Ana Karenina (77 page)

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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

—¡Grosero! —contestó Korniéi con desdén; y se volvió hacia la criada, que entraba en aquel momento—. Sea usted juez, Maria Iefímovna —le dijo—; ha dejado entrar a la señora sin advertírselo a nadie; y de un momento a otro, cuando el amo se haya levantado, irá a la habitación de los niños.

—¡Qué apuro, qué apuro! ¿No habrá medio de entretener al amo mientras corro a prevenir a la señora para que salga al punto? ¡Qué compromiso!

Cuando la sirvienta entró en la habitación de Seriozha, este refería a su madre cómo Nádeñka y él se habían caído y resbalado en una montaña de hielo, dando tres volteretas. Anna escuchaba el sonido de la voz, observaba el rostro, el juego de la fisonomía de su hijo y le tocaba sus pequeños brazos, pero sin comprender lo que decía. Solo pensaba que era preciso dejarlo, salir de allí; había oído los pasos de Vasili Lukich y su tosecita discreta, y en aquel momento percibía también los pasos de la criada; pero sin poder moverse ni hablar, permanecía inmóvil como una estatua.

—¡Señora, hija mía! —murmuró la anciana sirvienta, acercándose a Anna y besándole los hombros y las manos—. ¡He aquí una satisfacción que Dios envía al niño que nosotros felicitamos hoy! Usted no ha cambiado nada.

—¡Ah, aya, amiga mía! —contestó Anna, reponiéndose al punto—. No sabía que estuviera usted en la casa.

—Ahora vivo con mi hija, pero he venido esta mañana para felicitar a Seriozha, querida señora.

La anciana comenzó a llorar y besó de nuevo la mano de su antigua ama.

Seriozha, con los ojos brillantes, tenía cogida con una mano la falda de su madre y con la otra la de la sirvienta, y saltaba de alegría al observar el cariño de esta última a su señora.

—Mamá —dijo—, viene muy a menudo a verme, y siempre…

El niño se interrumpió al ver que la anciana decía una cosa al oído de su madre, y que el rostro de esta última tomaba una expresión de espanto y como de vergüenza.

Anna se acercó a Seriozha

—¡Hijo mío! —exclamó.

No pudo pronunciar la palabra «adiós»; mas por la expresión de su rostro, el niño la adivinó.

—¡Hijo mío, querido Seriozha! —murmuró Anna—. Tú no me olvidarás; tu ma… —no pudo concluir.

¡Cuánto sintió después no haberle dicho muchas cosas que en aquel momento no pudo expresar! Pero Seriozha lo comprendió todo; conoció que su madre lo amaba y era desgraciada, y hasta adivinó lo que la sirvienta quería decir a su madre, pues oyó estas palabras: «Siempre a eso de las nueve». Seriozha sabía que se trataba de su padre y que este no debía encontrar a su madre; mas no pudo explicarse la causa del espanto y la confusión de Anna.

Si no era culpable, ¿por qué temía y se sonrojaba? El niño hubiera querido preguntarlo, mas no se atrevió, porque veía a su madre padecer y esto le causaba pena, aunque no le impidió estrecharse contra ella, murmurando:

—No te vayas todavía; no vendrá tan pronto.

Su madre lo apartó un instante para mirarlo y tratar de comprender si pensaba bien lo que decía; por su expresión de espanto, conoció que hablaba verdaderamente de su padre.

—Seriozha, hijo mío —dijo Anna—, ámalo; es mejor que yo, y me reconozco culpable para con él; cuando tengas más edad, ya juzgarás.

—Nadie es mejor que tú —exclamó el niño, sollozando; y cogiéndose a la falda de su madre, la estrechó con toda la fuerza de sus brazos temblorosos.

—¡Hijo querido! —balbució Anna, llorando como un niño.

En aquel momento se abrió la puerta, y Vasili Lukich entró, pero se oían otros pasos además de los suyos, y la sirvienta, atemorizada, entregó a Anna su sombrero, murmurando:

—Ya viene.

Seriozha se dejó caer en la cama sollozando y cubriéndose el rostro con sus manos; su madre las retiró para besar una vez más sus mejillas bañadas en lágrimas, y salió con paso precipitado. Alexiéi Alexándrovich, que se acercaba ya, se detuvo al verla e inclinó la cabeza.

Aunque Anna había dicho un momento antes que era mejor que ella, la rápida mirada que fijó en toda la persona de su esposo no despertó en su corazón más que un sentimiento de odio, de desprecio y de envidia, por lo que se refería a su hijo, se bajó al punto el velo y salió casi corriendo.

En su precipitación había dejado en el coche los juguetes comprados la víspera con tanta tristeza y amor, los cuales se llevó otra vez a su alojamiento.

XXXI

P
OR
más que Anna se hubiese preparado de antemano, no esperaba que le produjera tan violentas emociones la contemplación de su hijo; y cuando entró en su alojamiento, tardó en entender dónde estaba y para qué estaba allí. Se decía, mientras se dejaba caer en un sillón junto a la chimenea, sin quitarse el sombrero: «¡Todo ha concluido; me he quedado sola!». Fijó la mirada inmóvil en el reloj de bronce próximo a la ventana y comenzó a reflexionar.

La doncella francesa que Anna había traído del extranjero entró para recibir órdenes: Anna pareció extrañarse al verla, y contestó:

—Más tarde.

Un criado que se presentó después para preguntar si servía el café, recibió igual contestación.

La nodriza italiana entró a su vez, llevando a la niña, que acababa de vestir; la criatura, al ver a su madre, sonrió, agitando los brazos como un pez sus aletas; golpeaba los pliegues de su vestido bordado, y se inclinaba hacia Anna, que no se resistió a recibirla. Era imposible no sonreír, no besar a la niña; imposible no dejarle coger el dedo, al que ella se asió chillando y saltando con todo su cuerpo, imposible también no ofrecerle los labios que ella, persiguiendo un beso, tomó con su boquita. Besando las frescas mejillas y los redondos ojos de su hija, la dejó cogerse a su mano con gritos de alegría, la tomó en brazos y la hizo saltar sobre sus rodillas; pero la presencia misma de aquella encantadora criatura la obligó a reconocer la diferencia que su corazón establecía. Lo que sentía Anna al ver a esa niña, rellenita y encantadora, no podía considerarse ni siquiera amor, comparando con lo que experimentaba por su hijo. Todo en aquella niña era bonito, pero, sin saber por qué, no llegaba a su corazón.

En otro tiempo había concentrado todo su amor y ternura en aquel niño, hijo de un hombre a quien no amaba, y nunca su hija, nacida en las más tristes condiciones, había recibido la centésima parte de las caricias prodigadas a Seriozha. La niña, por otra parte, solo representaba para ella esperanzas, mientras que su hijo era casi un hombre, que conocía ya la lucha con sus sentimientos y sus ideas: amaba a su madre, la comprendía, y tal vez la juzgaba… Lo creía así al recordar las palabras de su hijo, de quien estaba separada moral y materialmente sin ver ya remedio para esta situación.

Después de entregar la niña a su nodriza, y cuando esta se hubo retirado, Anna abrió un medallón que contenía un retrato de Seriozha cuando tenía la misma edad de la niña, y después buscó otros retratos de él en un álbum; los sacó todos para compararlos. Quedaba la última, la mejor fotografía, representaba a Seriozha a caballo en una silla, con blusa blanca, la sonrisa en los labios y las cejas un poco fruncidas; era su expresión más característica; y con sus dedos nerviosos, Anna quiso sacar el retrato del álbum para compararlo con los demás, pero no pudo. Para desprender la tarjeta de su marco, la empujó con otra fotografía; la primera que le vino a la mano.

Era un retrato de Vronski, hecho en Roma, con cabello largo y sombrero hongo.

«Helo aquí», se dijo; y al contemplar la imagen, recordó de pronto que representaba al autor de todos sus padecimientos.

No había pensado en él en toda la mañana, pero al ver aquel rostro varonil y de noble expresión, que tan bien conocía y amaba tanto, su corazón palpitó de amor.

«¿Dónde está? ¿Por qué me deja así sola, presa de mi dolor?», se preguntó con amargura, olvidando que ella le ocultaba con cuidado todo cuanto se refería a su hijo. En el mismo instante envió a decirle si podía subir, y con el corazón oprimido estaba pensando en las palabras con que se lo explicaría todo, e imaginando las frases de amor, que él buscaría para consolarla. El criado volvió diciendo que Vronski tenía visita, y que le enviaba a preguntar si podría recibirlo con el príncipe Yashvin, recientemente llegado a San Petersburgo. «No vendrá solo —pensó Anna—, y eso que no me ha visto desde ayer a la hora de comer; nada podré decirle si viene Yashvin.» Y una idea cruel cruzó por su mente. «¿Y si ha dejado de amarme?», murmuró.

Esta idea la indujo a repasar en su memoria todos los incidentes de los días anteriores, y en ellos creyó ver confirmado este pensamiento terrible. La víspera no había comido con ella; no ocupaba las mismas habitaciones, y en aquel momento deseaba presentarse acompañado, como si temiese una entrevista a solas.

«Pero su deber es confesármelo —se dijo—, así como el mío enterarme; si es verdad, ya sé lo que debo hacer», añadió, aunque no se hallaba en estado de imaginar lo que sería de ella si se probaba la indiferencia de Vronski. Esta inquietud, que rayaba en desesperación, la sobreexcitó; llamó a su doncella para pasar al tocador y se vistió con el mayor esmero, como para enamorar otra vez a Vronski si este se mostraba indiferente. La campanilla resonó antes que terminase su tocado.

Al entrar en el salón, la primera persona que vio fue a Yashvin. Vronski, mientras tanto, examinaba los retratos de Seriozha, olvidados sobre la mesa.

—Somos antiguos conocidos —dijo Anna, dirigiéndose hacia él y apoyando su pequeña mano en la diestra enorme del gigante, que miraba a su interlocutora con timidez, sentimiento que constrastaba singularmente con la talla gigantesca de Yashvin y sus acentuadas facciones—. Nos hemos visto el año pasado en las carreras…; déme usted eso —dijo tomando de la mano de Vronski los retratos de su hijo mientras que sus brillantes ojos le dirigían una significativa mirada—. ¿Han sido brillantes las carreras este año? —prosiguió—. Nosotros las hemos visto en Roma, en el Corso; pero me parece que a usted no le gusta vivir en el extranjero —añadió Anna con cariñosa sonrisa—. Ya lo conozco a usted, y aunque no nos hayamos visto hace tiempo, recuerdo sus gustos.

—Lo siento, porque los míos son generalmente malos —contestó, mordiéndose el bigote.

Después de algunos momentos de conversación, el príncipe, observando que Vronski consultaba su reloj, preguntó a Anna si se proponía permanecer largo tiempo en San Petersburgo, y tomando su quepis se levantó.

—No lo creo así —contestó Anna, mirando a Vronski con cierta turbación.

—Entonces ya no nos veremos —dijo Yashvin, volviéndose hacia Vronski—. ¿Dónde comes? —preguntó a este último.

—Venga usted a comer con nosotros —dijo Anna, con tono resuelto. Y contrariada por no poder disimular su inquietud siempre que se revelaba su falsa situación ante un extraño, se ruborizó—. La comida no es muy buena aquí —añadió—; pero, cuando menos, volveremos a vernos; sé que de todos sus compañeros de regimiento, usted es el que Alexiéi aprecia más.

—Con mucho gusto —contestó Yashvin, sonriendo de un modo que demostró a Vronski que Anna lo agradaba mucho.

El príncipe se despidió, quedándose Vronski atrás

—¿Te vas tú también? —preguntó Anna.

—Ya me he retrasado. Sigue andando —gritó a su amigo—, ya te alcanzaré.

Anna cogió la mano de su amante, fijó en él la vista pensando en lo que podría decirle para retenerlo.

—Espera —murmuró, oprimiendo la mano de Vronski contra su mejilla—; quiero preguntarte una cosa: ¿te parece que he hecho mal en convidarlo a comer?

—Nada de eso —contestó Vronski, con tranquila sonrisa, besándole la mano.

—Alexiéi —continuó Anna estrechándole una mano contra las suyas— ¿no has cambiado para mí? Ya no puedo resistir más aquí. ¿Cuándo nos marcharemos?

—Muy pronto, muy pronto; no puedes figurarte cuánto me pesa la vida de aquí.

Y retiró su mano.

—¡Pues bien, vete! —repuso Anna, algo resentida y alejándose presurosa.

XXXII

C
UANDO
Vronski volvió al hotel, Anna no estaba, y le dijeron que había salido con una señora. Esta manera de ausentarse sin decir adónde iba, juntamente con su agitación y el tono duro que empleó al recoger los retratos de su hijo delante de Yashvin, hizo reflexionar a Vronski, que, resuelto a pedir una explicación, esperó en la sala. Anna no volvió sola; iba con una tía suya, la princesa Oblónskaia, vieja solterona, con la cual había ido a comprar varios objetos. Sin observar la expresión inquieta e interrogadora de Vronski, Anna comenzó a enumerar alegremente todo cuanto había comprado por la mañana; pero se revelaba en sus ojos brillantes cierta tensión de espíritu y en sus movimientos una agitación febril que inquietó a Vronski, perturbando su ánimo.

Se habían puesto cubiertos para cuatro personas, y ya iban a sentarse a la mesa, cuando anunciaron a Tushkiévich, portador de un mensaje de la princesa Betsi para Anna.

Betsi se excusaba de no haber ido a despedirse; estaba indispuesta y rogaba a su amiga que fuese a verla de siete y media a nueve. Vronski miró a su amante como para hacerle observar que al fijarle una hora, se habían adoptado las medidas necesarias para que no encontrase a nadie. Anna pareció no fijarse en esta circunstancia.

—Siento —contestó con una imperceptible sonrisa— no estar libre precisamente de siete y media a nueve.

—La princesa lo sentirá mucho.

—Yo también.

—¿No va usted a ver a la Patti? —preguntó Tushkiévich.

—¿A la Patti? Ahora me da usted una idea. Seguramente iría si pudiese obtener un palco.

—Yo puedo traérselo a usted.

—Pues se lo agradecería mucho. —dijo Anna—. Pero ¿no quiere usted quedarse a comer con nosotros?

Vronski se encogió ligeramente de hombros, porque no comprendía la manera de proceder de Anna. ¿Por qué había ido con la vieja princesa? ¿Por qué convidaba a Tushkiévich a comer y, sobre todo, por qué pedía un palco? Dada su posición, ¿podía ella ir al Teatro de la Ópera en día de abono, cuando encontraría allí a todo el mundo? Vronski fijó una mirada grave en su amante, a la que esta contestó con otra atrevida y desesperada a la vez, cuya significación no comprendió aquel. Durante la comida, Anna estuvo muy animada y coqueteó tan pronto con uno como con otro; Tushkiévich fue a buscar el palco cuando se levantó de la mesa, y Yashvin pasó a fumar con Vronski. Al cabo de poco tiempo, este último volvió a subir y encontró a Anna vestida con traje de seda y terciopelo claro, que se había hecho en París… con el encaje blanco muy caro en la cabeza, que enmarcaba con mucho encanto su rostro y realzaba todavía más su belleza resplandeciente.

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