Ana Karenina (20 page)

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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

Tal vez eran necesarias aquellas lágrimas para restablecer la armonía entre las dos mujeres; y, sin embargo, después de llorar, no trataron del asunto que las interesaba; Kiti se sentía perdonada, aunque sin ocultarse que las crueles palabras dirigidas a su hermana quedarían impresas en su corazón; y Dolli comprendió, por su parte, que había adivinado y que el punto doloroso para Kiti era haber rechazado la mano de Lievin, siendo engañada después por Vronski. De eso deducía que su hermana estaba tan dispuesta a dispensar su cariño al primero como a odiar al segundo. Kiti no habló ya más que del estado general de su alma.

—No tengo pesar —dijo, algo más serena—; pero no puedes imaginarte hasta qué punto me parece todo odioso, repugnante y ordinario, y, sobre todo, yo misma; nunca te formarás idea de los malos pensamientos que me acuden al espíritu.

—¿Qué malos pensamientos puedes tener tú? —preguntó Dolli, sonriendo.

—Los peores y los más feos, y difícil sería explicártelos; no es tristeza ni enojo, es mucho peor; se diría que todo cuanto hay de bueno en mí ha desaparecido, y que solo queda el mal. Papá me habló antes, y creí comprender que el fondo de su pensamiento era que necesito marido; mamá me lleva al baile, y me parece que es con objeto de librarse de mí, casándome cuanto antes. Ya sé que no es verdad; y, sin embargo, no puedo desechar estas ideas. Me son intolerables esos jóvenes que nos presentan como pretendientes a nuestra mano; en otro tiempo me agradaba presentarme en sociedad, porque esto me divertía; me gustaba el tocador, y me complacía adornarme; ahora me parece inconveniente, y siento un vago malestar. ¿Qué más te diré? El doctor…

Kiti se interrumpió; quería decir que desde que se había transformado así, no podía ver a Stepán Arkádich sin hacer las conjeturas más extravagantes.

—Pues bien —continuó—, te diré que todo adquiere a mi vista el aspecto más repugnante; es una enfermedad…; tal vez pase, pero no estoy a mi gusto sino en tu casa con los niños.

—¡Qué lástima que no puedas venir ahora!

—Ya iré; he tenido la escarlatina, y mamá no se opondrá a mi deseo.

Kiti insistió tan vivamente, que se le permitió ir a casa de su hermana. Durante todo el curso de la enfermedad, pues la escarlatina se declaró efectivamente, ayudó a Dolli a cuidar de los niños, que muy pronto entraron en convalecencia sin ningún accidente enojoso; pero la salud de Kiti no se mejoró. Los Scherbatski salieron de Moscú durante la cuaresma para viajar por el extranjero.

IV

L
A
alta sociedad de San Petersburgo es muy reducida; todos se conocen más o menos y se visitan; pero hay ciertas subdivisiones.

Anna Karénina contaba con relaciones amistosas en tres círculos diferentes, que pertenecían todos a la alta sociedad; uno de ellos era el círculo oficial en que figuraba su esposo, compuesto de sus colegas y subordinados, divididos entre sí por las relaciones sociales más diversas y a menudo caprichosas.

Anna no se explicaba apenas el sentimiento de respeto casi religioso que le infundieron al principio aquellos personajes; ahora los conocía, como se conocen en una ciudad de provincia, con sus debilidades y manías, y no ignoraba cuáles eran sus relaciones entre sí y con el centro común a que pertenecían; pero aquella camarilla oficial con que la relacionaban los intereses de su esposo no la agradó jamás, e hizo cuanto pudo para evitarla, a pesar de las insinuaciones de la condesa Lidia. El segundo círculo, al que Anna pertenecía, era el que había contribuido a favorecer la carrera de Alexiéi Alexándrovich, y tenía por eje a la condesa Lidia, componiéndose de mujeres de cierta edad, feas, caritativas y devotas, y de hombres inteligentes, instruidos y ambiciosos; algunos designaban este círculo con el nombre de
conciencia de la sociedad de San Petersburgo
. Karenin apreciaba mucho este círculo, en el cual Anna tenía amigos, pues su carácter voluble se acomodaba fácilmente con el de las personas que la rodeaban. Después de su regreso de Moscú, esta sociedad le fue insoportable, pues comprendía la falsedad que impregnaba a todos sus componentes, y muy pocas veces vio a la condesa Lidia.

Por último, Anna tenía también relaciones amistosas en la alta sociedad por excelencia, en aquel mundo de bailes, de banquetes y de lujo, que por una parte se da la mano con la corte para no alternar del todo con la sociedad semimundana, a la cual se imagina despreciar, pero cuyas inclinaciones se semejan tanto a las suyas propias que parecen idénticas. El lazo que unía a la hermosa Anna con esta sociedad era la princesa Betsi Tverskaia, mujer de un primo suyo, que disfrutaba de una renta de ciento veinte mil rublos y que se había enamorado de Anna apenas esta se presentó en la capital.

—Cuando sea vieja y fea haré lo mismo —decía Betsi, riéndose de la sociedad que veía en casa de la condesa Lidia—; pero una mujer joven y hermosa como usted no debe estar en un asilo de ancianos.

Anna había comenzado por evitar todo lo posible la sociedad de la princesa Tverskaia, pues la manera de vivir, en esas altas esferas exigía gastos que no estaban a su alcance, y, además, el primer círculo era más de su agrado; pero todo cambió después de su regreso de Moscú; descuidó a sus amigos razonables y no frecuentó ya sino el gran mundo, donde tuvo la alegría de encontrar a Vronski. Se veían principalmente en casa de Betsi, de soltera Vrónskaia, y prima hermana del joven conde. Vronski se hallaba en todas partes donde pudiese ver a Anna para hablarle de su amor. Esta última parecía no hacerle caso, mas al ver al joven en su corazón rebosaba ese mismo sentimiento de plenitud que la sobrecogió cerca del tren, y así en sus ojos como en su sonrisa se revelaba un placer que no podía disimular.

Anna creyó sinceramente estar descontenta de la especie de persecución que Vronski se permitía respecto a ella; pero cierta noche que fue a una casa donde creía encontrarlo y en la cual no se presentó, comprendió claramente, por su oculto pesar, cuán vanas eran sus ilusiones y hasta qué punto su preocupación, lejos de desvanecerse, constituía el interés dominante de su vida.

* * *

Una célebre artista cantaba por segunda vez, y toda la buena sociedad de San Petersburgo estaba en el Teatro de la Ópera. Vronski vio a su prima y, sin esperar al entreacto, abandonó su asiento para subir al palco.

—¿Por qué no ha venido usted a comer? —le preguntó. Y añadió después en voz baja, con afable sonrisa—: Admiro la perspicacia de los enamorados; «ella no estaba allí»; pero vuelva usted cuando se acabe la función.

Vronski la miró como para interrogarla, y como Betsi hiciese una señal con la cabeza, se sentó, dando las gracias con una sonrisa.

—¿Y qué se ha hecho de las bromas de otras veces? —continuó la princesa, que conocía con no poca satisfacción los progresos de aquella pasión amorosa—. Está usted cogido, amigo mío.

—No deseo otra cosa —contestó Vronski, sonriente—; si me quejo es de no estarlo tanto como yo quisiera, pues, a decir verdad, comienzo a perder toda esperanza.

—¿Cuál podría usted tener? —dijo Betsi, como si quisiera defender a su amiga—. Entendámonos…

Pero su mirada maliciosa indicaba que comprendía tan bien como Vronski lo que este esperaba.

—Ninguna —contestó Vronski, cuyos labios entreabría una sonrisa, dejando ver sus blancos y bien alineados dientes—. Dispense usted —añadió, tomando los gemelos de mano de su prima para examinar uno de los palcos del lado opuesto—, temo hacer un papel ridículo.

Vronski sabía muy bien que a los ojos de Betsi, así como a los de todos sus conocidos, no se exponía a este peligro, pues no ignoraba que si un hombre podía parecerlo al amar sin esperanza a una joven, no sería nunca así por consagrar su amor a una mujer casada, arriesgándolo todo para seducirla. Por el contrario, aquel papel le otorgaba belleza y le ensalzaba a los ojos de la alta sociedad, por lo cual nunca hubiera podido hacer el ridículo.

—¿Por qué no ha venido usted a comer? —preguntó Betsi, sin poder menos de admirarlo.

—He tenido ocupaciones, y seguramente no adivinaría usted cuál. He reconciliado a un marido con el ofensor de su esposa.

—¿Y lo ha conseguido usted del todo?

—Creo que sí, o poco menos.

—Ya me referirá usted eso en el primer entreacto —dijo Betsi, levantándose.

—Imposible; ahora me voy al Teatro Francés.

—¿Y deja usted a la Nilson para ir allí? —exclamó Betsi, indignada, aunque no sabía distinguir entre la notable cantante y la última corista.

—No puedo menos; tengo cita para el asunto de la reconciliación.

—Bienaventurados los que aman la justicia, porque ellos se salvarán —dijo Betsi, recordando haber oído decir esto en alguna parte—. Siéntese y cuénteme de qué se trata.

V

E
S
un poco picante, pero tan singular, que siento deseos de referírselo a usted —dijo Vronski, mirando los animados ojos de su prima—; por lo demás, no citaré nombre alguno.

—Mejor, yo lo adivinaré.

—Escuche usted, pues: dos jóvenes muy alegres…

—Sin duda dos oficiales del regimiento de usted.

—Yo no he dicho que fuesen oficiales, y sí solo jóvenes que habían almorzado bien.

—Diremos que se habían achispado.

—Es posible… Los dos van a comer a casa de un compañero, y en el camino encuentran a una dama que iba en su coche, y la cual se sonríe al pasar por delante de ellos, volviendo después la cabeza para mirarlos; la persiguen al galope, y con gran asombro ven que el vehículo se detiene precisamente delante de la casa adonde ellos se dirigen; la dama sube al piso superior, y solo ven sus frescos labios bajo el velo, y sus piececitos admirables.

—Habla usted con una animación que me haría creer que era uno de los actores.

—Los dos jóvenes suben a casa de su compañero, que daba un banquete de despedida, y este los obliga tal vez a beber un poco más de lo que debían. Interrogan a su amigo sobre los inquilinos de la casa, pero no sabe nada; solo el criado puede satisfacer su curiosidad. «¿Hay
señoritas
arriba?», le preguntan. «Hay muchas», se les contesta. Después de comer, los jóvenes pasan al despacho de su amigo y escriben a su desconocida una carta llena de promesas de amor, subiéndola ellos mismos a fin de explicar cualquier punto oscuro.

—¿Por qué me refiere usted semejantes horrores? ¿Y qué más?

—Los jóvenes llaman, la criada les abre la puerta y entregan su carta, afirmando que están dispuestos a morir allí; la sirvienta, muy asombrada, quiere parlamentar; pero en el mismo instante se presenta un caballero, rojo como un cangrejo cocido, con patillas en forma de chuletas, que despide a los visitantes sin cumplimiento alguno, declarando que en la habitación no hay nadie más que su mujer.

—¿Cómo sabe usted que el buen hombre tenía patillas en forma de chuleta?

—Va usted a saberlo. Hoy he querido firmar la paz.

—¿Y qué ha sucedido?

—Esto es lo más curioso del incidente: resulta que esa feliz pareja es la de un consejero y una consejera titular; el primero ha presentado una queja, y he debido intervenir como mediador. ¡Vaya un mediador! Talleyrand no era nada comparado conmigo.

—¿Qué dificultades ha debido usted vencer?

—Voy a decírselo. Hemos comenzado por excusarnos lo mejor posible, como convenía, diciendo: «Sentimos muy de veras esta enojosa equivocación.» El consejero titular parece suavizarse, pero se empeña en expresar sus impresiones; entonces se encoleriza de pronto, deja escapar algunas palabrotas, y entonces me veo en la precisión de apelar a los medios diplomáticos. «Convengo en que su conducta ha sido deplorable —digo a mi hombre—; pero advierta usted que se trata de una equivocación; son jóvenes y acababan de comer bien… Ya comprenderá usted. Ahora se arrepienten con toda sinceridad, y le ruegan que les dispense su error.» El consejero se dulcifica más aún. «Convengo en ello —replica mi interlocutor—, y estoy dispuesto a perdonar, señor conde; pero ya comprenderá usted que mi esposa, una mujer honesta, ha estado expuesta a las persecuciones, groserías e insultos de dos calaveras… Como estos se hallaban presentes, me es preciso calmarlos a su vez, sirviéndome otra vez de la diplomacia; pero cada vez que la cuestión está a punto de arreglarse, mi consejero titular se encoleriza de nuevo, sus patillas se mueven otra vez, y no sé ya cómo salir del paso.»

—¡Ah, amiga mía, es preciso que le cuente esto! —dice Betsi a una dama que entraba en su palco—. Aseguro a usted que me he divertido mucho. ¡Vamos, buena suerte! —añadió, ofreciendo a Vronski los dedos que el abanico le dejaba libres; y después de hacer un movimiento de hombros para descubrir mejor su desnudez, se volvio a sentar en la delantera de su palco, en el sitio en que mejor se la pudiera ver.

Vronski se fue al Teatro Francés para buscar al coronel de su regimiento, que no faltaba una sola noche, pues quería hablarle de la obra de pacificación que hacía tres días lo ocupaba, proporcionándole no poca diversión. Los héroes de esta historia eran Petritski y un joven príncipe Kiédrov, gallardo mancebo que acababa de ingresar en el regimiento; y se trataba principalmente de los intereses del regimiento, pues ambos jóvenes formaban parte del escuadrón de Vronski.

Wenden, el consejero titular, había presentado queja al coronel contra sus oficiales por haber injuriado a su esposa, que, casada hacia medio año apenas y en estado interesante, había ido con su madre a la iglesia, donde, sintiéndose indispuesta, tomó el primer coche que pasó para volver cuanto antes a su casa. Los oficiales la habían perseguido; la dama se sintió peor por la emoción, y subió la escalera precipitadamente. Wenden volvía de su oficina cuando oyó las voces y el campanillazo, y al ver que eran dos oficiales ebrios, los puso en la puerta, exigiendo después que se los castigara severamente.

—Por más que diga usted —contestó el coronel a Vronski, Petritski se hace intolerable, pues no pasa una sola semana sin ningún escándalo. El caballero ofendido persistirá seguramente en su reclamación.

Vronski había comprendido que no se podía recurrir a un duelo en semejante circunstancia; había que hacer todo lo posible para suavizar al consejero y echar tierra sobre el asunto. El coronel lo había mandado llamar, sabiendo que era hombre de tacto y celoso del honor de su regimiento. A consecuencia de la consulta, Vronski, acompañado de Petritski y de Kiédrov, fue a dar una satisfacción al consejero, confiando en que su nombre y su cifra de
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contribuirían a calmar al ofendido. Vronski no consiguió su objetivo más que en parte, como acababa de referir, y la reconciliación parecía aún dudosa.

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