Ana Karenina (19 page)

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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

—Pero ya comprenderá usted que aquí se oculta alguna causa moral —se permitió decir el médico de la casa con maliciosa sonrisa.

—Por supuesto; inútil parece decirlo —repuso el célebre doctor, volviendo a mirar su reloj—. Dispénseme que le haga una pregunta —añadió—. ¿Sabe usted si han arreglado ya el puente del Yáuza o si hay que hacer todavía un rodeo?

—Ya está arreglado.

—Entonces en veinte minutos llegaré. Decíamos, pues, que la cuestión se puede planear así: regularizar la alimentación y fortificar los nervios; lo uno ha de ir con lo otro, y es preciso obrar en las dos mitades del círculo.

—Pero ¿y el viaje al extranjero?

—Soy enemigo de tales viajes. Sírvase usted seguir mi explicación: si el desarrollo tuberculoso comienza, lo cual no podemos saber, ¿de qué sirve un viaje? Lo esencial es hallar el medio para conseguir una buena alimentación y al mismo tiempo que no le perjudique.

Y desarrolló su plan de curación por medio de las aguas de Soden, en las que el mérito principal consistía, a su juicio, en ser de todo punto inofensivas.

El médico de la casa escuchaba con atención y respeto.

—En favor de un viaje al extranjero —dijo— haré valer el cambio de costumbres y el alejamiento de condiciones propias para evocar recuerdos tristes, prescindiendo de que la madre lo desea.

—En tal caso, que se vayan; mas para que esos charlatanes de Alemania no agraven el mal, es preciso que se atengan estrictamente a nuestras prescripciones. ¡Sí, sí, pueden marcharse!

Y volvió a mirar el reloj.

—Ya es hora de que me retire —dijo, dirigiéndose a la puerta.

El célebre doctor manifestó a la princesa, sin duda por un principio de conveniencia, que deseaba ver otra vez a la enferma.

—¿Se ha de practicar de nuevo el examen? —preguntó la madre de Kiti, con espanto.

—¡Oh, no! Solo se trata de algunos detalles.

—Entonces, entre usted.

La princesa introdujo al doctor en la habitación de Kiti. La pobre joven, enflaquecida, con el rostro enrojecido y los ojos brillantes, después de la confusión que le produjera la visita del médico, estaba en pie en medio de su cuarto. Al ver al doctor, sus ojos se llenaron de lágrimas y se ruborizó más aún; el tratamiento que le imponían para su enfermedad le parecía en alto grado ridículo; ¿qué modo de proceder era aquel? ¿No equivalía a recoger los pedazos de una vasija rota para tratar de unirlos? ¿Se podría devolver a su corazón la salud por medio de píldoras y polvos? Así pensaba, pero sin atreverse a contrariar a su madre, tanto más cuanto que esta se reconocía culpable.

—Sírvase usted sentarse, princesa —dijo el doctor.

Y colocándose frente a ella, le tomó el pulso, sonrió afablemente e hizo una serie de enojosas preguntas. Kiti contestó a ellas al principio, mas impacientada al fin, se levantó de pronto, diciendo:

—Dispénseme, doctor; pero yo comprendo que eso no conduce a nada; me ha dirigido ya tres veces la misma pregunta.

El médico no se resintió.

—Es una irritabilidad enfermiza —dijo a la madre cuando Kiti hubo salido—. Por lo demás, ya había terminado mi interrogatorio.

Y el doctor explicó a la princesa el estado de la joven como si fuese una persona inteligente en la ciencia; para concluir, le hizo las recomendaciones más precisas acerca de la manera de beber las aguas, cuyo mérito, a sus ojos, consistía en ser completamente inútiles. En cuanto a lo de viajar, el doctor reflexionó profundamente, opinando al fin que se podría hacer, mediante la condición de no fiarse de los charlatanes ni seguir más prescripciones que las suyas.

El doctor se retiró, y la familia quedó tranquilizada como si hubiera ocurrido algún feliz suceso. La madre, muy animada, fue a reunirse con su hija, y Kiti pareció igualmente satisfecha, si bien es cierto que acostumbraba disimular muchas veces lo que sentía.

—Hablando con franqueza, mamá —dijo—, ahora me siento bien; pero si ustedes lo desean, marchemos.

Y para demostrar el interés que tomaba en el viaje, habló desde luego de sus preparativos.

II

D
OLLI
no ignoraba que aquel día se celebraba la consulta para Kiti, y aunque apenas se hallaba restablecida de su parto (había dado a luz una niña a fines del invierno) y tenía un niño enfermo, resolvió ir a ver a su hermana.

—¿Qué tal? —preguntó, entrando sin quitarse el sombrero—. Os veo alegres, y supongo que todo va bien.

Se trató de repetir a Dolli lo que el médico había dicho; pero aunque hubiese hablado mucho con frases muy escogidas, nadie pudo recordar la más pequeña parte de su discurso; el punto esencial era la resolución de emprender un viaje.

Dolli suspiró involuntariamente, porque iba a perder a su mejor amiga. Sus relaciones con su esposo le parecían cada vez más humillantes; la reconciliación facilitada por Anna no había sido duradera, y la tranquilidad de la familia chocaba contra los mismos escollos. Stepán Arkádich permanecía muy poco tiempo en su casa y dejaba escasa cantidad de dinero. Las sospechas sobre su infidelidad atormentaban siempre a Dolli; pero recordando con horror los padecimientos causados por los celos, y conviniéndole ante todo no interrumpir la vida de familia, prefería dejarse engañar, si bien despreciaba no solo a su esposo, sino también a sí misma por aquella debilidad. Por otra parte, los cuidados de una numerosa familia le imponían una carga muy pesada. Unas veces tenía dificultades con la alimentación del niño de pecho, otras se despedía la niñera, otras, como entonces, caía enfermo alguno de los niños.

—¿Cómo van los niños? —preguntó la princesa.

—¡Ah!, mamá; tenemos muchas miserias. Lilí está en cama, y temo que se declare la escarlatina. He salido hoy para saber dónde estaba usted, porque temo que no me sea posible visitarla en algún tiempo.

En aquel instante entró el príncipe, recibió un beso de Dolli y, después de hablar un poco con ella, dijo a su esposa:

—¿Qué se ha resuelto? ¿Os marcháis? En tal caso, ¿qué debo hacer yo?

—Creo, Alexandr, que lo mejor que puedes hacer es quedarte.

—Como queráis.

—¿Y por qué no ha de venir papá con nosotras? —preguntó Kiti—. Él estaría más alegre, y nosotras también.

El anciano príncipe hizo una caricia a Kiti, quien, levantando la cabeza, sonrió con esfuerzo al mirarlo. Le parecía siempre que solo su padre la comprendía, aunque no dijese gran cosa. Era la más joven de todas y, por consiguiente, la favorita del príncipe, lo cual bastaba para que este viera más claro en lo que a Kiti se refería o por lo menos así lo creía esta. Cuando su mirada se encontró con los ojos azules y bondadosos de su padre, que la observaba atentamente, se le figuró que leía en su alma; se ruborizó y se inclinó para recibir un beso. El príncipe se limitó a acariciarle los cabellos y le dijo:

—¿Y para qué queréis esos moños postizos? En lugar de acariciar a la propia hija, uno acaricia el pelo de mujeres muertas. Y bien, Dóliñka
[19]
—se dirigió a su hija mayor—, ¿qué hace tu «mitad»?

—Nada de particular —contestó Dolli, comprendiendo que se trataba de su esposo—. Siempre ocupado y apenas lo veo —añadió con sonrisa irónica.

—¿No ha ido aún a vender la madera al campo?

—No; pero esa es su intención.

—Entonces —dijo el príncipe—, será preciso darle ejemplo. Y tú, Kiti —añadió—, voy a decirte lo que es preciso hacer. Convendría que todas las mañanas a primera hora hagas lo posible por estar contenta y te decidas a emprender de nuevo tus paseos matutinos con papá. ¿Qué te parece, eh?

Al oír estas palabras tan sencillas, Kiti se turbó, como un delincuente cogido
in fraganti
, pensando para sí: «Lo sabe todo, sí, todo lo comprende; esas palabras significan que, cualquiera que sea mi humillación, debo sobreponerme a ella». Sin tener fuerza para contestar, comenzó a llorar y salió de la habitación.

—¡Vamos, ya has hecho una de las tuyas! —exclamó la princesa, encolerizándose contra su esposo—. Siempre tienes…

Y comenzó a recriminar a su marido con la mayor acritud. El príncipe escuchó al principio tranquilamente la reprimenda, y después se nubló su rostro.

—La pobrecita da lástima —decía la princesa—; tú no comprendes que la menor alusión a la causa de sus padecimientos basta para entristecerla. ¡Ah, qué fácil es engañarse cuando se juzga al mundo!

Por su acento y expresión, Dolli y el príncipe comprendieron que se refería a Vronski.

—No comprendo —añadió— que no haya leyes para castigar un proceder tan vil y poco noble.

El príncipe se levantó con expresión sombría y se dirigió a la puerta como para salir, pero se detuvo en el umbral y replicó:

—Leyes hay, amiguita mía, y puesto que me haces hablar, te diré que la verdadera culpable de esto eres tú, y solo tú. Hay leyes contra esos galanteadores, y las habrá siempre; y aunque soy viejo, habría podido castigar a ese si no hubieras sido la primera en atraerlo a casa. ¡Ahora cura a la niña, enseñándola a todos tus charlatanes!

El príncipe hubiera dicho mucho más si la princesa no se hubiera callado, como lo hacía siempre en las cuestiones graves.

—¡Alexandr, Alexandr! —murmuró, acercándose a su marido con lágrimas en los ojos.

El príncipe se calló al verla llorar, y le dijo después:

—Sí, sí, ya sé que también te entristece esto; pero basta ya, no llores; Dios es misericordioso.

Y sintiendo en su mano el beso de la princesa, húmedo de lágrimas, salió de la habitación.

Dolli, guiada por su instinto maternal, quiso seguir a Kiti a su habitación, comprendiendo que necesitaría algún auxilio de mujer. Dolli se quitó el sombrero y se remangó moralmente, dispuesta a actuar. Mientras la princesa atacaba a su esposo, Dolli procuró contener a aquella, en la medida en que el respeto filial se lo permitía. Cuando el príncipe estalló, Dolli permaneció callada. Sentía vergüenza por su madre y ternura por su padre, por la bondad de este. Pero en cuanto el príncipe salió, se preparó a hacer lo más importante: tranquilizar a Kiti.

—Siempre he querido manifestar a usted —dijo a la princesa—, aunque tal vez lo sepa ya, que Lievin tenía intención de pedir la mano de Kiti la última vez que vino aquí. Así se lo dijo a Stepán…

—Bien, pero no comprendo…

—Tal vez Kiti rehusara. ¿Se lo ha dicho a usted?

—No me ha hablado de esto; es demasiado orgullosa, pero yo sé que todo viene…

—Sin embargo, advierta usted que, en el caso de haber dado una negativa a Lievin, yo sé que no lo hubiera hecho a no ser por el otro, que tan indignamente la engañó.

La princesa se reconocía culpable ante su hija y esto la irritó.

—No comprendo nada —dijo—; cada cual quiere obrar a su antojo; no se dice nada a la madre, y luego…

—Mamá, voy a verla.

—Puedes ir —contestó la madre—; no me opongo a ello.

III

A
L
entrar en el pequeño gabinete de Kiti, tapizado en rosa, adornado con muñecos de vieja porcelana de Sajonia, Dolli recordó con placer que las dos hermanas habían decorado aquella habitación el año anterior. ¡Qué alegres y felices vivían entonces! En aquel momento sintió frío en el corazón al ver a su hermana sentada en una pequeña silla junto a la puerta, con la vista fija en un ángulo del tapiz. La joven vio entrar a Dolli, pero no se alteró la expresión fría y severa de su rostro.

—Temo que, una vez en mi casa, no me sea ya posible salir —dijo Dolli, sentándose a su lado—, y por eso vengo a conversar un rato contigo.

—¿De qué? —preguntó asustada Kiti, alzando la cabeza.

—¿De qué ha de ser si no de tu pesar?

—No tengo ninguno.

—No digas eso, Kiti. ¿Te parece a ti que no lo sé todo? Si quieres creerme, será poca cosa. ¿Cuál de nosotras no ha pasado por eso?

Kiti se callaba, y la expresión de su rostro volvió a ser severa.

—Ese hombre no vale la pena que te causa —continuó Dolli, entrando de lleno en el asunto.

—Me ha desdeñado —murmuró Kiti, con voz temblorosa—. Te suplico que no hablemos de esto.

—¿Quién te ha dicho que te desprecia? Yo juraría que estaba enamorado de ti, y que aún lo está; pero…

—Nada me exaspera tanto como la compasión —exclamó Kiti, encolerizándose de pronto; y dando una vuelta a su silla, con sus dedos inquietos revolvió la hebilla de su cinturón.

Dolli conocía ya esta costumbre de su hermana cuando tenía alguna pena, y recordó también que era capaz de pronunciar palabras duras y desagradables en un momento de mal humor. Por eso trató de calmarla; pero ya era tarde.

—¿Qué quieres hacerme comprender? —continuó vivamente Kiti—. ¿Que me he enamorado de un hombre que no me quiere y que me muero por él? ¿Y es mi hermana la que me dice eso para manifestarme su simpatía? ¡Rechazo esa compasión hipócrita!

—Kiti, eres injusta.

—¿Por qué me atormentas?

—No era esa mi intención; te veo triste, y…

Kiti, arrebatada, no oía ya.

—No tengo nada por qué afligirme ni consolarme; soy demasiado orgullosa para amar a un hombre que no me corresponde.

—No es eso lo que yo quiero decir… Escucha y dime la verdad —añadió Dolli, cogiendo la mano de su hermana—. Dime si Lievin te ha dicho algo.

Al oír el nombre de Lievin, Kiti perdió todo dominio de sí misma; saltó de su silla, arrojó al suelo la hebilla de su cinturón, que había arrancado, y con bruscos ademanes gritó:

—¿Por qué me hablas de Lievin? No sé por qué se complacen todos en martirizarme. Ya he dicho y repito que yo soy orgullosa e incapaz de hacer nunca,
nunca
, lo que tú has hecho: reconciliarme con un hombre que me hubiera faltado; tú te resignas a esto; pero yo no podría hacerlo.

Al pronunciar estas palabras, miró a su hermana. Dolli bajó tristemente la cabeza; pero Kiti, en vez de salir de la habitación, como pensaba, se sentó junto a la puerta y ocultó su rostro con el pañuelo.

Durante algunos minutos las dos permanecieron silenciosas; Dolli pensaba en sus penas y en su humillación, que recordada por su hermana le parecía más cruel aún; jamás hubiera creído a Kiti capaz de mostrarse tan dura; pero de repente oyó a su lado un sollozo, y dos brazos rodearon su cuello: era Kiti, arrodillada a sus pies.

—Dolli, soy muy desgraciada, perdóname —murmuró, ocultando su lindo rostro en el regazo de su hermana.

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