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Authors: Christopher Moore

Cordero

 

El nacimiento de Jesús está bien documentado, al igual que, tras su trigésimo cumpleaños, sus gloriosas enseñanzas, sus actos y su divino sacrificio. Pero nadie conoce la adolescencia del Hijo de Dios, los años perdidos; nadie excepto Colleja.

Desde el día en que se encontró con Joshua de Nazareth, un chaval de seis años, resucitando lagartijas en la plaza del pueblo, Levi bar Alphaeus, llamado «Colleja», tuvo el honor de ser el mejor amigo del Mesías. Por eso, el ángel Raziel lo ha resucitado y lo ha llevado a América para escribir un nuevo Evangelio, uno que cuente la historia real y hasta ahora desconocida. Mientras tanto, Raziel pide pizza a domicilio, ve la lucha libre en la tele, y trata de convertirse en Spiderman.

Christopher Moore

Cordero

El Evangelio según el mejor amigo de la infancia de Jesucristo

ePUB v1.0

Dukoman
14.09.11

Título original: Lamb

© Christopher Moore, 2002

Si llegáis a estas páginas en busca de risas, que las encontréis.

Si venís hasta aquí para que os ofendan, que vuestra ira se eleve y os hierva la sangre.

Si perseguís aventuras, que esta historia os sirva de alegre evasión.

Si de poner a prueba y confirmar vuestras creencias se trata, que alcancéis conclusiones tranquilizadoras.

Todos los libros revelan la perfección bien por lo que son, bien por lo que no son.

Que halléis lo que buscáis en estas páginas o fuera de ellas.

Que halléis la perfección, y sepáis reconocerla.

Prólogo

El ángel estaba enfrascado en la tarea de poner orden en sus armarios cuando oyó la llamada. Aureolas y haces de luna se apilaban en distintos montones, según la intensidad de su brillo, y de las perchas colgaban zurrones de ira y aljabas de relámpagos, que aguardaban pacientes a que les pasaran un plumero. En una esquina, un pellejo de gloria había derramado parte de su contenido, y él lo secó con un jirón de tela. Cada vez que le daba la vuelta al paño, un coro amortiguado resonaba desde el interior del armario, como si, sin querer, hubiera levantado la tapa de un tarro lleno de coros de aleluyas.

—Raziel, en nombre del cielo, ¿se puede saber qué estás haciendo?

El arcángel Esteban estaba de pie, junto a él, blandiendo un rollo de papel como quien agita una revista enrollada para regañar a su cachorrillo.

—¿Órdenes? —preguntó el ángel.

—Te toca bajar.

—Pero si acabo de regresar de allí.

—Hace ya dos milenios.

—¿Ya? —Raziel consultó el reloj, le dio unos golpecitos al cristal—. ¿Estás seguro?

—¿Qué te crees? —Esteban le alargó el rollo para que se fijara en el lacre con la zarza en llamas.

—¿Cuándo salgo? Aquí ya casi había terminado.

—Ahora mismo. Mete en el equipaje el don de lenguas y unos cuantos milagros menores. Nada de armas, que no es esta una misión de ira. Viajarás de incógnito. Todo muy discreto. Pero importante. Los detalles se especifican aquí, en las instrucciones.

Esteban le alargó el pergamino.

—¿Por qué a mí?

—Eso mismo he preguntado yo.

—¿Y?

—Me han recordado por qué hay ángeles caídos.

—¡Vaya! ¿Tan grave es la cosa?

Esteban tosió, con afectación, sin duda, porque como todo el mundo sabe, los ángeles no respiran.

—No sé si oficialmente se supone que lo sé o no, pero circula el rumor de que está en marcha un nuevo Libro.

—¿Estás de cachondeo? ¿Una secuela? ¿«
Apocalipsis 2; cuando ya creías que no pasaba nada por pecar
»?

—Es un Evangelio.

—¿Un Evangelio? ¿Después de tanto tiempo? ¿De quién?

—De Levi, a quien llaman Colleja.

Raziel soltó el paño y se puso en pie.

—Tiene que haber un error.

—Viene directamente del Hijo.

—No es casualidad que Colleja no aparezca en los otros libros, no sé si lo sabes. Pero si es un...

—No lo digas.

—Un gilipollas.

—Dices palabrotas y luego te extrañas de que te toquen los trabajos sucios.

—¿Y por qué ahora, después de tanto tiempo? Los cuatro Evangelios han funcionado bien hasta la fecha, ¿no? ¿Y por qué él?

—Porque allí abajo, donde habitan entre polvo, es algo así como el aniversario del nacimiento del Hijo, y a este le parece que ya es hora de que se cuente la historia completa.

Raziel ladeó la cabeza.

—Será mejor que prepare el equipaje.

—Don de lenguas —le recordó Esteban.

—Claro, claro, para que me insulten en mil idiomas y yo lo entienda.

—Ve a enterarte de la buena nueva, Raziel. Y tráeme chocolate.

—¿Chocolate?

—Es un tentempié de quienes habitan entre polvo. Te gustará. Lo inventó Satanás.

—¿Alimento del diablo?

—Las tartas blancas acaban cansando, amigo.

Medianoche. El ángel se encontraba sobre una colina desolada, a las afueras de la ciudad santa de Jerusalén. Separó los brazos, los levantó, y un viento seco le agitó la túnica.

—Levántate, Levi, a quien llaman Colleja.

Ante él se formó un remolino que elevó el polvo de la colina hasta convertirlo en una columna que adquirió forma de hombre.

—Levántate, Colleja. Ha llegado tu hora.

El viento arreció, y el ángel se cubrió el rostro con la manga de la túnica.

—Levántate, Colleja, y vuelve a caminar entre los vivos.

La fuerza del remolino empezó a remitir, y al retirarse dejó aquella columna de polvo en pie sobre la ladera. Al poco, el lugar quedó de nuevo en calma. El ángel se sacó del zurrón un frasco de oro y vertió su contenido sobre la columna. El polvo se retiró, dejando al descubierto a un hombre desnudo y embarrado que escupía a la luz de las estrellas.

—Bienvenido de nuevo al reino de los vivos —le dijo el ángel.

El hombre parpadeó y se llevó la mano ante los ojos, como si esperara ver a través de ella.

—Estoy vivo —dijo en una lengua que no había oído antes.

—Sí —corroboró el ángel.

—¿Qué son estos sonidos, estas palabras?

—Te ha sido concedido el don de lenguas.

—Don de lenguas lo tuve siempre. Pregúntaselo, si no, a las chicas que conocí. ¿Qué son estas palabras?

—Idiomas. Se te ha concedido el don de hablar idiomas, como a todos los apóstoles.

—O sea, que ha venido el reino.

—Sí.

—¿Hace cuánto?

—Hace dos mil años.

—Menudo pedazo de mierda estás hecho —le dijo Levi, al que llamaban Colleja, al tiempo que le daba un puñetazo en la boca—. Llegas tarde.

El ángel se levantó despacio y se llevó la mano al labio.

—Bonita manera de hablarle a un enviado del Señor.

—Es un don que tengo —dijo Colleja.

El niño

«Dios es un comediante que actúa para un público demasiado asustado para reír.»

—Voltaire

1

Creéis que sabéis cómo termina esta historia, pero no lo sabéis. Hacedme caso. Yo estuve allí. Yo sí lo sé.

La primera vez que vi al hombre que salvaría al mundo, él estaba sentado cerca del pozo del pueblo, en Nazaret, y de la boca le colgaba una lagartija. Lo único de ella que se veía desde fuera eran la cola y las patas traseras; la cabeza y las patas delanteras ya habían iniciado el descenso por el gaznate. Tenía seis años, como yo, y todavía era bastante imberbe, por lo que no se parecía a las imágenes de él que habéis visto. Tenía los ojos del color de la miel oscura, y me sonreía por entre la cascada de rizos negro azabache que enmarcaban su rostro. Había en aquellos ojos una luz más antigua que Moisés.

—¡Impuro, impuro! —grité yo, señalando al muchacho, para que mi madre viera que yo conocía bien la Ley, pero ella no me hizo ni caso, como el resto de madres que iban a llenar sus cántaros al pozo.

El niño se quitó la lagartija de la boca y se la dio a su hermano menor, que estaba sentado a su lado, sobre la arena. El hermano menor se dedicó a jugar con ella un rato, a mortificarla hasta que esta echó la cabeza hacia atrás, como si quisiera morder a su verdugo, y entonces él levantó una piedra y le aplastó la cabeza. Desconcertado, arrastró la lagartija muerta por la arena. Una vez convencido de que no volvería a moverse por sus propios medios, la cogió y se la devolvió a su hermano mayor.

Él se la metió en la boca otra vez, y sin darme tiempo de ver nada, se la sacó, y ahí estaba la lagartija, vivita y coleando, lista para morder una vez más. Se la entregó a su hermano, que con todas sus fuerzas volvió a aplastarle la cabeza con la piedra. Y vuelta a empezar. O a terminar.

Vi morir al bicho tres veces más antes de intervenir.

—Yo también quiero hacerlo.

El Salvador se quitó la lagartija de la boca y me preguntó:

—¿Qué parte te interesa?

Por cierto, se llamaba Joshua. Jesús es la traducción griega del hebreo Yeshua, que es Joshua. Y Cristo no es su apellido. Significa «mesías» en griego. Y «mesías» es otro término griego que significa «ungido». En cuanto a la «H» que a veces se intercala entre los dos, no tengo la menor idea de qué significa. Es una de las cosas que debería haberle preguntado.
1

¿Yo? Yo soy Levi, al que llaman Colleja. Sin inicial intercalada. Joshua era mi mejor amigo.

El ángel dice que, en teoría, debo limitarme a estar sentadito y a escribir mi historia, que debo olvidarme de lo que he visto en este mundo, pero ¿eso cómo se hace? En los últimos tres días he visto más gente, más imágenes, más maravillas, que en los treinta y tres años de mi vida enteros, y el ángel va y me pide que no haga caso de ellas. Sí, me han concedido el don de lenguas, así que no veo nada de lo que no conozca el nombre que le corresponde. Pero ¿de qué me sirve eso? ¿Me sirvió de algo en Jerusalén saber que lo que me aterrorizaba era un Mercedes, que por cierto hizo que acabara metido en un contenedor? Y eso no es nada. Cuando Raziel me hizo salir a rastras de allí casi arrancándome las uñas mientras yo luchaba con desesperación por seguir oculto, ¿me sirvió de algo saber que era un Boeing 747 lo que me llevaba a acurrucarme, hecho un ovillo, para intentar interrumpir las lágrimas que brotaban de mis ojos, y amortiguar el estruendo y el fuego? ¿Soy un niño pequeño, temeroso de su propia sombra, o pasé veintisiete años al lado del Hijo de Dios?

Sobre la colina en la que me sacó del polvo, el ángel dijo:

—Verás muchas cosas extrañas. No temas. Estás aquí en misión sagrada, y yo te protegeré.

Cabrón arrogante. De haber sabido lo que iba a hacerme, le habría pegado otro puñetazo. Pero si ahora mismo está tirado en la cama, al otro lado de la habitación, viendo unas imágenes moverse en una pantalla, comiéndose un dulce pegajoso que llaman Snickers, mientras yo garabateo mi relato en este papel suave como la seda que en lo alto lleva escrito Hyatt Regency, Saint Louis. Palabras, palabras, palabras, un millón de millones de palabras giran en mi mente como halcones, esperando para abalanzarse sobre la página y atrapar y desgarrar las únicas tres que quiero poner por escrito: «¿Por qué yo?».

Éramos quince —bueno, catorce desde que ahorqué a Judas—. O sea que, ¿por qué yo? Joshua siempre me dijo que no temiera nada, que él siempre estaría conmigo. ¿Dónde estás ahora, amiguito? ¿Por qué me has abandonado? Tú aquí no tendrías miedo. Las torres y las máquinas y el brillo y el hedor de este mundo no te impresionarían. Vamos, ven, pediré una pizza al servicio de habitaciones. El empleado que la trae se llama Jesús. Y ni siquiera es judío. A ti siempre te gustaron las ironías. Vamos, Joshua, el ángel dice que todavía habitas entre nosotros. A ver si es verdad, y tú me lo sujetas mientras yo le doy una buena paliza. Y luego tu y yo nos regocijamos con la pizza.

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