mitad y el minuto, cuando ese punto iba a pasar a su lado.

«¡Ahí! —se dijo, fijando su vista en la sombra que proyectaba el tren en la arena y la carbonilla que cubría las traviesas—. ¡Ahí quedará castigado y yo me veré libre de todos y de mi misma!»

El saquito rojo, que no pudo desprender fácilmente de su brazo, la hizo perder el momento de arrojarse bajo el primer furgón. Esperó el segundo, y entonces experimentó una impresión semejante a la que en otro tiempo sentía al sumergirse en el río para bañarse e hizo la señal de la cruz. Este ademán familiar despertó en su alma una infinidad de recuerdos de la juventud y de la infancia; ante ella brilló la vida un momento con sus fugaces alegrías; pero no separó la vista del tren, y cuando vio el espacio entre dos ruedas arrojó su saquito, inclinó la cabeza, y cruzando los brazos, se dejó caer de rodillas bajo el vagón, como dispuesta a levantarse. Aún le quedó tiempo para tener miedo. «¿Dónde estoy? ¿Por qué?», pensó Anna, haciendo un esfuerzo para echarse hacia atrás. Pero una pesada mole, enorme e inflexible, chocando con su cabeza, la arrastró por los hombros.

Other books

Grace by Natashia Deon
The Book of Dead Days by Marcus Sedgwick
Have You Any Rogues? by Elizabeth Boyle
The Children of the Sky by Vernor Vinge
The Preacher's Daughter by Beverly Lewis