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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

Ana Karenina (86 page)

XX

V
AMOS
, aquí tiene usted a esa Dolli que tanto deseaba ver —dijo Anna a la princesa Varvara, sentada ante un bastidor en el terrado que se comunicaba con el jardín por una escalera—; no quiere tomar ni un bocado antes de comer, pero tal vez conseguirá usted que almuerce mientras yo voy a buscar a esos señores.

La princesa acogió a Dolli benévolamente, con cierto aire protector, y le explicó al punto las razones que había tenido para prestar su auxilio a Anna, a quien siempre amó más, que su propia hermana, Katerina Pávlovna, la que crió a Karénina, en aquel periodo transitorio de su vida tan aflictivo y penoso.

—Apenas su esposo haya consentido en el divorcio —dijo la princesa—, me retiraré a mi soledad; pero ahora, por sensible que sea, me quedo y no imito a las otras —indicaba con esta palabra a la hermana y a la tía que educaron a Anna, y con las cuales estaba en continua rivalidad—. Vronski y Anna viven como unos esposos perfectos; Dios será quien los juzgue y no nosotros. ¿Y Biriuzovski y Aviénieva? Y Nikándrov, Vasíliev y Mamónova, y Liza Neptunova… Y no pasó nada. Todos acabaron por recibirlos. Además,
c’est un intérieur si joli, si comme il faut.
Tout-à-fait à l’anglaise. On se réunit le matin au breakfast et puis on se sépare
. Cada cual hace lo que se le antoja, hasta que llega la hora de comer. Stepán Arkádich ha hecho muy bien en dejarte venir, y le convendrá mucho mantenerse en buena inteligencia con ellos. El conde tiene bastante influencia debido a su madre y su hermano, y además tiene fama de generoso. ¿Te han hablado del hospital? Será admirable; todo viene de París.

Esta conversación fue interrumpida por Anna, que volvió al terrado seguida de los caballeros, a quienes halló en la sala de billar.

El tiempo estaba magnífico; no faltaban medios de divertirse, y aún faltaban algunas horas para que llegase la de comer.

—Vamos a jugar a los bolos —dijo Veslovski.

—Hace mucho calor; mejor será dar una vuelta por el parque para que Daria Alexándrovna pueda pasear en la lancha y ver el paisaje —replicó Vronski.

Veslovski y Tushkiévich fueron a preparar la barca, y las dos señoras, acompañadas del conde y de Sviyazhski, siguieron paseando por el parque.

Dolli, lejos de censurarla, se mostraba dispuesta, en teoría, a aprobar su conducta, y como acontece a las mujeres irreprochables a quienes la uniformidad de su vida cansa algunas veces, envidiaba un poco aquella existencia culpable, entrevista desde lejos; pero transportada a aquel centro extraño, donde observaba costumbres de refinada elegancia, desconocidas para ella, experimentó un verdadero malestar. Aunque dispensase a su amiga, a quien amaba sinceramente, la presencia de aquel que la había inducido a faltar a sus deberes la ofendía, y la complicidad de la princesa Varvara, que lo perdonaba todo para participar del lujo de su sobrina, le parecía odiosa. Además de esto, en ningún tiempo le había sido Vronski simpático; lo creía orgulloso, y en su concepto solo la riqueza podía justificar su vanidad. A pesar de todo, se imponía como amo de la casa, y Dolli se creía humillada en su presencia como delante de la camarera al sacar su camisola remendada. No atreviéndose a dirigirle un cumplido trivial sobre la belleza de su domicilio, no encontraba asunto alguno para entablar conversación, y a falta de otra cosa mejor, se permitía hacer algunos elogios sobre el aspecto de la mansión.

—La arquitectura es de buen estilo —dijo el conde.

—¿Estaba trazado del mismo modo en otro tiempo el patio de honor?

—No. ¡Si le hubiera usted visto en la primavera!

Y poco a poco, al principio fríamente y después con entusiasmo, mostró a Dolli los embellecimientos de que había sido autor: los elogios de su interlocutora lo complacieron visiblemente.

—Si no está usted cansada —dijo, mirando a Dolli para asegurarse de que la proposición no la enojaba—, podremos llegar al hospital. ¿Quieres tú, Anna?

—Ciertamente; pero no debemos dejar a esos señores aburriéndose en la barca, es preciso avisarlos. Ese monumento —añadió, dirigiéndose a Dolli— se ha erigido para gloria suya.

—Es una fundación magnífica —dijo Sviyazhski; y para que esto no pareciese lisonja, añadió—: Me extraña que ocupándose tanto de la cuestión sanitaria, no haya pensado usted nunca en la de las escuelas.

—Es porque ha llegado a ser demasiado común —contestó Vronski— y porque además me ha seducido… Por aquí, señora —añadió, dirigiéndose a una senda lateral.

Al salir del jardín, Dolli se encontró ante un gran edificio de ladrillo rojo y de estilo arquitectónico bastante complicado, cuyo techo brillaba a la luz del sol; junto a este edificio se elevába otra construcción.

—La obra avanza rápidamente —observó Sviyazhski—; la última vez que vine aún no se había puesto el tejado.

—Todo terminará en el otoño, pues el interior está casi concluido —dijo Anna.

—¿Qué construyen ustedes nuevo?

—Alojamiento para el médico y una farmacia —contestó Vronski.

Y al ver que el arquitecto se acercaba, fue a reunirse con él después de excusarse con las señoras. Terminado el diálogo, invitó a Dolli a visitar el interior del edificio.

Una amplia escalera de hierro fundido conducía al primer piso, cuyas grandes habitaciones recibían la luz por inmensas ventanas; las paredes eran de estuco y aún faltaba embaldosar el suelo.

Vronski explicó la distribución de las habitaciones, el sistema de ventilación y de calefacción; hizo admirar a los visitantes las bañeras de mármol, las camas, las camillas para transportar enfermos y los sillones con ruedas. Sviyazhski, y sobre todo Dolli, admirada de cuanto veía, hacían numerosas preguntas y no disimulaban su asombro.

—Este hospital será en su género el único en Rusia —dijo Sviyazhski, muy capaz de apreciar los perfeccionamientos introducidos por el conde.

Dolli se interesó en todo; y Vronski, satisfecho de la aprobación que se le manifestaba y sinceramente animado, le produjo la mejor impresión. «Es verdaderamente bueno y digno de ser amado —pensó—, y ahora comprendo a Anna.»

XXI

L
A
princesa debe de estar rendida, y sin duda los caballos no le interesan mucho —dijo Vronski a Anna, que proponía enseñar a Dolli la yeguada en la cual Sviyazhski quería ver cierto potro—. Vayan ustedes —añadió—; yo acompañaré a la princesa, y si me lo permite hablaremos un poco en el camino.

—Con mucho gusto, porque yo no entiendo nada de caballos —contestó Dolli extrañada, comprendiendo, por la fisonomía de Vronski, que este deseaba hablarle en particular.

Efectivamente, cuando Anna se hubo alejado, el conde mirando fijamente a Dolli con expresión risueña, le dijo:

—Supongo que no me engaño al considerar a usted como una sincera amiga de Anna.

Y al decir esto, se descubrió para enjugar su frente.

Dolli miró con cierta inquietud a su interlocutor. ¿Iba a solicitar acaso que fuera a vivir con sus hijos en compañía de Anna, a fin de formar para ella un círculo cuando fuese a Moscú? ¿Se propondría hablarle de Kiti o de Veslovski?

—Anna —dijo Vronski— profesa a usted el más tierno cariño, y yo quisiera que usted me prestase el apoyo de su influencia sobre ella —Dolli observó con timidez, sin contestar, la expresión grave y enérgica de Vronski—. Si de todas las amigas de Anna usted es la única que ha venido a verla, y advierta que no cuento a la princesa Varvara, harto comprendo que no es porque juzgue normal nuestra posición, sino porque ama lo bastante a su amiga para procurar que su situación sea más llevadera. ¿Tengo razón?

—Sí, pero…

—Nadie se resiente tanto como yo de las dificultades de nuestra vida —continuó Vronski, deteniéndose y obligando a Dolli a que hiciera lo mismo—, y creo que usted lo comprenderá fácilmente si me hace el honor de ver en mí a un hombre de corazón. Soy la causa de esa situación y por ello la comprendo bien.

—Ciertamente; pero no exagere usted esas dificultades —dijo Dolli, conmovida al ver la sinceridad con que su interlocutor le hablaba—; en el mundo puede ser esto penoso…

—¡Es más: es un infierno! Usted no puede imaginarse los tormentos morales que Anna ha sufrido en San Petersburgo.

—Pero no aquí; y puesto que ni ella ni usted necesitan la vida mundana…

—¿Para qué podría quererla yo? —interrumpió Vronski con desdén.

—Usted puede prescindir de ella ahora y tal vez siempre; y en cuanto a Anna, según lo que me ha dicho, se considera del todo feliz.

Así diciendo, Dolli pensó que tal vez su amiga no había sido franca con ella.

—Sí —repuso Vronski—; pero ¿durará esa felicidad? Perdone, ¿quizá prefiera pasear?

—No, me es igual.

—Pues sentémonos aquí.

Daria Alexándrovna se sentó en un banco en un rincón del paseo. Vronski quedó de pie ante ella.

—Yo temo lo que nos espera en el porvenir. ¿Hemos obrado bien o mal?… De todos modos, ya está echada la suerte —dijo pasando al francés—, y nos hemos unido para toda la vida; ya hay de por medio una criatura y podría haber otra, para las cuales la ley reserva rigores que Anna no quiere prever, porque después de haber sufrido tanto, necesita tranquilidad. En fin, mi hija es de Karenin —añadió Vronski, fijando en Dolli una mirada interrogadora y sombría. Daria Alexándrovna callaba—. Si nace mañana un hijo —continuó el conde—, siempre será un Karenin, sin derecho para heredar mi nombre ni mis bienes. ¿No comprende usted que esta idea ha de ser odiosa para mí. Pues bien, Anna no quiere entender nada de esto, porque se irrita…, y vea usted lo que resulta. Estoy feliz con su amor, pero necesito hacer algo. Tengo aquí un objeto que me interesa y me sirve para ejercer mi actividad, la considero más digna que las de mis ex compañeros en la corte y en el servicio, y esto me enorgullece. Sin duda alguna, a estas alturas no me cambiaría por ellos. Trabajo aquí, sin moverme del sitio, estoy contento y no necesitamos nada más para ser felices. Esto me agrada.
Cela n’est pas un pis aller
, por el contrario…

Dolli observó que al llegar a aquel punto Vronski comenzó a confundirse y ella no veía claramente la causa de ello. Pero sentía la necesidad de Vronski de hablar de aquellos problemas íntimos que no podía contar a Anna. Sus actividades en la finca estaban en el mismo apartado de problemas íntimos que sus relaciones con Anna.

—Continúo —dijo Vronski volviendo en sí—. Para trabajar con entera convicción, he de hacer algo para los otros, no para mí solo; y desgraciadamente no me es dado tener sucesores. ¿Imagina usted cuáles serán los sentimientos de un hombre cuando sabe que sus hijos y los de la mujer a quien ama no le pertenecen, y que tienen por padre a una persona que, aborreciéndolos, no querrá reconocerlos nunca? ¿No le parece a usted esto terrible?

Vronski enmudeció, poseído de profunda emoción.

—Lo comprendo. Pero ¿qué puede hacer Anna?

—He aquí el punto principal de que se trata —repuso el conde, tratando de recobrar la serenidad—. Anna puede obtener el divorcio; Stepán Arkádich había inducido ya a Karenin a consentir en él, y yo sé que no rehusaría, ni aun ahora, si Anna le escribiese. Esta condición es evidentemente una de estas crueldades farisaicas de que solo son capaces los hombres sin corazón, porque sabe el tormento que impone; pero es preciso
passer pardessus toutes les finesses de sentiments il y va du bonheur et de l’existence d’Anne y de ses enfants;
sin hablar de mí. Ya sabe usted ahora, princesa, por qué me dirijo a usted, como a una amiga que puede salvarnos, para que me ayude a persuadir a Anna de la necesidad de pedir el divorcio.

—Lo haré con mucho gusto —contestó Dolli pensativa, recordando su conversación con Karenin—. Con mucho gusto—repitió enérgicamente al recordar a Anna.

—Procure convencerla de que lo haga. No quiero, ni puedo hablarle de este tema.

—Sí, lo intentaré. Pero ¿cómo no se le ocurre a ella?

Y de pronto recordó aquella nueva costumbre de Anna de cerrar a medias los ojos, y le pareció que esto era debido a sus preocupaciones íntimas y a sus esfuerzos para desechar, o cuando menos, no recordar cosa alguna por lo que tenía a la vista.

—Sí, seguramente le hablaré —repitió Dolli, contestando a la mirada agradecida de Vronski.

Y ambos se dirigieron hacia la casa.

XXII

S
E
va a servir la comida y apenas nos hemos visto —dijo Anna al entrar, esforzándose para leer en los ojos de Dolli lo que había pasado entre ella y Vronski—. Cuento con esta noche; y por lo pronto es preciso ir a cambiar de traje, porque nos hemos manchado al visitar el hospital.

Dolli sonrió, pues no llevaba más que el vestido puesto; mas a fin de hacer un cambio cualquiera en su tocado, se puso un lazo de cinta sobre el pecho y una blonda en la cabeza, y se cepilló un poco.

—Es todo cuanto puedo hacer —dijo sonriendo a Anna, cuando esta fue a buscarla, después de cambiar de vestido por tercera vez.

—Aquí somos muy formalistas —dijo esta última para excusar su elegancia—. Alexiéi está contentísimo por tu llegada, y hasta creo que se ha enamorado de ti.

Al entrar en el salón, ya encontraron allí a la princesa Varvara y a los hombres, con levitas negras todos, excepto el arquitecto, que iba de frac.

Vronski presentó a Dolli al encargado de su finca y también al arquitecto, aunque ya se lo había presentado durante la visita al hospital.

Deslumbrante con su oronda y afeitada cara, su cuello y su camisa almidonados y el lacito de su corbata blanca, el grueso mayordomo anunció que la comida estaba servida; y todos se dirigieron al comedor.

Vronski pidió a Sviyazhski que diese su brazo a Anna Arkádievna y él se acercó a Dolli. Veslovski, adelantándose a Tushkevich, ofreció el brazo a la princesa Varvara; así que Tushkevich, el encargado de la finca y el doctor no tuvieron pareja y entraron solos.

La comida, el comedor, vajilla, criados, vino y viantes, no solamente estaban en armonía con el tono lujoso general de la casa, sino que aun parecían más ricos y nuevos.

Daria Alexándrovna observaba este lujo, tan nuevo para ella, y, como dueña de una casa, aunque no tenía esperanza de aplicar algún día nada de lo que veía a la suya propia —aquel lujo estaba tan lejos de su modo de vivir— involuntariamente entraba en todos los detalles y se preguntaba quién y cómo lo había hecho. Váseñka Veslovski, su marido, incluso Sviyazhski y otros hombres que ella conocía, jamás pensaban en estas cosas e incluso creían que cualquier buen dueño daría a entender a sus invitados que no les había costado trabajo alguno organizarlo, que todo se había hecho como por sí mismo. Y Daria Alexándrovna sabía bien que por sí mismas no se hacen ni las más sencillas papillas para los niños; se decía que, por tanto, para que en aquella comida tan complicada y maravillosa estuviera todo tan bien dispuesto, alguien debía de haber puesto en ello muy aplicada atención. Y por la mirada con que Vronski revisó la mesa e hizo señal al mayordomo para comenzar a servir, y la manera en que la invitó a ella a elegir entre el potaje de verdura y la sopa, Dolli comprendió que todo aquello se hacía y mantenía por los cuidados del mismo dueño. De Anna no dependía más que de Veslovski. Ella, Veslovski o Sviyazhski, o la princesa Varvara, todos no eran allí más que invitados que, sin preocupación alguna, alegremente, gozaban de lo que otro había preparado para ellos. Anna, cuidándose solo de la conversación, desempeñaba este cometido con su tacto habitual, y siempre tenía alguna palabra para cada uno, cosa difícil cuando los convidados pertenecen a distintas clases.

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