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Authors: Christopher Moore

Cordero (7 page)

Habíamos llevado los dinares a un anticuario de la ciudad vieja (que estaba casi igual que la última vez que había paseado por allí, excepto por el hecho de que el templo había desaparecido y en su lugar se alzaban dos mezquitas). El mercader nos dio por ellas veinte mil dólares americanos. Gracias a ese dinero habíamos viajado, y lo habíamos dejado en depósito en el hotel, para cubrir los gastos. El ángel me dijo que las monedas de diez centavos debían de tener el mismo valor que los dinares y yo, como un necio, me lo había creído.

—Deberías habérmelo dicho —le he reclamado al ángel—. Si pudiera salir de este cuarto, lo descubriría por mí mismo.

—Tienes trabajo que hacer —ha replicado él, antes de ponerse en pie y exclamar, dirigiéndose al televisor—: ¡La ira del Señor recaerá sobre ti, Stephanos!

—¿A qué diablos le estás gritando?

El ángel apuntó la pantalla con un dedo.

—Acaba de cambiar al bebé de Catherine por su gemelo malvado, que él ha criado junto con su hermana mientras ella estaba en coma. Catherine no se ha percatado de su mala acción, porque él se ha modificado el rostro para parecerse al director del banco que está embargando los negocios del esposo de Catherine. Si no estuviera atrapado aquí, yo mismo llevaría a rastras a ese demonio hasta el infierno.

El ángel ya lleva varios días viendo culebrones en la tele, y bien se pone a gritar de pronto, bien se echa a llorar. Ha dejado de leer lo que yo escribo, por lo que yo he intentado no hacerle caso, pero ahora me he dado cuenta de lo que sucede.

—Nada de todo eso es real, Raziel.

—¿A qué te refieres?

—Es un drama, como los de los griegos. Son actores que representan una función.

—No, no se puede fingir semejante maldad.

—Y eso no es todo. Spiderman y el doctor Octopus no son reales. Son personajes.

—Eres un perro mentiroso.

—Si alguna vez salieras de esta habitación y vieras cómo habla la gente de verdad, tú mismo te darías cuenta, cretino de pelo amarillo. Pero no, tú te quedas aquí, plantado sobre mi hombro como un pájaro amaestrado. Yo llevo muerto dos mil años y sé más que tú. —(Sigo necesitando echar un vistazo al libro ese de la cómoda, y me ha parecido que, no sé, tal vez persuadiera al ángel para que me dejara a solas cinco minutos.)

—Tú no sabes nada —replicó Raziel—. Yo, en mi época, llegué a destruir ciudades enteras.

—Pues no sé, me pregunto si te cargaste las que debías. Menudo corte si no, ¿verdad?

En ese momento, en la pantalla ha aparecido el anuncio de una revista que promete «responder a todas las dudas» y ofrecer una visión desde dentro de todos los culebrones:Culebrones Digest. He visto que al ángel se le ponían los ojos como platos. Ha descolgado el teléfono y ha llamado a recepción.

—¿Qué estás haciendo?

—Necesito ese libro.

—Pídeles que envíen a Jesús. Él te ayudará a conseguirlo.

En nuestro primer día de trabajo, Joshua y yo nos levantamos antes del alba. Nos encontramos cerca del pozo, llenamos de agua las botas que nos habían dado nuestros padres, y nos comimos nuestro pan ácimo con queso, rumbo a Séforis. El camino, que en gran parte del trayecto era de tierra, resultaba llano y se recorría sin esfuerzo. (Si Roma cuidaba de algo en sus territorios, eran las vías de escape de sus ejércitos.) A medida que avanzábamos, yo me fijaba en que las colinas pedregosas adquirían un tono rosado, bañadas por el sol naciente, y vi que Joshua se estremecía, como si un viento helado le hubiera recorrido la espalda.

—La gloria de Dios está en todo lo que vemos —dijo—. Eso no debemos olvidarlo nunca.

—Acabo de pisar una boñiga de camello. Mañana mejor salimos cuando ya haya amanecido.

—Acabo de darme cuenta, y por eso la anciana no volvió a la vida. Olvidé que no era mi poder el que la resucitaba, sino el poder del Señor. Yo quise resucitarla por un motivo equivocado, por arrogancia, y por eso ella murió una segunda vez.

—Me ha manchado la sandalia. Seguro que va a apestar todo el día.

—Aunque tal vez fuera porque no la toqué. Las otras veces que he resucitado a otras criaturas, siempre las he tocado.

—¿Hay algo en la Ley respecto a apartar a los camellos de los caminos para que hagan sus necesidades? Pues si no lo hay debería haberlo. Y si no está en la Ley de Moisés, los romanos deberían dictar una al respecto. ¿No crucifican sin pensarlo dos veces a los judíos que se rebelan? Pues debería existir algún castigo para quienes ensucian sus caminos. ¿No crees? No digo crucificarlos, pero, no sé, un buen bofetón en la boca, o algo así.

—¿Pero cómo voy a tocar un cadáver, si la ley lo prohíbe? Los asistentes al funeral me lo habrían impedido.

—¿Podemos parar un momento? Tengo que limpiarme la sandalia. Ayúdame a encontrar un palo. Esa boñiga era más grande que mi cabeza.

—Colleja, no me estás escuchando.

—Sí, te escucho. Mira, Joshua, yo no creo que tú estés sujeto a la Ley. Vaya, que eres el Mesías. Es Dios es el que se supone que te dice lo que quiere, ¿no?

—Yo se lo pregunto, pero no recibo respuesta.

—Escucha, lo estás haciendo bien. Tal vez esa mujer no volvió a la vida porque era muy testaruda. Los viejos son así, ya se sabe. Pero si a mi abuelo tenemos que echarle agua fría encima para que despierte de su siesta. La próxima vez inténtalo con un muerto joven.

—¿Y si en realidad no soy el Mesías?

—¿Quieres decir que no estás seguro? ¿No te lo dijo el ángel? ¿Crees que Dios podría estar gastándote una broma? No lo creo. Yo no conozco la Tora tan bien como tú, pero no recuerdo que Dios tenga sentido del humor.

Al fin logré arrancarle una sonrisa.

—Pues me ha dado a Colleja como mejor amigo, ¿no?

—Ayúdame a encontrar un palo.

—¿Crees que seré un buen albañil?

—Yo, lo único que te pido, es que no seas mejor que yo.

—Eres odioso.

—¿Qué es lo que te digo siempre?

—¿De verdad crees que le gusto a Magda?

—¿Vas a ser así todas las mañanas? Porque, en ese caso, mejor te vas solo al trabajo.

Las puertas de Séforis eran como un embudo de humanidad. Los campesinos salían en manadas para cuidar de sus campos y sus huertos, los artesanos y los albañiles se apresuraban a entrar, mientras los vendedores ambulantes pregonaban sus mercancías y los mendigos mendigaban junto al camino. Joshua y yo nos detuvimos junto a las puertas, maravillados, y un hombre que llevaba una recua de asnos cargados de cestos con piedras estuvo a punto de atropellarnos.

No es que fuera la primera vez que veíamos una ciudad: Jerusalén era cincuenta veces mayor que Séforis, y habíamos estado en ella varias veces, en días de celebración, pero Jerusalén era una ciudad judía; era la ciudad judía por excelencia. Séforis era la ciudad romana fortificada de Galilea, y tan pronto como vimos la estatua de Venus custodiando la puerta supimos que aquello era algo distinto a todo lo que conocíamos.

Le di un codazo a Joshua en las costillas.

—¿Una imagen tallada? Nunca había visto una figura humana representada.

—Es pecado —sentenció Joshua.

—Está desnuda.

—No mires.

—Está completamente desnuda.

—Está prohibido. Deberíamos irnos de aquí, ir a buscar a tu padre.

Me tiró de la manga y me arrastró hasta el otro lado de las puertas.

—¿Cómo permiten algo así? —dije—. Habría pensado que nuestra gente la habría echado abajo.

—Lo hizo un grupo de zelotes, según me contó José. Pero los romanos los pillaron y los crucificaron junto a este camino.

—Eso nunca me lo habías contado.

—José me dijo que no hablara de ello.

—Se le veían los pechos.

—No pienses en ello.

—¿Cómo no voy a pensar en ello? Nunca he visto un pecho sin un recién nacido colgado de él. Son más... agradables así, de dos en dos.

—¿Por dónde se supone que se llega a nuestro trabajo?

—Mi padre me ha dicho que nos acerquemos a la esquina occidental de la ciudad y que veremos dónde se están realizando las obras.

—Vamos, entonces.

Joshua seguía arrastrándome con la cabeza gacha, como una mula airada.

—¿Crees que los pechos de Magda son así?

A mi padre le habían encomendado la construcción de la casa de un griego adinerado, en un terreno situado en la zona occidental de la ciudad. Cuando Joshua y yo llegamos, mi padre ya estaba ahí, dirigiendo a los esclavos que colocaban en su sitio una piedra de las que componían una pared. Supongo que yo había imaginado algo distinto. Creo que me sorprendió que alguien, aunque fuera esclavo, obedeciera las órdenes de mi padre. Los esclavos eran nubios, egipcios, fenicios, delincuentes, morosos, prisioneros de guerra, accidentes de la naturaleza. Se trataba de hombres flacos, muy sucios, muchos de los cuales no llevaban más que unas sandalias y un taparrabos. En otra vida tal vez hubieran comandado un ejército o vivido en un palacio, pero ahora sudaban a pesar del frío de la mañana, y levantaban unas piedras lo bastante grandes como para aplastar a un burro.

—¿Son éstostus esclavos? —le preguntó Joshua a mi padre.

—¿Acaso soy rico, Joshua? No. Estos esclavos pertenecen a los romanos. El griego que se construye esta casa los ha contratado para que lo hagan.

—¿Y por qué obedecen tus órdenes? Ellos son muchos, y tú uno solo.

Mi padre ladeó la cabeza.

—Espero que no llegues a ver nunca lo que las puntas de los látigos de los romanos causan en los cuerpos de los hombres. Todos éstossí lo han visto, y les ha bastado verlo para que sus espíritus de hombres se quebraran. Rezo por ellos todas las noches.

—Odio a los romanos —dije yo.

—¿Ah, sí, hombrecito, ah, sí? —inquirió una voz desde atrás.

—Ave,centurión —saludó mi padre, abriendo mucho los ojos.

Joshua y yo nos volvimos para descubrir a Justo Gálico, el centurión del funeral de Jafia, que se encontraba entre los esclavos.

—Alfeo, parece que estás criando a una pandilla de zelotes.

Mi padre apoyó una mano en mi hombro y la otra en el de Joshua.

—Éstees mi hijo, Levi, y este su amigo, Joshua. Hoy empiezan de aprendices. Son solo niños —añadió, a modo de disculpa.

Justo se acercó, me dedicó una mirada fugaz y clavó la vista en Joshua.

—A ti te conozco, muchacho. Te he visto antes.

—En el funeral de Jafia —me apresuré a intervenir. No podía apartar los ojos de la espada corta que llevaba al cinto.

—No. —El romano parecía rebuscar en su memoria—. En Jafia no. He visto su rostro en una imagen.

—Eso no puede ser —dijo mi padre—. Nuestra fe nos prohíbe representar la figura humana.

Justo le dedicó una mirada de reprobación.

—No desconozco las costumbres primitivas de vuestro pueblo, Alfeo. Aun así, este niño me suena.

Joshua miraba al centurión con una expresión absolutamente neutra.

—¿Te compadeces de estos esclavos, muchacho? ¿Los liberarías si pudieras?

Joshua asintió.

—Lo haría. El espíritu de un hombre debe ser libre para poder entregarse a Dios.

—¿Sabes? Hace ochenta años hubo un niño esclavo que hablaba como tú. Formó un ejército de esclavos para luchar contra Roma. Derrotó a dos de nuestros ejércitos, se apoderó de todos los territorios al sur de Roma. Es una historia que todo soldado romano debe aprender.

—¿Por qué? ¿Qué sucedió? —pregunté yo.

—Lo crucificamos —respondió Justo—. Junto a la calzada. Y su cuerpo fue devorado por los cuervos. La lección que todos aprendemos es que nada puede oponerse a Roma. Y es una historia que tú, muchacho, también debes aprender, así como vas a aprender a ser cantero.

En ese instante se acercó otro soldado romano, un legionario, que no llevaba ni la capa ni el casco con cresta del centurión. Le comunicó algo a Justo en latín, antes de fijarse en Joshua y detenerse. En un arameo básico, le preguntó:

—Eh, ¿no vi una vez tu rostro en un pan?

—No era él —tercié yo.

—¿Seguro? Pues se parece mucho.

—Sí, era yo —dijo Joshua.

Yo le di un manotazo en la frente, y se cayó al suelo.

—No, no era él. Está loco. Lo siento.

El soldado meneó la cabeza y se alejó detrás de Justo.

Yo le alargué la mano a mi amigo para ayudarlo a levantarse.

—Vas a tener que aprender a mentir.

—¿De veras? Yo siento que estoy aquí para decir la verdad.

—Sí, seguro. Pero todavía no.

No sé bien qué esperaba yo que sería trabajar como cantero, pero sí sé que, apenas transcurrida una semana, Joshua ya se estaba replanteando su decisión de no ser carpintero. Cortar grandes bloques de piedra con unos cinceles de hierro diminutos era muy duro. ¿Quién lo habría imaginado?

—«Mira a tu alrededor, ¿ves algún árbol?» —se burló Joshua—. «Piedras Josh, piedras.» —Es difícil porque todavía no sabemos bien qué hacemos. Pero con el tiempo mejorará.

Joshua se fijó en mi padre, que iba desnudo de cintura para arriba, y que cincelaba una roca del tamaño de un asno, mientras una docena de esclavos esperaba para cargarla hasta su lugar. Estaba cubierto de un polvillo grisáceo, y las gotas de sudor dibujaban unas líneas oscuras entre los tendones y los músculos que se le marcaban en la espalda y los brazos.

—Alfeo —lo llamó—. ¿El trabajo se hace más fácil cuando lo aprendes?

—Los pulmones se llenan de polvo, y el sol y las astillas de las piedras que levantas con el cincel te van cegando. Entregas tu vida para construir en piedra unos edificios que son para los romanos, unos romanos que te sacan el dinero con sus impuestos, unos impuestos que usan para pagar a sus soldados, unos soldados que crucifican a tu pueblo porque quiere ser libre. Se te parte la espalda, los huesos te crujen, tu mujer te regaña a gritos, y tus hijos te atormentan con sus bocas abiertas, hambrientas, como pájaros recién nacidos piando en sus nidos. Te acuestas tan cansado todas las noches, tan apaleado, que rezas para que el Señor te envíe el ángel de la muerte mientras duermes, para no tener que enfrentarte a una mañana más. Pero bueno, también tiene sus desventajas, no te creas.

—Gracias —respondió Joshua y, mirándome, arqueó una ceja.

—Pues a mí me entusiasma —repliqué—. Estoy listo para cortar alguna piedra. Retírate, Josh, mi cincel echa humo. La vida se extiende ante nosotros como un gran bazar, y no puedo esperar más para saborear los dulces que en él se encuentran.

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